Barranquilla y el Río (IV)
Opinión

Barranquilla y el Río (IV)

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septiembre 28, 2013
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Antes de iniciar una aproximación hacia el concepto de Río como paisaje cultural, como memoria del territorio que es Barranquilla, debemos mencionar el invaluable aporte de la geografía cultural, una disciplina que, entre sus saberes,  ha construido un sistema crítico que abarca la fenomenología del paisaje, método que tiene como misión la aprehensión de cada uno de los significados de la escena terrestre, y que, por tanto, identifica, describe y establece las relaciones que se dan de manera sistémica y dinámica entre sus signos. Un escenario vivo es, pues, el paisaje, concebido como entorno geográfico en el que su actividad intrínseca se vincula indefectiblemente a  la actividad humana.

Si bien, las formas y tipos de reacción emocional del hombre y la sociedad frente a su entorno habían sido ya analizadas desde mediados de la década de los setenta por un estudioso como el sicólogo Albert Mehrabián, cuando se clasificaron las percepciones del entorno como resultado de los ambientes de interacción como la formalidad,  la calidez, la privacidad, la distancia y la familiaridad, producto de las sensaciones que incluyen desde la compulsión y el miedo hasta el bienestar y la seguridad generados por el paisaje.

La reactualización del concepto  hace un poco más de dos décadas se debió, en gran medida, al interés de la geografía física por volver a un análisis global del entorno, y de la geografía cultural por revisar sus teorías sobre la percepción vivencial del territorio, lo que ha conducido a su redescubrimiento en términos de instancia privilegiada de la percepción territorial, en la que los actores invierten en forma entremezclada su afectividad, su imaginario y su aprendizaje sociocultural, como lo diría el investigador mexicano Gilberto Giménez.

Cuando, en este sentido, se ponen en contexto estas categorías, queda claro cuán lejos estamos en nuestro caso de Barranquilla y su paisaje secuestrado del río de estos conceptos en los que los diálogos con el paisaje suponen una relación que marca la experiencia ciudadana de la interlocución con el entorno en términos de la formalidad, la calidez, la privacidad, la distancia y la familiaridad, la compulsión y el miedo, el bienestar y la seguridad que el paisaje genera en esa conversación.

En el caso de las tres dimensiones de Sowa, también estamos lejos de saber qué cantidad de estímulos siente el ciudadano barranquillero frente a la experiencia del río; ni si siente placer o displacer, si placidez y ensueño, cuando con el río se encuentra, si se encuentra; y mucho menos si se siente en situación de dominio o sumisión en relación con su presencia y su paisaje. Tampoco es posible lo que Giménez comenta en lo referente a la percepción del territorio como una relación fundamental para que el ciudadano pueda invertir en el paisaje su afectividad, su imaginario y su aprendizaje sociocultural. Nada. En nuestro caso es un diálogo imposibilitado porque los actores no están sentados en la misma mesa y la conversación no está en la agenda de la ciudad.

Los debates que se iniciaron en Europa alrededor del concepto de paisaje, y la necesidad de asumirlo desde las políticas de lo público se fundamentaron en la mirada de la geografía que condujeron al reconocimiento de todas las formas de los paisajes europeos: naturales, rurales, urbanos y periurbanos, y a la definición del Paisaje como “área, tal como la percibe la población, el carácter de la cual es resultado de la interacción de factores naturales y/o humanos”.

Fue entonces, cuando el tema del paisaje se empezó a abordar desde las representaciones que la sociedad hace del entorno, mediatizadas por la carga simbólica e identitaria implícita en los territorios que para descifrarse requiere de un ejercicio de inteligibilidad comunicativa, un proceso individual y/o colectivo, consciente o inconsciente, mediante el cual podemos decodificar los valores tangibles e intangibles del entorno.

Es claro, los territorios, los paisajes poseen una carga simbólica implícita que el ciudadano tiene que estar en capacidad de inteligir, pero ante todo, como en nuestro caso, tiene que tener la oportunidad de poder siquiera acceder a un contacto perceptivo primordial con el paisaje para establecer el contacto que luego individual o colectivamente va a poder  decodificar para conocer sus significados e hipotéticamente procesar en imágenes, discursos, referencias, recuerdos, representaciones, memoria; es decir, convertir en imaginario.

Por otro lado, y para complementar el sentido de esta misma orientación podríamos acudir a lo que plantea el investigador colombiano Fernando Viviescas para explicar que la ausencia de una cultura urbana plantea el problema del deterioro de las formas de vida. Sus palabras parecieran que hubieran sido escritas pensando en explicar lo que sucede en Barranquilla con el Río Magdalena. Viviescas dice que “la separación tajante del ciudadano de los destinos de su entorno inmediato tiene, desde luego, consecuencias negativas de todo tipo, pero donde se torna más peligrosa es en el campo de la cultura, en la medida en que falta la referencia identificatoria de pertenencia a un lugar —por el mismo hecho de que no se puede participar de manera activa y creativa ni en su planteamiento ni en su transformación— va eliminando en la población la posibilidad de establecer lenguajes de representación, por ejemplo espaciales, que activen el enriquecimiento y la recreación de los elementos que actúan en el elevamiento de las condiciones de existencia”.

 

 

 

 

 

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