Autenticidad: la virtud más escasa de los colombianos

Autenticidad: la virtud más escasa de los colombianos

Cuando hemos sido formados en este sistema educativo no queda otro camino que reeducarse para reencontrar la esencia y la verdad

Por: Juan Mario Sánchez Cuervo
octubre 09, 2018
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Autenticidad: la virtud más escasa de los colombianos
Foto: Pixabay

Se cuenta del gran filósofo griego Diógenes, a quien apodaban el cínico (y quien fuera además contemporáneo de Aristóteles), que deambulaba por las calles de la antigua Atenas con una lámpara en la mano y a plena luz del día. Los absortos atenienses en su inmensa mayoría se reían del filósofo y sin más lo catalogaban de loco. Otros más inteligentes e inquietos le preguntaban el motivo de su extraña costumbre y el iluminado Diógenes respondía: "Busco un hombre"... y no daba explicaciones. Intelligenti pauca, se dice en latín, y significa que a una persona inteligente le bastan pocas palabras para entender o hacerse entender, así estas sean metafóricas, simbólicas, irónicas...

Cuando Diógenes utiliza en su frase la palabra hombre hace referencia al ser humano... y es que él en su gran sabiduría era consciente de la ausencia de verdaderos hombres. La frase del sabio podríamos contextualizarla de este modo sin alterar su esencia: busco un hombre auténtico. En realidad la autenticidad es lo más escaso entre lo humano. Si Diógenes pudiera observar, no sé desde qué plano o dimensión el mundo contemporáneo, captaría la esencia de nuestro siglo: la autenticidad es prácticamente una utopía. ¿Y qué es la autenticidad? No es necesario acudir a complejos textos de filosofía para saber su significado.

Hoy por hoy la mayoría de los estudiosos, académicos, y claro está, los estudiantes, buscan las definiciones en enciclopedias, en Wikipedia, y lo que es peor en sus profesores. Son pues reproductores de conocimientos, pero no productores de conocimiento, y de esta forma se convierten en meros receptáculos del saber, para emplear términos de nuestro gran pensador Estanislao Zuleta. Es el facilismo de la generación actual, en donde la actitud propositiva es casi nula: yo la llamaría la generación del "copiar y pegar”. Les ahorro la búsqueda: la autenticidad, a mí modo de ver, es ser lo que uno es, mostrarse tal cual es sin maquillaje, sin hipocresía, sin doble moral. Es también actuar conforme se piensa, conforme a la verdad, reconocer con humildad los errores, protestar si es del caso, y exigir con asertividad nuestros derechos o luchar por lo que creemos justo. Incluso la autenticidad se expresa en cosas más sencillas como reír cuando se quiere reír, llorar cuando se quiere llorar, y si es del caso gritar si se necesita gritar.

La honestidad es una virtud inherente a la autenticidad. Por ejemplo, si una persona auténtica ha dicho o hecho algo en materia grave o leve, al ser cuestionado sobre lo que ha dicho o hecho responderá: "Sí, yo lo dije" o "sí, yo lo hice", y en consecuencia asumirá su responsabilidad. ¿En la historia ha existido un político auténtico? ¿Existe un criminal auténtico que acepte su culpa? ¿Un calumniador que intente, al menos, reparar lo irreparable, es decir, el daño moral y material en su víctima? Sin llevar mi pesimismo al extremo, hay excepciones... mis respetos para una persona así. En cambio, todos los niños son auténticos hasta el lamentable momento en que destruimos su personalidad con nuestros prejuicios, mala formación en el hogar (unos padres ignorantes e inauténticos transmitirán su inseguridad, miedo, poco tacto y escasa sabiduría), y para colmo la escuela, la religión, el Estado, destruyen cualquier vestigio de autenticidad. Cuando hemos sido formados (diría deformados) en este sistema educativo, que es una máquina destructora de la personalidad, del propio pensamiento, de la libertad de opinión y de la autenticidad, no queda otro camino para la persona despierta y consciente que reeducarse, para reencontrar su propia esencia y verdad. Los animales, todos sin excepción, son totalmente auténticos, salvo cuando padecen una neurosis cuya etiología habría que buscarla en la mano torturadora del ser humano cuyo corazón es proclive a la maldad.

Colombia, que se enorgullece de su doble moral e hipocresía, es un escenario irrisorio y ridículo de seres humanos inauténticos: traseros postizos, tetas postizas, rostros postizos, maquillaje que medio hace presentables a cuasi-cadáveres vivientes, fotografías postizas para mostrar una belleza escasa o nula (la belleza viene de adentro y se complementa con el afuera o lo aparente); es decir, los malos rezagos de la incultura traqueta y farandulera. En efecto, ese mundo de estereotipos y apariencias se pone de manifiesto en las pasarelas callejeras, donde la gente muestra al mundo su pobreza esencial porque en su alma, en su espíritu, hay un vacío tan enorme como la misma nada. Personas que venden su alma, su cuerpo, su felicidad, su ética y paz interior por unos billetes, por un puesto de origen político-corrupto, por una primera página en una revista, por un lugar en un equipo de fútbol. O inautenticidades mayores como la de los hombres que matan si tienen que matar a un semejante por orden de un oscuro jefe, o que destruyen a quien no deberían destruir tan solo por darle gusto a un despiadado tercero... y los ejemplos de inautencidad serían millones, y no cabrían en el breve espacio que me concede esta tribuna.

No crean lectores que presumo de ser un hombre auténtico: estoy en la búsqueda de esa elusiva y difícil virtud, y en este sentido, hace algunos años comencé un lento proceso de reeducación. No estoy juzgando a nadie en esta columna, no estoy culpando a nadie: cada quien lleva su propio proceso de evolución espiritual a su manera, y conforme a su capacidad de conocimiento y comprensión. Más bien este artículo es una humilde invitación a volver a la naturaleza, a la verdad, a la esencia, a lo que realmente somos. La historia nos ha dejado seres humanos inmensamente auténticos y dignos (muy pronto hablaré de la dignidad), que llevaron su dignidad y autenticidad hasta las últimas consecuencias: Jesucristo, Sócrates, Buda, Mahatma Gandhi, Vivekananda, George Harrison, Francisco de Asís, la Madre Teresa de Calcuta, Frida Khalo, Policarpa Salavarrieta, Tomás Moro, Giordano Bruno, Ana Frank, Osho, Jean Paul Sartre, Arthur Rimbaud, Jim Morrison, Kurt Cobain, Che Guevara, Víctor Jara, Henry Miller, El Marqués de Sade, John Lennon, Constantino Kavafis, Nelson Mandela, Martin Luther King, Helen Keller, Simone de Beauvoir, Walt Whitman, Federico García Lorca... y tantos que se me escapan.... y por supuesto Diógenes que si regresara a la tierra con una lámpara de la potencia de un sol o del resplandor de una supernova, no encontraría, quizás, un hombre, un hombre auténtico.

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