Ben Bradlee: un hombre en busca de la verdad

Ben Bradlee: un hombre en busca de la verdad

Enseñanzas del director del Washington Post

Por:
noviembre 04, 2014
Ben Bradlee: un hombre en busca de la verdad
Foto: archivo Electionnewschannel.com

Hace 40 años, Ben Bradlee nos expuso su teoría general del periodismo y la vida: “La nariz hacia abajo, el culo hacia arriba y con paso firme hacia el futuro”. Entendía el pasado y su importancia, pero estaba completamente liberado de él. El pasado era historia, de la que había que aprender. Se negaba a dejarse lastrar emocionalmente por él y a desalentarse por sus altibajos. La analogía militar, que a menudo no es más que un cliché, es válida en este caso: un gran general, tranquilo en la batalla, con el amor y el afecto de sus soldados, a los que protegía con la misma furia con la que les enviaba a su misión. Él mismo se había construido un personaje original, diferente de cualquier otra persona en su redacción: diferente por su temperamento, por su actitud, incluso por su aspecto físico y su lenguaje (una mezcla de inglés tradicional anglicano y expresiones de marino). Bradlee [falleció el 21 de octubre, a los 93 años] transformó no solo The Washington Post, sino también la naturaleza y las prioridades del periodismo.

No era hombre de arrepentirse. Nunca se mostraba cínico, pero siempre era escéptico. Y el hilo conductor de su vida —increíblemente, sin caer en santurronería de ningún tipo— fue el culto a la verdad. Una de las cosas que indicaban cómo ejercía Bradlee el mando era su manera de afrontar los errores y equivocaciones, tal vez la responsabilidad más incómoda de un periodista, una verdadera prueba de fuerza, competencia y compromiso con la verdad.

Nosotros compartimos las trincheras con Bradlee durante la cobertura del caso Watergate, y en un momento dado, hace casi exactamente 42 años, cometimos un error monumental: en un reportaje de portada afirmamos que, según un testimonio prestado ante el Gran Jurado, el jefe de gabinete de Richard Nixon, Bob Haldeman, había controlado un fondo secreto utilizado para financiar la entrada de los ladrones en el hotel Watergate, además de otras actividades clandestinas e ilegales.

Para Ben, lo importante eran los hechos. ¿Qué datos había? ¿Estaban comprobados? ¿Quién tenía otra versión?

El reportaje, publicado cuatro meses después de que la Casa Blanca dijera que el allanamiento no había sido más que “un robo de tercera categoría”, suponía un gran paso a la hora de demostrar el vínculo entre los delitos cometidos en el Watergate y el Despacho Oval. Lo malo es que ese testimonio no había existido; aunque al final se vio que teníamos razón en que Haldeman controlaba ese dinero y mucho más.

“¿Qué ha pasado?”, nos preguntó Bradlee. La Casa Blanca y los partidarios del presidente estaban asaeteándonos a denuncias y refutándonos con argumentos que parecían bastante creíbles. Nosotros no sabíamos bien en qué nos habíamos equivocado aquel día de octubre de 1972 y estábamos allí, inseguros y tratando chapuceramente de salvar la cara.

“No sabéis dónde estáis”, dijo Bradlee. “No tenéis los datos. Estad callados por ahora… Vamos a ver en qué acaba esto”. De pronto, giró su silla, puso una hoja de papel en su vieja máquina de escribir y empezó a teclear. Después de empezar varias veces, redactó su declaración: “Reiteramos la veracidad de nuestro reportaje”. No mostró ningún enfado ni rencor hacia nosotros, pese a que mucho después diría que aquel había sido uno de los peores momentos de sus 23 años como director del Post.

Habíamos cometido un error estúpido, de novatos. Nuestra fuente principal, el tesorero de la campaña de Nixon, sabía que Haldeman había controlado el fondo, y había prestado testimonio ante el Gran Jurado. Pero en su comparecencia no le habían preguntado por Haldeman. Nosotros supusimos que sí y, al hacerlo, violamos una regla fundamental de Bradlee: “Nunca hay que suponer nada”. El respaldo de Bradlee en aquel momento tan humillante fue mucho más que un consuelo y un voto de confianza. Sabíamos que él estaba convencido de que íbamos en la buena dirección, pero habíamos sufrido un tropezón casi fatal. Y él fue un salvavidas de tranquilidad.

