—Se lo dije a cuánta persona pasó por allá, en comidas, en discusiones: ‘yo creo que es hora de recambio’. Se lo dije a usted mismo en una entrevista. Pero no sucedió y por eso estoy aquí.
Michelle Bachelet llegó de su estadía en Nueva York con un corte de pelo nuevo, más anguloso y formal. Lucía un traje rojo de dos piezas. Según ella misma confesó entonces, más funcionaria de Naciones Unidas que candidata presidencial.
— Usted podría haberse negado.
—Si hubiera nacido distinta, probablemente. Pero parece que en mi leche materna venían las palabras “deber” y “responsabilidad”.
Los años en que la candidata no estuvo en Chile (2011-2012) fueron sin duda los de mayor agitación social desde la caída de Pinochet. Cientos de miles de personas salieron a marchar. La educación fue la causa más bulliciosa, pero no la única. No se trató exclusivamente de un malestar con el gobierno de Sebastián Piñera, el primero de la derecha en democracia, sino de una queja mayor, enraizada principalmente en la gigantesca desigualdad de ingresos. De ingresos y de poder. Unos pocos grupos económicos concentran casi todo el dinero. Si preguntan por el dueño de algún gran almacén, de los medios de comunicación, de las minas, y de cualquier cosa grande, menos de cinco nombres se repetirán todo el tiempo.
El resto se desarrolló con “el chorreo” (derrame), a ratos incluso excitante y obnubilador. Nos convertimos en los paladines del neoliberalismo, mientras dejábamos resquebrajarse los pilares de lo público. La comunidad se atomizó, las marchas salieron a reclamar de nuevo el ánimo de avanzar más juntos, alegando la reconstrucción de algo que nos recuerde que no estamos solos. Muchas de las protestas apuntaban con el dedo a la Concertación. El conglomerado que alguna vez fue sinónimo de democracia, se había convertido con el paso del tiempo en un cosmos cerrado, cada vez más viejo y lento, al que no dejaron entrar la vida que se multiplicaba a su alrededor. Las protestas del 2011, también fueron contra eso.La gente quería volver a ser escuchada. Algo tenían que decir en lo que a sus propias vidas respecta.
Bachelet no estuvo cuando esto detonó. En el caso de los estudiantes, sin embargo, el movimiento había comenzado durante su gobierno, en 2006, con el Pingüinazo. A los secundarios se les llama “Pingüinos” (eso parecen con su uniforme). Cinco años después, renacía el movimiento estudiantil, esta vez encabezado por los universitarios. Ella no fue precisamente un objeto de su devoción. Más de un cartel la atacaba. En ninguna de estas marchas se dejaban ver los rostros emblemáticos de la Concertación, ni banderas de sus partidos. Antes de asomarse entre la multitud, se morían de miedo.
Al mismo tiempo, Bachelet crecía (incomprensiblemente) en las encuestas. Ellas fueron, en último término, quienes la trajeron de vuelta.
—Tal vez, en unos años más, analistas escriban sobre esto y se expliquen esta curiosa situación de una persona que está afuera, pero que está súper presente en la conversación, en el discurso, en la cotidianeidad, siendo que yo intenté ser prudente y dejar que todo el mundo hiciera lo que tenía que hacer acá, intenté no interferir, etc. Se dijo que mi presencia impedía el surgimiento de nuevos liderazgos y yo me fui a 10 horas de viaje en avión, y sin embargo, curiosamente, parece que estuve más presente que nunca.
Cuando la entrevisté, a comienzos de año, los grandes medios nacionales como La Tercera y El Mercurio competían ansiosos por la primicia, pero ella eligió una revista alternativa como The Clinic para hablarle a la prensa por primera vez desde su regreso. El hecho en sí constituyó una noticia. Fue un golpe a la cátedra.
El mundo político chileno no hacía más que hablar de ella. La derecha suponía que era la carta tapada y muda de un plan bien urdido entre la candidata y sus partidos, pero hasta bastante entrada la campaña, en las dependencias del Partido Socialista, nadie sabía nada. Ni siquiera hoy saben. Bachelet llegó más hermética que nunca. Su núcleo de confianza son un par de amigas con que veranea hace décadas en el lago Caburgua, en unas pequeñas casas de madera, y dos profesionales jóvenes que morirían antes de darle la espalda. No aterrizó con un plan pre diseñado ni nada que se le parezca.
—Lo entiendo, ellos han estado hablando tres años de que yo soy candidata. Pero yo no he estado de candidata. Tengo que organizarme, buscar los equipos, no sé qué, no sé cuánto, mientras todo el mundo estaba convencido de que yo tenía todo armado, y que durante tres años estuve trabajando en esto.
Desde abril a estas elecciones han transcurrido siete meses. La derecha ha cambiado tres veces de candidato. Uno de ellos renunció por depresión. Finalmente se decidieron por Evelyn Matthei. Podría ser la trama de una teleserie, o de una gran novela, o de unas Vidas Paralelas de Plutarco. Evelyn y Michelle.
