Hoy, después de muchos años de ausencia, volví a mi Barranquilla del alma.
Una urbe inmortal por la grandeza de su pueblo, ceñida por las aguas del Magdalena y madurada bajo el abrazador sol del Caribe colombiano. Como bien la describiera Esthercita Firero, su novia.
Ciudad que conociera como La Arenosa. Cuando al caminar por sus calles exigía sacudir constantemente el calzado para sacar la arena caliente que había encontrado debajo de nuestros pies, un lugar donde resguardarse del inclemente sol. Escondite que al mismo tiempo le servía de protección a sus partículas para que las juguetonas brisas de diciembre, no las usaran como marionetas en serpentinas danzando en remolinos de infancia. También desaparecidos por las murallas de las construcciones modernas.
Volver al futuro, diría yo, rememorando la primera producción de la saga de Steven Spielberg. Donde una máquina del tiempo transporta a un alocado joven a los años 50s, tiempos en que aún sus padres eran adolescentes. Allí, vive una serie de inesperadas aventuras que terminan modificando el comportamiento de sus progenitores. Lo cual cambia en el futuro el entorno social, económico y personal de su familia.
En mi caso, un maravilloso encuentro con el pasado, con mi propia historia. Con aquellos amigos que hacían posible los sueños dorados. Los amigos de estudio, de periodismo, tertulias y algunos de tragos. De música y canciones que para muchos, hoy, podrán parecer ordinarias, prosaicas y algunas hasta cursi o exageradamente románticas. Un encuentro conmigo mismo y con el inconfundible olor a guayaba, que inmortalizara nuestro Nobel García Márquez.
Desafortunadamente ya no es mi vieja Barranquilla. Aquella otrora ciudad de calles de arenas y de brisas mágicas, que al coquetear con las faldas de las muchachas solían brindar al transeúnte un espectáculo sensual en plena vía pública. Donde era normal toparse con buses de hasta veinte metros de largo, como el Don Felo, aquel que la fuerza del asombro y la costumbre hicieran conocer siempre como El Nojodaaaa. En donde fácilmente podíamos sentarnos cien pasajeros.
Transporte que solíamos utilizar para ir a las playas de Salgar y Puerto Colombia. Dónde se fundía la musa de Héctor Lavoe, Celia, Richie and Boby, Ismael Miranda, Blades y Colon entre otros, con la música de los Bee Gees, The Rolling Stone, los Beatles, ABBA, los Nelson Enrique y sus Estrellas, Wanda Kenya y la música africana de verbenas. Las producciones de Fruko y sus Tesos, Oscar de León, Montañez y otros, e incluso los grandes comienzos de Niche, del Joe, el Binomio y Diomedes.
Aquel pueblo sano y hermoso en el que crecí, rodeado de un ambiente de ensueño y seguridad por doquier, en donde en épocas decembrinas, los vecinos nos dábamos la mano hasta para ayudar en el enlucimiento de fachadas, eso sí; con una Águila en la mano, aquella que en un tiempo fuese sin igual y siempre igual como la bautizara Cepeda Samudio. En donde nos embriagábamos con tradicionales canciones que resaltan lo linda que es la fiesta en un ocho de diciembre, que ya se avecina la navidad y entre pitos, matracas, música y sonrisa hay un reloj avisándonos que ha llegado un año más, para que hombres y mujeres nos demos un besito y que aprovechemos para abrazar y besar a la hija del vecino, que está buena! Y luego vayamos a casa, donde una linda viejecita nos espera. Que no olvidemos de la tristeza y la soledad de quien pasa lejos el Año Nuevo, pero en recompensa habrá vida nueva y más alegre los días serán.
Barranquilla era entonces una ciudad de época, en la que se me antoja, sus habitantes nos conocíamos entre sí y aunque no eran frecuente los carruajes tirados por caballos, si rememoraba las historias y costumbres de los años 20, la época de oro de la humanidad para muchos y de los recuerdos perdidos para otros.
Las únicas y notorias situaciones de inseguridad que vivíamos, era la pérdida de la billetera por cosquilleó en el tumulto del bus. O el violento estrangulamiento en raponazo de los eslabones de cadenas, de aquellas muchachas que por mostrar el escote dejaban al descubierto, además de voluptuosas formas, llamativas prendas que terminaban en manos del delincuente.
Situaciones en las que muchos transeúntes, por impulso, terminaban gritando: —Allá va! El de la camisa negra! Ese es! Se puso una gorra! Revísenlo! Ya se tragó la cadena!— En fin, una serie de conjeturas que terminaban favoreciendo al audaz ladrón. Delincuente que para fortuna nuestra, no portaba armas.
Hoy es una urbe moderna y altanera que trastocó el panorama. Eliminó los árboles de níspero, mango y ciruela de los inmensos patios y demolió aquellas casas de arquitectura única. Suprimió esa vegetación en donde el color brillante y rojizo de ardillas saltando entre árboles, junto al verde intenso, oliva o grisáceo de iguanas, y el canto de azulejos, toches y canarios, hacían más hermosa la vida. Ahora las nuevas generaciones han trasmutado su entorno y paisaje arborizado, por altos edificio que le robaron el encanto a un mágico pasado de brisas y recuerdos alegres que fundamentaron mi existencia.
Me pregunto: ¿en dónde nos equivocamos? ¿Qué pasaría si modificáramos algo en el pasado? Nuestro presente sería distinto, encantador y alegre o más triste? Esa ilusión de volver al pasado para cambiar el futuro, ha sido un sueño de la humanidad y una vicisitud en mi existencia.
Y no, no es que esté en contra del progreso. Es que la nostalgia que suele ser agridulce y en ocasiones tramposa e indiscutiblemente necesaria, en épocas decembrinas antepone mis sentimientos a mi pensamiento en una especie de disonancia cognitiva.
Por ello. Mejor dejemos que la historia se cuente como se deba contar.