Para Ben, lo importante eran los hechos. ¿Qué datos había? ¿Estaban comprobados? ¿Quién tenía otra versión? Uno no podía considerarse reportero hasta haber tenido que pasar por un interrogatorio de Bradlee. Durante aquel vergonzoso episodio, hubo un momento en el que estábamos resumiéndole lo que nos había dicho una de nuestras fuentes. “No”, insistió Ben. “Quiero oír exactamente lo que le preguntasteis y cuál fue su respuesta exacta”.

Woodward (izquierda) y Bernstein escoltan a Bradlee durante un homenaje al periodista. / r.c. (The Washington Post)

Cuando desentrañamos por fin nuestro error sobre Haldeman, unos días después —y pudimos obtener más pruebas de su control del fondo secreto—, Ben ya estaba en otra cosa. Su pregunta era: “¿Qué tenéis para mañana?”. En otras palabras, siempre hacia delante. La nariz hacia abajo, el culo hacia arriba. ¿Cómo pensábamos seguir explicando a los lectores —y a él— lo que estaba ocurriendo, y por qué?

Cuando el director Alan Pakula empezó a buscar a un actor para encarnar a Bradlee en la versión cinematográfica de Todos los hombres del presidente, Jason Robards Jr. pareció un candidato natural. Pakula nos contó después que Robards se había mostrado entusiasmado, se había llevado el guion a casa para leerlo y había vuelto perplejo:

“No puedo hacer de Ben Bradlee”, dijo Robards.

“¿Por qué?”, preguntó Pakula.

“No hace más que ir de un lado a otro y preguntar a los reporteros: ‘¿Dónde está la maldita historia?”.

“Eso es lo que hace el director de The Washington Post”, explicó Pakula. “Es su trabajo. Lo único que tienes que hacer es encontrar 15 formas distintas de decir ‘¡Dónde está la maldita historia!”.

“¡Ah!”, respondió Robards. Aceptó el papel, lo interpretó como si hubiera vivido en la piel de Bradlee toda su vida y ganó el Oscar al mejor actor de reparto. Cuando Ben se enteró de esta anécdota, se rio a carcajadas. Sí, dijo, su papel era ser el motivador jefe. Pero su trabajo consistía en algo más, añadió con ironía.

Bradlee tenía una inquietud peculiar, un rasgo que estaba presente ya en su juventud. A finales de los años treinta formó parte del famoso Estudio Grant sobre alumnos de primer curso en Harvard. Varios sociólogos y psicólogos entrevistaron y observaron a los 268 sujetos del estudio durante toda su vida. Uno de los primeros investigadores habló de su “inquietud” y añadió: “Hay ocasiones en las que bebe demasiado alcohol, pero eso no basta para satisfacerle”.

No le importaba
nada emplear medidas melodramáticas
para proteger a sus redactores

En cierto sentido, nada le satisfacía por completo. Siempre exigía más a todos, empezando por sí mismo. Desde que tomó posesión como director del periódico en los años sesenta, se acostumbró a recorrer la redacción de la quinta planta, en busca de actividad, o una información jugosa, o el último cotilleo. Cuando se detenía a hablar con los redactores, todos solían parar lo que estuvieran haciendo, y desde un centenar de mesas le miraban tratando de interpretar las señales. Si había dos o tres periodistas hablando en grupo, él se acercaba. A lo mejor tenían alguna historia, y quería saberlo.

Sed agresivos, insistía. “Me gustan los periodistas que presionan”, nos dijo en una entrevista grabada en 1973 para el libro que estábamos escribiendo sobre el Watergate, que acabaría siendo Todos los hombres del presidente. “Eso me permite sentirme más cómodo, en especial por el hecho de ser un director que presiona”.

No hacía el periódico pensando en sus amigos ni en la gente influyente.

Cuando estábamos investigando el papel de Henry Kissinger, consejero de seguridad nacional de Nixon, a la hora de seleccionar a 17 asesores de la Casa Blanca y periodistas a los que querían poner escuchas para encontrar la fuente de las filtraciones de noticias, informamos a Kissinger de que íbamos a citar en el periódico los comentarios que nos había hecho. “¡¿Qué?!”, estalló. Esas no eran las normas que había seguido con otros reporteros. Fue elevando la voz. “No tengo por qué someterme a un interrogatorio de la policía sobre esto”.

