Ha caído el mito. Bruce Wayne no es más que un niño mal criado, hijo de Thomas Wayne, el asqueroso industrial que convirtió Ciudad Gótica en un basurero infestado de ratas inmensas y gordas como perros. Es mentira eso de que al pequeño Batman le nacieron las ganas de ayudar a la humanidad después de ver como un malvado ladrón asesinó fríamente a sus papás en un oscuro callejón. A Thomas Wayne lo mata uno de esos anarquistas que ha seguido a rajatabla los preceptos de Arthur Fleck: hay que acabar con el orden establecido, incendiarlo todo, tabula rasa y que la rueda vuelva a girar porque el mundo que empresarios emprendedores crearon es un fracaso. Señores, ha llegado la hora de los desposeídos. Y Batman siempre estuvo ahí, como cualquier político colombiano, dispuesto a seguir el precepto de los de su clase: hacer al rico más poderoso y al pobre mantenerlo como un paria, el payaso que no cuenta, el freak al que todos deben escupir.
Es realmente alentador que una película inspirada en el Nuevo Hollywood, el movimiento que durante la década del setenta acabó transitoriamente con la dictadura de los productores y lanzó al director como creador y estrella de sus filmes, haya sido vista en Colombia, nada más el jueves, el día de su estreno por 125 mil personas. Yo fui el sábado a la sala 8 de Unicentro, en el poco popular pero maravilloso horario de la 1 de la tarde y no le cabía una aguja. Sí, ahí estaba ese centenar de personas acostumbrada al ritmo frenético y deshumanizante de las películas de Marvel viendo una obra maestra que ha bebido de las fuentes de Taxi Driver, el Rey de la Comedia, French conection, El Exorcista y, sobre todo, de El hombre que ríe, la olvidada adaptación de la obra de Victor Hugo que hizo Paul Leni en 1928.
Más allá del fenómeno social que ha constituido esta maravilla de Todd Phillips –increíble, el mismo que estuvo detrás de Qué pasó ayer- un fenómeno que alimenta la resistencia contra el más repugnante de todos los cerdos capitalistas, Donald Trump, y que en países latinoamericanos ha provocado que se sospeche de algunos mandatarios que hicieron de las muertes de sus padres una cruzada para crear grupos paramilitares que ayudaron a los poderosos, está lo que significa esta película para el cine, una inyección de vida para esas historias oscuras, pesimistas, esa cachetada a la conciencia que la ola de películas de Marvel intentaron extinguir. Con el impresionante éxito del Joker podríamos pensar en que regresaría a gran escala el cine de autor.
No recuerdo cuando fue la última vez que una película ganadora sin ningún tipo de objeciones en el Festival de Venecia haya agotado entradas de cine en lugares tan alejados de Dios como Cúcuta, Ibagué o Armenia. Lo mejor es ver la reacción de los jóvenes al salir de la sala, se les nota golpeados, con el ceño fruncido, con la culpa alborotada, con la conciencia clara: durante años votaron por el resentido que sólo quería acabar con todo aquel que intentara desafiar el status quo, un paramilitar que se aferró a la muerte violenta de su padre, un industrial acaparador de tierras con claros vínculos con la mafia, para desahogar su ira asesina contra ladroncillos de poca monta. Sí, los muchachos salen con la conciencia clara y limpia, abajo Batman, el paraco de los ricos, el héroe siempre fue el Joker, el pobre hombre despreciado por su condición mental, el paria al que los chicos lindos de Wall Street matoneaban en el subte, el payaso que no hace reir, el pobre abocado a ir siempre cuesta abajo en su rodada.
Claro que tiene razón Michael Moore, el Joker puede ser la película más importante de nuestro tiempo.