Álvaro Serrano es un músico legendario. De esos a los que, en otros países, las nuevas generaciones persiguen para beber de su savia. Pero ya sabemos que esta es Colombia y que aquí se hace con la memoria, lo que con el polvo: se barre o se esconde. Por eso él puede seguir caminando tranquilo por su bella Bucaramanga sin el agobio de los fans que lo acorralarían si fuera noruego.
Exitoso músico en Europa y América, percusionista y productor; conocedor, como pocos del medio musical independiente y de las grandes maquinarias de la música comercial, Álvaro Serrano es, sobre todo, un incomparable escritor de canciones (el mejor que ha dado este país, en mi modesto concepto). Por eso, y porque sus palabras sobre el presente y el futuro de lo que conocemos como canción me parecen necesarias y luminosas, cedo mi espacio de esta semana en Las2Orillas para presentarles un texto en el que arroja espléndidas luces sobre el precioso y frágil oficio del cancionista y que hará parte de su próximo libro Catálogo de rabietas, próximo a publicarse.
BALADA ONANISTA
Solo para autores
Dos elementos complementarios conforman el trabajo del cancionista: el recurso expresivo de la canción misma y el escenario para el cual brota esa canción. He aquí una dinámica que ha mostrado gran vitalidad a través del siglo pasado y lo que va de este, dinámica que ha mantenido a la ciudad no solo como caldo de creación sino como escena deseada.
Todo parece indicar que la urbe seguirá creciendo, mutando. Pero en cuanto a la canción —no solo como género musical sino como síntoma de una forma de inventar—, existe la seria posibilidad de que vaya palideciendo, virando a la derecha, jugando a jingle. Hay argumentos para pensarlo.
Vaya por delante la apabullante innovación tecnológica, la que nos conduce constantemente a la posibilidad de involución en el método que conocemos como pensamiento: a más y mejores recursos, menor necesidad de comprensión.
La inutilidad de la memoria —músculo dócil, recurso que hasta ahora venía con el modelo— está decretada por docenas de objetos digitales de uso permanente. Lo único que tendrás que recordar es una sigla o una contraseña para acceder al gran océano, big data, depósito universal que conduce diligentemente al vientre que otorga información como si fuera conocimiento, error de matiz emparentado con aquel que en tiempos analógicos confundía erudición con sabiduría.
El cerebro estrena prótesis. El inmediatismo, es decir, la necesidad de que todo sea para ya; la imposición de lo predeterminado; la tendencia a ignorar el análisis que no sea producto de estadísticas; la ausencia de la comprensión, motor-bomba del pensamiento, desplazada por la decodificación. Enter y ya.
La paulatina eliminación del pensamiento crítico con efectos colaterales que van desdibujando la actitud reflexiva que conocemos como humor; la subsecuente muerte de la ironía -recurso inteligente- provocada por el reino de lo evidente: no sugieras muerte, muestra el cadáver. Para qué sugerir si la dictadura de la pupila pide pastelazo, o selfie, para superar el humillante anonimato.
Obliga el texto breve, que no conciso, vistos los utensilios no parece posible la procura de síntesis.
Son solo algunos aspectos latentes, la posible visión de una mente convertida en receptáculo pulido, reluciente e insustancial.
Así vamos viendo cómo el individualismo se combate con narcisismo, igual que aquel que utiliza el trasnocho para vencer el insomnio, redundando en cita-selfie.
Ya no se silban canciones, porque ya no se silba. No está demás reconocerlo, no sería la primera vez que un género recorriese el atrio que conduce al museo.
Hoy, el lied alemán, tipo de canción de fuerte presencia en el período clásico, es entusiasmo de unos cuantos, se conserva como culto. La ópera, género rey en su época, sigue tomando escenarios que exponen su magnificencia y atraen minorías incondicionales. Pero como referencia inmediata tenemos el bolero, canto romántico latinoamericano que protagonizó por casi un siglo; letras y músicas sentimentales que nadie se atrevería hoy a componer porque nadie ve el amor de esa manera. El culto, sin embargo, está ahí, cualquiera se puede acercar.
Algo parecido puede suceder con la canción tal cual la conocemos, ocupar un nicho y activar su museo. Cuando digo tal cual la conocemos me refiero a la canción apuntalada con un texto que cuenta historias, que explora interioridades o describe imágenes. La canción que dice cosas. Cada vez hay menos gente interesada en ella y mucho me temo que es para bien: lo particular logra separarse de lo masivo para definirse mejor, para ser percibido. El actual sancocho de géneros pide tamiz. La canción de texto tendrá que salirse del redil si quiere, no solo sobrevivir, sino continuar su evolución.
La música de baile incluyendo rap, reguetón, hip hop y resto de nuevos inventos epidérmicos se masifica y se queda, difícilmente interesa qué dice ni cómo lo dice. Dame soma en cualquier idioma.
Las nuevas generaciones andan libres de sujeto, verbo y predicado. Los más jóvenes oyen todo (tengo cinco mil títulos, dice el chico enchufado) pero no escuchan nada. La canción, pan del antihéroe, merece reubicación.
La ciudad que nos convoca ofrece una serie de aspectos por su carácter, su fisonomía y su paleta de existencias capaz de dotarnos de argumentos, imágenes y coartadas que la expresen: un solo personaje tomado de cualquier pasto urbano da para reflejar un universo, universo que en el peor de los casos puede producir estupor.
Los grupos de imitación (adolescencia), los conglomerados religiosos, los lúdicos corporativos, los peregrinos del supermall, arrojan savia argumental a nuestra observación. Después están las minorías, los desmarcados, los héroes anónimos y los infaltables solitarios. No estamos solos.
Observar y escribir, es lo único que se me ocurre. La canción está ahí mismo, no recuerdo haber conseguido nada por allá arriba, en las estrellas. Lo que no sale de nosotros mismos lo tenemos al frente. Este me parece que es el principio de lo que se denomina canción y es lo que a la vez la hace atractiva.
Los cancionistas somos unos investigadores sin licencia para matar.
(Álvaro Serrano)