Antes que le leyeran los resultados del cardiograma, Salomea creía saber el diagnóstico final.
—Si me sale alguna avería en el corazón es culpa de Bartolo—, injurió entre las comisuras de sus labios.
En el peregrinaje directo al galeno, recordó que su corazón había atesorado miles de lamentos por confiarle su amor a un hombre sinvergüenza, en la edad en que se tiene primero ilusiones que cédula.
La mente, celestina de sus agravios afectivos, rebobinó la tarde en que persiguió los retazos de una carta que kilómetros adelante él desechó con sus manos. Juntó los papelitos que pudo, y de vuelta a casa, los pegó con las mismas lágrimas que leyendo la verdad, iban cayendo.
—Esa criatura no tuvo la culpa de nacer, el descarado fue él— , atinó a decir mientras se llevaba una mano al pecho para corroborar que cuando hablaba de su marido el corazón se le agitaba como los rieles al paso del tren.
—Doña Salomea, no sé si lo sabe—, apuntó el galeno, mientras ella sin vacilar arremetió con un rotundo –Lo sabía doctor, mucho antes que usted.
-¿Sabía qué?-, apeló el médico.
-Que por culpa del amor tengo averías en el corazón-, ripostó.
Salomea hablaba de sus afectaciones con el mismo drama que asumía cuando la tubería del acueducto se rompía. Relacionaba los vasos sanguíneos y la aorta con los tubos de cemento revestidos de moho, basura y excrementos viejos.
—Doctor, eso funciona igual a todos esos tubos que por falta de mantenimiento se dañan-, acotó.
Restándole confianza a la paciente, el médico le advirtió que los exámenes indicaban que tenía el corazón más grande de lo normal, ante lo cual, ella volvió a predicar —Lo sabía doctor, lo sabía, Bartolo me lo infló de desamor.
Cuando Bartolo se enteró de las acusaciones, abrió su corazón para asegurar que el suyo también tenía daños irreversibles.
—Lo mío es una válvula obstruida por la rabia que me producía Salomea por sus celos y calumnias—, explicó, seguido del recuerdo de aquella noche en que ella lo sacó del cuarto matrimonial.
Evocó, que cuando se acercó a la puerta, un cerrojo lo exiliaba a otra habitación. Con ira golpeó fuerte, y al no tener ni un respiro como respuesta, amarró una cuerda a la manigueta con tres nudos.
Al despertar, Salomea desató los lazos con tal fuerza que sintió la grandeza de su corazón.
Ante el sorprendente escape, Bartolo esperó la ausencia de su mujer para cambiar la cerradura. De vuelta a casa Salomea se enteró que la exiliada ahora era ella, y, jugando con las mismas cartas, resolvió poner un nuevo cerrojo y cerciorarse de tener las llaves bajo control.
Al ver la astucia de la mujer que lo acompañó durante 45 años, Bartolo, osadamente, decidió guardar en una maleta florida sus harapos para volver a la casa esquina de sus padres, paralela al corazón de Salomea.
Desde entonces se espían de frente, de costado, simuladamente, con deseo y con rabia directa al corazón.