Los vio pasar primera vez al frente de su casa firmes y desafiantes cuando ella, Ana Pachecho, tenía solo cuatro años. Entonces vivía en La Uribe, Meta, uno de los santuarios de las Farc. Los percibía inmunes al sol y al cansancio de las montañas, como si el traje les diera un súper poder mientras ella debía conformarse con las chancletas, las camiseticas de Hello Kitty, las pistolas de agua, su hambre eterna de campesina.
A los doce años su sueño empezó a hacerse realidad: la milicia asentada en el nuevo pueblo a donde había llegado con sus nueve hermanos le encomendó la misión de ser informante. No le importó que hubiera sido esta misma guerrilla la responsable del traslado a los trancazos de los Pacheco al Tolima. Recién llegados conocieron a Don Ernesto, un próspero hacendado que les dio una tierra para que cultivaran yuca, aguacate y un trapiche para que molieran caña. En el centro de la extensa propiedad había una casa gigante y blanca, de cuartos espaciosos en donde fueron inevitablemente felices. A los 7 años, a falta de televisor, Ana se distraía viendo pasar los carros por la carretera que colindaba con la propiedad. Los buenos vientos no tardarían en amainar.
Las Farc mató al dueño de la finca y, uno de los hermanos Pacheco emprendió la huida a buscar protección de la naturaleza en el páramo de Sumapaz. El frio y el hambre permanecen como un recuerdo ingrato en su memoria con los largos días hacinados de los nueve Pacheco en el único cuarto, con una gripa eterna en la que los consumía las heladas de la madrugada. La familia entera se dedicó a sembrar frijol.
El comandante Romaña, quien mandaba en la zona, se paseaba por las casas de la zona. Al entrar al rancho de los Pacheco y al ver postrado del dolor al patriarca ordenó a uno de sus guardaespaldas buscar un calmante para mitigar el dolor y recomenzar sus actividades en una espacio más amplio pero con dos hijos menos que estaban ahora bajo el mando de Romaña.
El estreno de Ana informante coincidió con la deserción de las filas guerrilleros de uno de sus hermanos que había entrado al mando de Romaña. La jaló la sangre más que la militancia y se arriesgó a esconderlo en un rancho. Cometió el primer error: mentirle a las Farc, pero aun añoraba el uniforme. Soñaba con él. Pero solo lo pudo vestir tres años después. Fue su regalo de quince años.
Se vio bella frente al espejo: sus piernas largas y el torso esbelto parecía aún más imponentes con el camuflado. Duró dos años en la guerrilla, nunca mató a nadie, no estuvo en una toma ni en un combate, nadie intentó violarla. Se aburrió en las eternas lecciones de marxismo que la doblegaba de sueño pero fueron las interminables caminatas las que finalmente la vencieron.
La oportunidad la encontró cuando hacia un mandado en Villarrica, Tolima. Se preparaban para pasar la noche al lado de un árbol cuando Ana le advirtió al compañero de ronda que necesitaba orinar. Se sintió inspirada y escapó. Llegó a la carretera asfixiada, un camión la recogió y sin preguntarle la llevó a Bogotá. Allí vivía su hermana., ex mujer de un comandante de las Farc quien le recomendó buscar refugio en Bienestar Familiar.
Recién se incorporaba a la cotidianidad urbana cuando se topó con paramilitar de quien se enamoró a la segunda salida. Se fueron a vivir juntos. Los celos y la paranoia encerraron a Ana hasta su desesperación. Los golpes aprendidos en la rudeza de la guerra se fueron contra ella, incluso a sabiendas de que estaba embarazada. Tuvo su hija y soportó tres años de infierno hasta lograr salir a buscar de nuevo la libertad. Huyo a Pitalito, Huila donde vivía otra de sus hermanas. A los veinte año cogió el cuaderno y terminó el bachillerato, pero de su hermana aprendió el oficio del que come: volver bellas las manos de otras mujeres. En el mundo de la estética llegó a donde menos se esperaba: un estudio de fotografía. Aceptó desnudarse para la portada de la revista Soho frente a una detective del Das, un audacia que le abrió las puertas para llegar a donde esta: en la pantalla de televisión bailando con las estrellas.