Nos convocaron a una reunión con varios responsables del periódico en la oficina del número dos de Bradlee, Howard Simons. Bradlee, que no estaba presente, llamó por teléfono para contarnos las novedades, en un fuerte acento alemán que pretendía imitar a Kissinger. “Acaba de llamarme Henry. Está furioso. Vosotros decidís. Yo hago de periodista y os leo lo que dijo Henry y vosotros lo utilizáis si creéis que va a ser útil”.

Con la discusión que se suscitó, el reportaje quedó aplazado y se nos adelantó Seymour Hersh, de The New York Times, pero las palabras de Kissinger se publicaron poco después en el periódico. A Bradlee le encantó que apareciera la firma de Hersh en varios reportajes cruciales del Times sobre el Watergate. “Ya no éramos los únicos que controlábamos”, nos dijo unos meses después. “Fue un momento feliz”.

A Bradlee no le importaba nada emplear medidas melodramáticas para proteger a sus redactores. Cuando el comité para la reelección de Nixon reclamó por vía judicial nuestras notas y las de otros redactores del Post sobre el Watergate, como parte de una demanda civil, Bradlee y la editora del periódico, Katharine Graham, decidieron declarar que la propietaria legal de todos los documentos era ella, no sus periodistas, y que cualquier acción judicial debería ir dirigida a su persona.

“Si el juez quiere enviar a alguien a la cárcel, tendrá que enviar a la señora Graham”, nos dijo Bradlee, con visible regocijo. “¡Y la señora dice que está dispuesta a ir! Así que allá el juez con su conciencia. ¿Os imagináis las fotos de su limusina llegando al Centro de Detención de Mujeres, y a nuestra chica que sale y entra en prisión por defender la Primera Enmienda? Esa imagen se publicaría en todos los periódicos del mundo”.

Hasta que entrevistamos a Bradlee en el verano de 1973, justo mientras se retransmitían por televisión a todo el país las sesiones del Senado sobre el Watergate, no fuimos plenamente conscientes de la inmensidad y el tipo de presiones que habían sufrido él y la señora Graham y hasta qué punto nos había protegido. Ni siquiera le había contado a Howard Simons que había habido varios intentos de obligar al Post a reducir sus informaciones sobre el tema. “Estaba empezando a comprender que lo que estaba en juego eran mis huevos”, dijo. Recibía llamadas de otros directores de periódicos —colegas a los que respetaba enormemente— que le decían que el Post se había “vuelto loco”. A Katharine Graham la bombardeaban desde la Administración, sus amigos más queridos, como los influyentes columnistas Joseph Alsop y James Reston, y el consejo de administración.

“Llegó un momento en el que Katharine dijo que teníamos que hablar, porque la situación era muy grave”, contó Bradlee. “Le estaban haciendo la vida imposible amigos como Alsop y Reston, que le decían que el Post estaba cometiendo una temeridad y casi acosando al Gobierno, y preguntándose por qué no lo estaba haciendo ningún otro periódico. Ella venía a contarme todo eso. Y yo repasaba el periódico y le aseguraba” que las informaciones estaban contrastadas.

Ben Bradlee en su oficina en 1971, un año antes del estallido del 'caso Watergate'. / Mike Lien

“En un par de ocasiones se preocupó”, continuó Bradlee. “Para qué nos vamos a engañar. Iba a Wall Street y varios amigos suyos le decían que [los hombres de Nixon] estaban verdaderamente deseosos de acabar con el Post, que la estaban siguiendo y pinchando sus teléfonos, y siguiéndome a mí y pinchando mis teléfonos, y que no se andaban con tonterías. Y entonces ella venía y me lo contaba”.

Entre otras cosas, expresaba su preocupación por que los agentes de Nixon filtraran informaciones —ciertas o no— sobre la vida personal de cualquiera de los dos, nos dijo Bradlee. (En ningún momento de las investigaciones del Watergate apareció ninguna prueba de que hubieran seguido o pinchado a Graham, Bradlee ni nadie más del Post).

Un momento crucial, nos contó, fue la publicación de un reportaje en septiembre de 1972, tres meses después del robo, cuando John N. Mitchell, antiguo jefe de campaña y ministro de Justicia de Nixon, nos dijo en una conversación telefónica que iba a “retorcer las tetas a Katie Graham” si se publicaba una historia que le involucrase. Y añadió que en un futuro próximo iban “a publicar una historia sobre todos ustedes”. “No voy a dar detalles”, continuó, pero había “presiones, presiones… Cada día más…”.

