Estimados lectores: en el cierre de estas reflexiones que ustedes me han permitido sobre las relaciones entre Barranquilla y el río Magdalena se integra un componente de suma importancia: el carnaval.
Muchas cosas han cambiado en el Carnaval de Barranquilla. Está claro que el carnaval de los últimos diez o veinte años no es, y desde luego no puede serlo, el mismo que la gente que tiene hoy más de 50 años recuerda a menudo con nostalgia, y a veces reclama de manera un poco inconsciente. Por eso leían ávidamente las crónicas que el maestro Alfredo de la Espriella, en costumbre circular, publicaba muy a propósito a página completa en el periódico El Heraldo. Y la devoraban para recuperar, en la prosa edulcorada del viejo cronista de la ciudad, el carnaval que unos tiempos tremendos han ido desfigurando poco a poco. Porque es que es mucho lo que ha cambiado y mucho también lo que ya está perdido sin remedio.
Y así es. Barranquilla ya no es aquel pueblón grande de vacas en las calles y de salones burreros, primeras grandes verbenas o casetas de bailes populares, en los que se gozaba sin medida, y en los que se hizo grande y enormemente importante para la cultura del Caribe colombiano, la música bailable costeña que poco a poco luego invadiría todos los rincones del país.
Y he allí una primera cosa. Qué hubiera sido de nuestra música popular costeña, o del Caribe, como se prefiere llamar hoy, si no hubiera tenido ese crisol de los años cuarenta y cincuenta, que en la prueba de fuego de cada carnaval, y en su estremecimiento colectivo, cocinaba los más grandes éxitos de voces individuales y orquestas, que luego sonarían en las emisoras, en los hogares y las fiestas del resto del Caribe colombiano y del país.
El carnaval se empezaba a vivir con la primera ráfaga de brisa decembrina que, al pasar por el río y el mar, ganaba un bálsamo que no era solo marítimo y vegetal, en el que la ciudad flotaba largos días y lo hacía todo diferente. Así lo dice cualquier veterano currambero de San Roque, del Barrio Abajo o de Rebolo. El maestro Hernán Díaz, el gran fotógrafo colombiano, lo dice bellamente y de otra manera, hablando también del Carnaval de Barranquilla: “La alegría, como el río Magdalena, nace en Colombia y desemboca en el Carnaval de Barranquilla”.
Así era, la brisa traía el espíritu, y el río, presencia cotidiana desde antes de que existiera la ciudad, traía, desde los pueblos de sus orillas, casi todo lo demás: la música y los bailes, en las cinturas de las mujeres y en las manos de los tamboreros, en los sones de negro, los cantos de pajarito, la cumbia, el porro, el bullerengue, la chalupa; la poesía popular en las décimas cantadas, los cantos de vaquería y las letanías; los disfraces de animales, encarnados en coyongos, caimanes, peces, burros, toritos y toda un extensa fauna rïana, no ribereña, como dicen las gentes del río; y con todo ello, una rica culinaria de memoria africana, indígena y española para sostener los días que unos tras otros hacían la parranda carnavalera.
La brisa llega hoy muy a destiempo, temprano o tarde, y el río que hizo posible la ciudad y que trajo a ella el carnaval en sus canoas, es una presencia lamentable, como lo es a lo largo de todo el país. El triple divorcio carnaval —ciudad— río que hoy problematiza la vida de los barranquilleros, con el reciente ingrediente de un afán comercializador de las fiestas sin criterios culturales, han ido quitándole al carnaval parte de esa esencia balsámica que un día tuvo para todos. Porque la naturaleza cultural que configura o lleva a configurar una identidad cultural en una ciudad viene de la tendencia lúdica recreativa que la cotidianeidad impulsa en la ciudad. Y el río es presencia cotidiana, o debería serlo, y no lo es; y porque el carnaval debería seguir de alguna forma unido al río, y tampoco lo está.
Queda entonces una especie de carnaval en el recuerdo que choca con lo que ha venido a ser la fiesta en el contexto de las miserias de la vida contemporánea: fasto sin sentido y propaganda privada. Y la respuesta de cajón, despistada y engañosa, que pretende fundar en el carnaval, así como está, toda la razón identitaria del barranquillero, carnavalizando así desesperadamente su personalidad, la vida, la política, el trabajo, la justicia…
Y no podemos pretender que el carnaval sea nuestra única tabla de salvación cultural, nuestra única raíz identificatoria. Que desde luego también lo es, pero le hace falta esa esencia cotidiana y esa permanente presencia que sí tiene el río. El carnaval, por principio filosófico, es un momento excepcional en la vida de una comunidad. Y es esa esencia excepcional, esos cuatro días suspendidos en el tiempo, los que nos impiden estar todos los días en estado carnavalero.
Por otra parte, la visión anterior no debe llevarnos a desconocer la importancia del enraizamiento del carnaval en la tradición cultural y en la historia cultural de la comunidad barranquillera. Precisamente, este hecho se da porque al abandonar la ciudad la presencia capital de su río, ha fundado en sus fiestas de Carnaval un eje definitivo de realización ciudadana que le ha permitido reunir en un mismo entorno armónico las múltiples y conflictivas tendencias poblacionales, endógenas y exógenas que le dieron origen y sentido como urbe moderna. Pero le hace falta río.