Aquel era un domingo muy cartagenero, y mi atuendo muy blanco, tanto como mi gorra y como mi piel, protegida con factor 100 de los rayos ultravioletas y de los infrarrojos, a cual de los dos más traicionero. Cada domingo es una escena que se repite poco después del gran espectáculo del alba. El olor a mar y amanecer junto a las viejas murallas solo puede mejorarse con un tinto recién hecho. Despierta La Heróica y la vida se agita más conforme se va llegando al muelle. Se alistan los intermediarios, los botes y los viajeros, distintos todos ellos en su perfil de aquellos otros que se decantaron por no navegar, dispuestos a llegar a nuestro destino por la ruta del plan B.
A estas alturas es muy probable que mucha gente apenas entienda que la Isla de Barú no es una isla. El dato no tiene mayor importancia, pero se delata solo cuando afirmamos que existe una vía terrestre para llegar a Playa Blanca. La mayoría elige el paseo en lancha, que además aporta de por sí su dosis de placer conforme la pequeña embarcación se aleja del muelle. Yo desde luego no cambio esa sensación por nada, pero la otra alternativa es para muchos más divertida si se quiere, desde luego más económica, tentadora siempre para los aventureros empedernidos de cachucha y morral.
Llegar por tierra a Playa Blanca se puede hacer en flota hasta Pasacaballos, cruzar el canal en una canoa y tomar una moto que te lleva hasta la playa, en total no se pagará más de 20.000 pesos. Es también la ruta de los contrastes, el de las viviendas humildes de quienes nacieron y morirán en el ‘paraíso en la tierra’, como ellos mismos llaman a su pequeña patria costeña, que han visto en el turismo una nueva oportunidad vendiendo artesanías, dando masajes u ofreciendo pescado y marisco fresco a los comederos de las playas.
Barú en realidad es una pequeña península al sur de Cartagena de Indias. Está separada de Pasacaballo por el denominado Canal del Dique y se da cierta aureola de leyenda histórica evocando la célebre batalla de Barú de comienzos del siglo XVIII, durante la cual el galeón español San José, insignia del general José Fernández de Santillán, conde de Casa Alegre, se hundió para siempre en estas aguas tropicales con su estimada carga de entre 7 a 11 millones de monedas de ocho escudos en oro y plata, valorados en 105 millones de reales de la época, unos 5.000 millones de dólares actuales. Hoy en día, paradojas del avance de los siglos, no hay más batalla en estas aguas que la del bienestar. La energía bélica hace rato se disipó engullida por el recreo de los turistas y de los propios cartageneros.
Playa Blanca es uno de los destinos preferidos de los domingueros locales y nada más llegar se entiende por qué. Blanca desde luego es su fina arena. Tranquilas y no menos transparentes, por momentos las aguas dejan ver hasta el último pedazo de coral a simple vista, aunque la contemplación vía snorkeling y el buceo aumentan considerablemente el espectáculo y el disfrute, de hecho estamos en uno de los principales destinos colombianos de ambas actividades.
Antes de eso ya hemos gozado del paseo en lancha, poco menos de una hora, y una vez allá accedemos a una playa completamente paradisíaca que además de eso ofrece tranquilidad a quien la busca y comodidad a los incondicionales del sol, la arena nítida, el mar, las bebidas frías, los mariscos y los pescados. Mi recuerdo gastronómico por recomendación a la hora del almuerzo fue la mojarra a la criolla con Cola Román, con un ron Tres Esquinas a las rocas de postre para facilitar la digestión. Después me decanté por sentarme un rato, ron en mano, a ver la vida pasar, y luego caminar para ser la vida misma pasando.
Del afán solamente queda el cansancio, y no estaba por la labor, menos en un lugar como este que todavía está muy lejos de cualquier horizonte de sobreexplotación y que aun en domingo tiene una concurrencia deliciosamente moderada. Recorrí la joya de Barú, eso sí, muy despacio, disfrutando de cada centímetro de un ecosistema de ensueño donde alguna cadena hotelera ha puesto las cosas más fáciles a quienes quieren hacer más inolvidable todavía su experiencia. Todo incluido, anuncian, dos palabras que de por sí relajan y que incluyen de hecho un autoconsentimiento infinito. No demoré mucho en llegar a las inmediaciones del Decamerón Barú, cuyos toldos rojos son parte ya del paisaje de este lienzo de azules y blancos. En este mismo sentido, en la no menos bella bahía de Cholón, un operador dispone de una casa flotante en un claro exponente de matrimonio entre el lujo y las prestaciones que para contribuir a él pone un entorno natural tan exclusivo.
En Barú también es posible hacer senderismo o bicicleta de montaña por el interior virgen de la coqueta península, o isla, como prefieran, y admirar todo el potencial de este paraíso colombiano. No hay mejor modo que este para fusionarse con la naturaleza. Voy dejando a lo lejos a dos adolescentes que bordeaban el litoral en su velero amarillo, verde y blanco; a los que hacían acrobacias en la orilla y a los que derrochaban gritos y risas en parte iguales a bordo del banano flotador.
Si alguien se decanta por el sosiego de un recorrido parecido, no es mal consejo que venga provisto de alguna que otra botella de agua en el bolso o el morral. No son fáciles de conseguir y sí muy caras. Las nubes además no le van a dar ninguna tregua. Puede detenerse, como yo lo hice, bajo un aislado árbol. El gentío queda ya lo suficientemente lejos como para ni siquiera escuchar el bullicio, ya de por sí débil en su origen. Barú no se asemeja para nada a la estampa de esas playas-hormiguero en las que encontrar un hueco para tumbarse es misión imposible. Me escucho solamente a mí mismo. Y al mar frente a mi, manso y cristalino, un dueto inigualable. Difícil evocar los cañones entre galones de otros tiempos; más sencillo sentir un remanso de armonía muy intenso. Buena ocasión para ver que estamos a mano con la vida.
El día y la hora de regreso lo elige uno, pero mucha equivocación sería no escoger la más cercana posible al crepúsculo. El sol brinda un listón de belleza muy alto por estos lares desde que empieza a asomar alrededor de las cinco y media de la mañana mezclado con el olor al tinto recién hecho, y remata la faena doce horas después embocando el horizonte del occidente y dejando un rastro anaranjado en los arreboles que llegan al alma, para esa hora ya muy consentida y estragada de la energía de este pedazo de la naturaleza colombiana. La lancha se va acercando al muelle y la cámara de fotografías se da un empacho de tonos pastel y ámbar apuntando de una a la Casa del Reloj y la cúpula de la iglesia de San Pedro Claver. Fotografías para recordarnos que toca regresar.