“Era evidente que lo que teníamos en las manos era una bomba, ¿no? Pero todavía no tenía claro si la bomba podía destruirnos a nosotros, al presidente o a ninguno”. Añadió: “Cada vez que empezabais a meteros en otra información de la policía, surgía alguna otra cosa, y la mirada de incredulidad que teníais los dos la recordaré hasta que me muera”. Como director, él era quien tomaba las decisiones definitivas sobre publicar o no docenas de informaciones que podían revelar delicados secretos de seguridad nacional.

Durante el primer mes de la presidencia de Jimmy Carter, en 1977, el presidente convocó a Bradlee al saber que el Post se disponía a publicar una información de que el rey Husein de Jordania cobraba un sueldo de la CIA. Carter confirmó que era verdad, pero pidió personalmente a Bradlee que no publicara la noticia. Cuando el presidente reconoció que no suponía ningún peligro para la seguridad nacional, Bradlee tomó la decisión de publicarla, lo cual enfureció a Carter.

Bradlee tendía a desconfiar cuando alguien —sobre todo los presidentes— decía que no debíamos publicar alguna información por motivos de seguridad nacional, y sus sospechas se veían confirmadas una y otra vez por argumentos espurios, como en el caso de los papeles del Pentágono. Ahora bien, no siempre era así.

En 1988, un modesto analista de los servicios de espionaje de EE UU acudió al Post con informaciones sobre programas de máximo secreto. Occidente no había ganado aún la guerra fría. Como escribió Bradlee en 1995 en sus memorias, Una buena vida, el analista llevaba “detalles sobre tres operaciones relacionadas con sistemas que permitían a los soviéticos controlar distintas unidades en sus fuerzas nucleares y que describían cómo EE UU había conseguido penetrar esos sistemas en tiempo real”.

Bradlee se reunió con el analista y llegó a la conclusión de que dar a conocer la información “pondría en peligro la seguridad del país”. Se negó a publicarla, pero le preocupó —no por espíritu competitivo, sino por la seguridad— que el analista llevara los datos a otros medios. Ben era un patriota de la vieja escuela, que había vivido intensamente sus tres años a bordo del destructor USS Philip, en el Pacífico, durante la II Guerra Mundial. Para neutralizarlo,Bradlee habló con el director de la CIA, William Webster, de cómo disuadir a aquel hombre: que la CIA le ofreciera un ascenso y le advirtiera de que podía acabar en prisión si revelaba los programas. Parece que el analista nunca mostró la información a ningún otro periodista.

Ben Bradlee era la esencia del periodismo. En 2008 volvió a mantener una conversación grabada con nosotros sobre el Watergate, su vida y The Washington Post. En ella reflexionó sobre las convulsiones que habían supuesto para los medios de comunicación, por ejemplo, el declive económico del sector de la prensa escrita, el ascenso de Internet y —algo que le preocupaba especialmente— la impaciencia y velocidad del tráfico de noticias.

Dijo que ya estaba bien de lamentarse por la posible desaparición de los periódicos. “Me horroriza. No puedo imaginar un mundo sin periódicos. No soy capaz”.

Cuando escribimos Todos los hombres del presidente teníamos 30 años, y decir que éramos unos jóvenes impresionables es poco. Sin embargo, a medida que los años de relación se convirtieron en decenios, y la amistad y el vínculo forjados por una experiencia común y extraordinaria se volvieron indestructibles, nosotros seguimos sintiéndonos tan asombrados e impresionados por su sabiduría y la inimitable verdad de su ejemplo, y tan incrédulos ante la pura alegría y la determinación con las que parecía vivir a diario su vida como desde el primer momento de conocerle. Durante 40 años tuvimos muchas ocasiones de comprobar que lo que observamos al principio era genuino.

“¿Cómo te gustaría que te recordaran?”, le preguntó Sally, su mujer durante 36 años, en una entrevista que le hizo para el Post en 2012. Su respuesta le define: “Como alguien que dejó un legado de honradez y vivió su vida lo más cerca que pudo de la verdad”.

Bob Woodward y Carl Bernstein son coautores de dos libros sobre el Watergate, Todos los hombres del presidente y Los días finales.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. ElPais.com

 

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