Todavía olía a pólvora la ciudad luego de la quemazón del Día de las Velitas cuando se conoció el 9 de diciembre en horas de la mañana que Juan Carlos Ramírez Abadía, alias Chupeta, había quedado libre en Estados Unidos por haber colaborado con la justicia en el caso de Joaquín el Chapo Guzmán. Y entonces la tranquilidad de sus enemigos que había estallado en júbilo cuando un juez de la Corte del Distrito Este de Brooklyn, Nueva York, lo condenó a 20 años en 2023, se convirtió en escalofrío.
El discípulo de los hermanos Rodríguez, el socio del Chapo, en enemigo acérrimo de Víctor Patiño Fomeque, el asesino de su amigo de infancia alias Cuchilla y, según el mito urbano, el primo del exgobernador del Valle Juan Carlos Abadía, está más libre que los depredadores del Serengueti.
No la tiene fácil este Mickey Rourke del narcotráfico, antes considerado bello por las señoras bien de su Palmira natal y por las damiselas caleñas de la rumba ochentera y ahora a los 61 años desfigurado a punta de cirugías en Brasil para evadir a las autoridades y con serias complicaciones médicas producto de las mismas.
Por un lado, las retaliaciones violentas que desde México le podría significar haber delatado las rutas y los socios del Chapo Guzmán, que lo querrán ver primero en la ruina y después bien muerto; y por el otro, la cantidad de míseros testaferros y patroncitos creídos capos que intentarán adelantarse al posible reclamo de sus antiguos bienes y el control del negocio que lideró hasta los años noventa.
Pero en medio de ese panorama en apariencia desolador, la tiene más fácil en Cali que en cualquier otro lugar del planeta. No porque aquí no haya quien quiera matarlo antes de que a él le dé por iniciar una de esas vendettas sangrientas que reacomodan las estructuras delincuenciales e instalan al patrón, que de forma inexorable fue, es y será transitorio.
Solo algunos ñus, cebras, gacelas y búfalos que hoy se creen leones, guepardos, hienas y leopardos en esta jungla de cocaína, basuco, bareta y negocios ilícitos, le darán la pelea si llegara a plantearla, el resto se agacharán sumisos con el rabo entre las patas sin decir ni mú, porque la lealtad en el mundo del hampa se declara con servilismo y no es más que un silencio cobarde ante la ley del más fuerte.
Cali puede haber progresado en muchos sentidos y eso se evidencia en su infraestructura, en su crecimiento económico -que bastante le debe al lavado de activos del gran negocio-, en la mejora de ciertas condiciones, en la realización de cumbres mundiales, etc. pero en esencia sigue siendo una ciudad traqueta.
Así como las antiguas mansiones de los capos hoy se derrumban, así como se les escarban las entrañas en busca de caletas, así como la hierba y la maleza las envuelven, así como el óxido las corroe, así como los vándalos saquean sus inmobiliarios, así como los indigentes las utilizan de cagaderos y así los viciosos de sopladeros, así mismo el retroceso de su población en términos de civilidad, de principios éticos o de valores morales, se manifiesta en cada práctica social.
Los desmanes en el estadio Olímpico Pascual Guerrero tras el empate del América de Cali, que no pudo remontar el resultado en Medellín ante el Atlético Nacional, no solo confirman lo anterior, sino que ponen de manifiesto el pésimo manejo que autoridades y directivos hacen de este fenómeno mal llamado de “barras bravas”.
No faltaron en redes sociales los desadaptados que piden el destierro de los paisas de la ciudad, de los “malditos panaderos”, y entonces de los gritos de odio y los cánticos agresivos en las tribunas pasaron de la violencia simbólica a la física. Una sociedad que todavía le rinde culto a sus narcotraficantes, que le dice “don Miguel” y el “Señor” a uno de los más violentos delincuentes que ha tenido la comarca, no ha ni entendido y por supuesto no ha superado esa herencia cultural.
Por eso es que Chupeta, apodado así por “su dulce trato a las mujeres” y por sus buenas maneras y modales, además de su elegancia al vestir, tiene un ejército de hampones que harían lo que fuera por pertenecer a sus cuadrillas, que seguramente armarán sus lugartenientes que guardaron un bajo perfil mientras el patrón regresaba.
Medellín, que está de plácemes por la libertad del menor de los Ochoa, no escapa de este ambiente y medio de sus alboradas paracas y sus marranadas decembrinas, también está a la espera de lo que pueda ocurrir con otro excapo en libertad. El que es no deja de ser y guarda para la vejez, decía una lenguaraz abuela de mi pueblo.
Cagados del susto deben estar los políticos que embolataron más de 110 millones de dólares en efectivo y lingotes de oro hallados en varias caletas en el norte de Cali, que fueron a parar a las bóvedas del Banco de la República mientras se definía en qué lugar se construirían con esos recursos, viviendas de interés social en Cali y Buenaventura.
El problema, como ya habrán notado, no es solo de los violentos gamines que se autoproclaman hinchas. Pareciera ser una condición inoculada en toda la ciudadanía, que llena de ambición descomunal y un resentimiento social no menos inmenso, sigue los patrones de comportamiento impuestos por un fenómeno que ha llevado a la decadencia ética y la ruina moral.
Las autoridades colombianas calculan que la fortuna que acumuló Juan Carlos Ramírez con el tráfico de cocaína fue de unos 28.000 millones de dólares y superó por 3.000 millones la de Pablo Escobar. En la época del capo paisa Colombia producía entre 80 y 100 toneladas anuales. Hasta 2023 esa producción ha subido a las 1.400 toneladas año.
Y toda esa coca, todo ese dinero, corrompe todas las esferas de esta y de cualquier otra sociedad empobrecida mentalmente. Se vienen nuevas tempestades. Habrá relámpagos y ráfagas. Pero es Navidad y Cali se prepara para su Feria, donde pulularán aquellos que sueñan con ser patrones y las manadas que se lo creen porque asisten al mayor número de conciertos que con plata bien habida nadie podría despilfarrar de esa manera.
Todos sabemos de las macondianas sentencias que impone un narcotraficante cuando va detrás de acrecentar su fortuna sin límites, como la que le hizo Miguel Rodríguez a Juan Pablo Escobar, cuando la guerra entre los carteles de Cali y Medellín trascendía las trifulcas entre muchachos de barriadas pobres cuya existencia la determina el color de una camiseta y un trapo, y su espacio ideal de realización social es el estadio: “mire muchacho, a usted no lo vamos a matar, pero lo vamos a condenar a ser pobre. Si dispone de una sola moneda de la herencia de su papá, lo matamos”.
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