Varias y, muchas, son las formas del manejo de la cuestión pública. En sentido no figurado, sino actuante, los funcionarios, dentro de un Estado de Derecho y, aún más, dentro del Estado Social de Derecho, están para ejercer el poder dentro del marco de su mandato: en el Estado de Derecho, solo o únicamente, pueden actuar en lo que está taxativamente autorizado para el cargo que desempeñan, de manera que habrá responsabilidad por la extralimitación de funciones o por la omisión en su ejercicio. En el Estado Social de Derecho, además, deberán velar por la realización y protección de los Derechos Fundamentales. Casi que es hoy cuestión obvia.
Las realizaciones de las dictaduras, de los gobiernos de facto, parten del supuesto diverso, contrario: no responden a ningún marco de la ley; desconocen o están al margen de cualquier mandato y, por ello, son incuestionables, a más de considerarse intemporales.
Son dos juegos de ejercicio del poder; el primero, en la democracia, el segundo, en la tiranía.
Entre ambas, una de las consecuencias que dejó la guerra fría es, el haber encontrado no la comunidad de esfuerzos para los fines del Estado, sino que el baremo de actuación, lo está en su propia supervivencia y, así se crean argumentos y, sobremanera, actividad de poder, logros en la ejecución, que están atados a encontrar e identificar no ya el bien común sino el enemigo común; el enemigo en ese momento de la historia, ya no se encuentra en el vecino de fronteras —guerra externa—, sino en el vecino del lugar: en el enemigo interno –conflicto interno–.
La división de la sociedad entre buenos y los malos; el señalar al otro, no como un contrincante político, en el juego gobierno oposición, sino como el reflejo de la enemistad interna irreconciliable, es el caldo de cultivo de la violencia, de una sociedad en decadencia que desconoce que la inclusión es la cualidad fundante de la construcción de sociedad, de Estado. El maniqueísmo, así entronizado, gestión panóptica, tórnase claudicante de los valores de la civilidad, productora, sí, Señoras y Señores, de víctimas.
El terror se impone como forma de gestión pública; el terror hacia algo y, especialmente, sobre y contra alguien. Un instrumento que debió ser erradicado desde cuando la sociedad se organizó como Estado y, Estado de Derecho, pero que surge y resurge cada vez que se lo requiere; tan anciano este instrumento que desde siempre se ha utilizado; recuerden ustedes cuando en páginas noveladas se desarrolla una historia, más antigua que el imperio Romano, que resume el argumento, así: ‘Con el miedo —empezó— mi querido amigo Terencio Varrón, se pueden conseguir muchas cosas, se puede conseguir todo. El miedo en la gente, hábilmente gestionado, puede darte el poder absoluto. La gente con miedo se deja conducir dócilmente. Miedo en estado puro es lo que necesitamos. Lo diré con tremenda claridad, aunque parezca que hablo de traición: necesitamos muertos, muertos romanos[1]; necesitamos derrotas de nuestras tropas, un gran desastre, que nos justifique, que confunda la mente de la gente, del pueblo, del Senado. Nosotros en ese momento emergeremos para salvar a Roma’[2]; y, la gente cree. Es la fragilidad de la condición humana la que permite que ello suceda.
Y, qué decir del producto de las acciones de la subversión o, de las denominadas autodefensas: el único argumento es el miedo, el terror; hasta se filmaron actos atroces para que, difundiéndolos por vía tecnológica actual, sirvieran de factor ejemplarizante: se hacían notorias sus acciones entre más dantescas fueran sus imágenes.
El factor oficial se involucra
en el quehacer del terror, del miedo,
cuando trata de combatir la barbarie con el temor a ella
El factor oficial se involucra en el quehacer del terror, del miedo, cuando trata de combatir la barbarie con el temor a ella y cuando se usa como forma de cohesión social enarbolada en el discurso oficial.
Terror, miedo, instrumento de poder: el temor al poder, que de sí es propio –el poder per se atemoriza–, da paso al poder del terror, que es la máquina utilizada para alcanzar la necesaria, por el poder mismo, cohesión social.
Baile de máscaras: el ejercicio del poder oficial y no oficial, con el que dan las armas legales y no legales para conseguir una finalidad que es, sin duda, el poder mismo.
[1] Agregamos, muertos de ellos mismos.
[2] Santiago POSTEGUILLO. Africanus. El Hijo del Cónsul. Ediciones B. segunda reimpresión. Barcelona. 2015. Pág. 142