Las noticias sobre los riesgos asociados a la búsqueda de la belleza han vuelto en los recientes días a los medios masivos de información; como ocurre de tanto en tanto desde hace más de una década, sin que ninguno haya atinado a explicarnos qué es lo que hace que los riesgos de las cirugías o intervenciones cosméticas –por ejemplo- sean descuidados por las personas, aún después de las alarmas que se prenden con la repetición de los casos de modelos o reinas de belleza que sufren los estragos de intervenciones sobre su cuerpo en pos de prototipos culturales, o de mujeres (se mencionan frecuentemente la vivencia de las jóvenes) que pierden la vida en alguna cirugía estética.
Ello nos lleva a considerar la existencia de unos factores psicológicos que hasta el momento no han sido atendidos en el análisis que los medios de comunicación realizan sobre esta problemática. Y que sin embargo es necesario conocer para comprender la naturaleza de esta experiencia, e intervenir los efectos de esos hechos culturales en los que retorna el dramático rostro de lo que, por otra parte, no es más que la ciega invitación a llevar a la belleza a la hegemonía sobre todos los demás valores de la vida.
En las noticias aludidas, se verifica la terrible verdad que la investigación en psicología nos enseña en torno a los efectos devastadores que en el cuerpo imprimen los intervenciones contemporáneas en torno a la belleza. Después de un estudio de la conducta psicológica de personas que deciden realizarse una cirugía estética –a propósito de un trabajo en una corporación de cirugía estética, al igual que mediante el trabajo clínico con pacientes que ya se habían realizado el procedimiento-, se ha podido establecer que en este proceso intervienen mecanismos psicológicos que merman la capacidad de juicio de las personas, de tal manera que el riesgo generalmente queda eclipsado detrás de la fascinante imagen idealizada que las motiva a tomar la decisión.
Es un hecho clínico que las prudentes advertencias, que sobre las complicaciones a las que puede estar expuesto, son ignoradas inconscientemente por el paciente, incluso en las cirugías con profesionales certificados y en condiciones logísticas adecuadas. Técnicamente, el paciente realiza una “negación” de la información que, a pesar de aparecer registrada en el consentimiento informado que firma, después muestra haber desconocido con expresiones como: “Yo pensé que cuando el médico decía que existían riesgos y que la recuperación podía demorarse, eso era para los demás no para mí”. Y es que las cirugías estéticas revisten un riesgo que ningún cirujano ignora, riesgos que en algunos procedimientos son superiores a los de una cirugía normal (como en la liposucción, que puede ser de un 60% mayor, como indican algunas investigaciones), aún en condiciones ideales, pero que por lo general no son tenidos en cuenta, en su auténtica dimensión, por los pacientes. Riesgos siempre despreciados mediante mecanismos psicológicos como la función de lo bello; lo bello siempre aparece en el psiquismo como aquella expresión que detiene a la persona ante el límite que lo confrontaría con la experiencia del horror.
No obstante los millones de cirugías estéticas que se realizan en el mundo, la investigación psicológica lleva a verificar que las personas terminan por desconocer la información que incluso los medios de comunicación difunden con frecuencia y que ejemplifican con casos dramáticos. Por eso hay que olvidar que este hecho –recusar la información sobre el riesgo- también ocurre en los procedimientos legalmente realizados, por lo que hay que reconocer un asunto estructural del psiquismo de nuestro tiempo. Nuestra cultura demuestra estar constituida sobre una lógica que tiende a la satisfacción de sus ideales más preciados en un ultraje del cuerpo; ese hecho puede rastrearse en la historia de las manifestaciones de lo que se ha dado en denominar “lo bello”.
BELLEZA Y MUERTE
Las noticias sobre mujeres (modelos y reinas de belleza reconocidas, pero –también- repetidamente personas del común) que sufren los estragos de las intervenciones que realizan en sus cuerpos, y que incluso pierden la vida en complicaciones asociadas a alguna cirugía estética, nos llevan a cuestionarnos sobre el alcance de la belleza como un valor promovido socialmente. Ya Camus nos había advertido: “Todas las grandes virtudes tiene una faz absurda”, y la belleza es el paradigma de tal aserto. Lo inquietante es que la belleza ha permanecido defendida, en la historia de nuestra cultura, por todos los mecanismos y justificaciones, por todas las racionalizaciones sociales; logrando permanecer intocada a lo largo del tiempo. Y cuando se observan los efectos demoledores que sobre el cuerpo – ¡sobre la vida misma!- imprime el ideal de belleza, siempre se ha tendido a buscar la causa en otro lado: en los efectos de la contingencia o el azar, nunca en la naturaleza misma de lo bello.
Rasgo característico en la historia de nuestra cultura, desde Sócrates, es la tentativa –alcanzada- de llevar a la belleza a la hegemonía sobre todos los demás valores de la vida, de forma que sea no sólo guía y juez de la estética, sino también guía y juez de la ética y de todas las aspiraciones sociales. Y aunque Nietzsche advirtió: “El juicio de la belleza es miope; sólo adivina las consecuencias próximas”, más ha pesado la milenaria tradición en la que los filósofos han promovido tozudamente a la belleza como el parámetro para reconocer la auténtica virtud; único camino a felicidad: paradigma del Bien Supremo al que aspira el deseo humano. Un análisis cuidadoso de esa ética, de los principios, de los valores, de la filosofía, sobre los que se encuentra estructurada nuestra cultura, evidencia que nuestra subjetividad se ha fundado sobre una lógica de desprecio del cuerpo, de ultraje del cuerpo, de sacrificio de la vida; en nombre de los ideales más preciados. Hecho que lleva a que en la vida psíquica no haya representación de lo bello sino como una satisfacción absoluta asociada al ultraje y aún a la renuncia al cuerpo, a la prescindencia de la vida. En esta perspectiva, hay una ideología de acuerdo con la cual la felicidad plena sólo se alcanzaría incluso si se tuviera que pagar el precio de la extinción de la propia vida. Por ejemplo, es común encontrar en la literatura la fantasía según la cual no habría cuadro más hermoso, para la escenificación de la realización del deseo humano, que aquel en el cual el sujeto se viera confrontado con la muerte.
Quien quiera, puede verificar la silenciosa repetición de esa lógica escenificada en las diversas manifestaciones de lo que, ampliamente, se ha dado en llamar “cultura”; en donde, en lo calificado como bello, se ligan y se funden lo sublime y lo intolerable. Lo que nos permite corroborar la idea de Burke, para quien la belleza conduce al sujeto por el campo de una violencia extrema en que se conjuga la belleza con el horror, hecho que profundiza aquella exclamación de Rilke, según la cual, “lo bello es lo terrible que aún podemos soportar.”
El psicoanálisis nos permite esclarecer esa aparente contradicción entre el deseo y la muerte, entre lo sublime y lo intolerable: para Lacan hay una función de lo bello que consiste en que la belleza garantiza que la proximidad del horror quede encubierta por la esplendente imagen del ideal; la belleza como una función de enceguecimiento impide ver la verdadera naturaleza de lo bello, su naturaleza asociada a la destrucción.
Lacan ya había advertido hace décadas del precio con el que se paga la belleza: “una libra de carne”; definida como ese costo por la satisfacción del deseo en lo bello. Esa parcela de carne es una metonimia del cuerpo; de la vida misma, en la medida en que, como resuelve el psicoanalista francés: “El ser es el cuerpo”.
No es gratuito en grito descarnado de Cansinos Assens: “¡Oh Dios, que no haya tanta belleza!”.