Diego Marín Contreras lo expresó muy bien en un artículo para el periódico El Heraldo de Barranquilla: "Nosotros, que no estamos incluidos en el discurso oficial, pues en los planes de desarrollo distritales, por ejemplo, ni siquiera se menciona la palabra biblioteca, o sea, se decreta que no existimos ni tenemos espacios ciudadanos, pues los libros, y el arte de leer, son nuestro ecosistema natural, aunque ello resulte incomprensible para el capitalista filisteo de la localidad". Sí, los que sacamos de nuestro tiempo semanal para ir a tertulias literarias y ver y debatir en cine foros; los que nos dedicamos a disfrutar una muestra de música clásica o un conversatorio sobre la literariedad de ciertas letras vallenatas; sí, los otros, somos pocos.
Son pocos los eventos que merecen llamarse culturales en una ciudad que le rinde culto al comercio. Ciudad en la cual una catedral conocida le plasmaron en su fachada sendas imágenes de una marca de cerveza conocida. Ciudad que desprecia al que le rinde culto al silencio y vanagloria al ruidoso; al que habla más alto y fuerte, al que gesticule de manera más histriónica. Las altas autoridades de la ciudad solo invierten donde vean réditos; la cultura se muere, y de testigos están el teatro Amira de la Rosa y el Parque Cultural del Caribe. Los museos y las diversas casas culturales funcionan con lo que pueden, son invisibles, objetos que solo Los otros pueden ver.
Es una ciudad del desamparo; el lector empedernido me entenderá, puesto que encontrar un lugar tranquilo sin voces que te subyuguen es algo improbable. Aunque siendo honestos, por ahí existen dos bibliotecas públicas y algunas privadas que sirven de oasis ante la caterva de emociones de los histriónicos. Porque si hay algo que he aprendido de mi querida ciudad costera es que, la mayoría de su gente piensa en clave emocional, más no racional.
A veces pienso que quizá seamos nosotros los que estemos en una latitud incorrecta. Por azares del destino la cigüeña confundió latitud con longitud y nos dejó caer en esta tierra donde el sol chamusca sueños y la luna en las noches trata de remendar nuestras quemaduras sin éxito. Quizá seamos nosotros los equivocados, los que tratamos de influir con nuestras racionalizaciones diciéndole a cuanto ser se nos atraviese que cemento no es progreso, y que el alma de esta ciudad costera no es el carnaval, es el rio. Quizá seamos nosotros los que debamos partir, lejos, donde desde un faro veamos a esta ciudad de luciérnagas en extinción.
Pero si nos vamos, si partimos al Dublin de Joyce; si llegamos a la Venecia de Thomas Mann; si nos anclamos en las tierras de Tolkien, y nos revolcamos en las playas veraniegas del Napoles de Erri de Luca, ¿sería valiente de nosotros partir aun sabiendo que esta ciudad macondiana todavía puede sacar de su baúl lo que García Márquez y José Félix Fuenmayor encontraron?, ¿es una ilusión de tontos pensar que, de ese pasado ciertamente idílico, aún queda algo? No me juzguen, pero si hay algo por lo cual luchar en tiempos donde la historia se olvida y la moral se pervierte, es la cultura. Porque no somos de derechas, ni de izquierdas y mucho menos de centro, somos idealistas y por eso aún, no nos hemos ido.