Evelyn era la hija del general Fernando Matthei, amigo de Alberto Bachellet (padre de Michelle), y miembro de la Junta de Gobierno.
De niñas coincidieron en el cuartel de Cerro Moreno, a una le gustaba el piano y a la otra la guitarra, una estudió Ingeniería Comercial y la otra medicina, después vino el golpe, y a una le rompieron la guitarra en la cabeza mientras la otra interpretaba los Nocturnos de Chopin. Michelle: torturada, exiliada y socialista. Evelyn: un rostro de la dictadura. En la votación, con casi todos las mesas escrutadas, la pianista sacó un 25,04% de las preferencias y un 46,75% la guitarrera.
Muchos esperaban que la elección se resolviera en primera vuelta, pero la existencia de otros ocho candidatos, siete de los cuales comparten los afanes reformistas de Bachelet, y la implementación del voto voluntario, lo impidieron. Nadie duda que ganará en el ballotage, ni siquiera sus más encarnados opositores. Está menos dicharachera. Se ha ido volviendo, también, una mujer de Estado. Alguien me dijo que ahora separaba más lo público de lo privado. Casi no hace chistes espontáneos. “No volverá a ser la de antes; ahora tiene la tristeza del cargo”, me dijo una de las colaboradoras de ese círculo estrecho.
A mediados de octubre la seguí de cerca en un acto de campaña. Cuando aparecieron las bailarinas con unos jeans cortísimos y bailando “dale cuerda a la cadera”, ella también bailó, pero ya no era una más en la fiesta. Esta vez su triunfo no contiene el encanto épico. No se trata de “terminar con la patria para comenzar la matria”, como gritó desde un escenario la actriz Malucha Pinto el día en que Michelle fue electa por primera vez. En esta vuelta son muchas las demandas planteadas, es menor la fuerza moderadora de los partidos (harto deslegitimados). Existe una ciudadanía más exigente y activa, y ella sabe que no podrá evadir ciertas reformas estructurales. Se comprometió a transformar de raíz el sistema educacional, a una profunda reforma tributaria y, como si fuera poco, a la creación de una nueva Constitución.
Los resultados parlamentarios ratifican que todas estas demandas han tomado una fuerza incontestable. Prácticamente todos los dirigentes estudiantiles que encabezaron el movimiento social de los últimos años y que se presentaron como candidatos al parlamento -Camila Vallejo, Giorgio Jackson, Gabriel Boric, etc.-, fueron electos con mayorías importantes. Exactamente lo contrario sucedió con algunos de los rostros más emblemáticos de la política nacional de las últimas décadas. Se hizo sentir fuerte la demanda por renovación.
Los políticos chilenos por fin dejaron de ningunear a la Bachelet. Durante mucho tiempo quisieron creer que se trataba de un fenómeno superficial, un capricho de las muchedumbres, alguien sin peso específico. A comienzos de su presidencia, hizo público su desagrado con el machismo del mundo del poder, al hablar de “femicidio político”. Es cierto que es desconfiada. En torno suyo cunde el sigilo. La lealtad que ella pide no admite matices. Su relación con los partidos que la apoyan ha sido displicente. Sabe que dependen de ella. Consiguió aunar en torno suyo desde la Democracia Cristiana hasta los comunistas, incluyendo a buena parte del movimiento estudiantil. Sus detractores reclaman que se ha expuesto poco, que evita debatir con sus contrincantes, que no ha sido clara respecto de su programa.
Y, efectivamente, esta Bachelet ha sido más protegida que la anterior. Ya no irradia la frescura de entonces, y no pretende fingir inocencia ni una falsa espontaneidad.
—¿Usted por qué cree que concita tanto apoyo?
—Lo primero que debiera decirle es que nunca he buscado el poder. Jamás en mi vida pretendí ser presidenta de la república. La vida me ha ido poniendo en posiciones destacadas. Y yo creo que la gente se da cuenta de eso. De que aquí hay una intención genuina, más allá de si ha resultado o no lo que he intentado hacer.
Cumplió 62 años en septiembre. En marzo próximo, salvo que algo muy sorprendente lo impida, asumirá por segunda vez la presidencia del país. Las aguas no están quietas. El domingo de las votaciones, un grupo de jóvenes anarquistas, entre los que se encontraba la nueva presidenta de los estudiantes de la Universidad de Chile, tomó la sede de su comando.
En el discurso que dio esa noche a sus adherentes, con un ánimo más entusiasta que el que dejaban ver sus colaboradores, dijo: “No ofrecemos un camino corto ni creemos que las tareas se puedan completar de un día para otro. Sabemos que no va a ser fácil. Pero eso no nos desalienta. Porque las grandes tareas de un país son siempre complejas, y requieren de unidad, paciencia, diversidad y voluntad”. No será un gobierno fácil. Lo sabe. Pero a Michelle Bachelet –lo ha dicho muchas veces- lo que más le gusta es bailar. Y en Chile la música está sonando fuerte.
*Publicado en la Revista Anfibia (Universidad Nacional de San Martín, Argentina)