Aurelio Arturo, el poeta del sur de Colombia

Aurelio Arturo, el poeta del sur de Colombia

"El más anónimo, el menos editado" William Ospina

Por: J. Mauricio Chaves Bustos
mayo 03, 2015
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Aurelio Arturo, el poeta del sur de Colombia

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No ha habido en Colombia poeta de mayor significación que Aurelio Arturo, bien sea por la originalidad de su canto, sin par en las letras colombianas, bien por la evocación simbólico-metafórica del cosmos, de la naturaleza, del mundo que lo rodeó y que le fue ensoñación en la añoranza. Sin embargo, como bien lo anota William Ospina, desconocido por su pueblo, sigue siendo lo que fue en su vida: el más anónimo, el menos editado y el más importante de los poetas de Colombia. (…) Ya se encargará el tiempo de revelarnos a todos cuál es el lugar de este hombre en la gran Historia[1]. Ha llegado, no tan prontamente como muchos quisiéramos, el momento en que la voz del cantor de Morada al Sur sea puesta en diáspora, para romper del círculo de unos cuantos especialistas el eco del cantor de nuestra patria, de esta Colombia que él vio poblada de libertad y ensueño en forma de viento y de hojas solas en que vibran los vientos que corrieron/ por los bellos países donde el verde es de todos los colores, / los vientos que cantaron por los países de Colombia.

 

Habiendo saliendo el país de uno de sus más cruentos enfrentamientos, y poco antes de morir en Madrid uno de los más aviesos personajes que alimentaban la llama del encono en el sur del país durante la Guerra de los Mil Días, Ezequiel Moreno, nacía Aurelio Arturo Martínez, un 22 de febrero de 1906, en la antigua Venta Quemada –en cuyas montañas de Berruecos fueron sacrificados el Mariscal Sucre y el poeta soldado Julio Arboleda-, hoy La Unión, departamento de Nariño. No hay datos fidedignos acerca de su niñez, pero es esta época pretexto para que la añoranza se tejiera en filigrana de bellos recuerdos, especialmente esa agreste y generosa tierra nariñense, en cuyos confines se abre dadivosa a las cordilleras del país, y que marcará el derrotero de su canto: No todo era rudeza, un áureo hilo de ensueño / se enredaba a la pulpa de mis encantamientos. / Y si al norte el viejo bosque tiene un tic-tac profundo, / al sur el curvo viento trae franjas de aroma. / Yo miro las montañas. Sobre los largos muslos / de la nodriza, el sueño me alarga los cabellos. Recuerdo por demás universalizado bajo el ejido de su fantasía, llevado al mundo de las letras de manera tan singular y única que es imposible ubicarlo en uno de los tantos grupos o escuelas que copan los anaqueles de nuestra literatura, diremos, sin embargo, que históricamente se movió entre el grupo de Los nuevos y Piedra y Cielo.

 

Bajo esa tradición humanista propia del sur del país, en 1925 ingresa a estudiar derecho en la Universidad Externado de Colombia, profesión que ejercerá hasta el final de sus días, alcanzado el más alto peldaño en la rama judicial, la de Magistrado. Habiendo ocupado algunos cargos en la administración pública, tuvo la oportunidad de viajar a los Estados Unidos, en dónde perfeccionó su inglés, el que le sirvió para conocer obras de algunos escritores anglosajones y norteamericanos, a la vez que para traducirlos a nuestro idioma, y así mismo la oportunidad de conocer poetas que serían de relevancia mundial, como Yeoryos Seferis, Mijaíl Shólojov, Alexandr Solzhenitsin, entre muchos otros de igual importancia.  En 1931, Rafael Maya publica en la Crónica Literaria del periódico El País sus primeros poemas, tal honda impresión causó en el poeta caucano los cantos de Aurelio Arturo, que éste se expresa así: Leí, pues, los poemas y quedé un poco perplejo. Aquello no se parecía en nada a cuanto se había escrito en Colombia hasta entonces, en el orden de la poesía. (…) Es poesía que se siente, como se siente el rumor de la yerba sacudida por el roció, el hábito de la noche plateada en el campanario o la emanación de los pinos que respiran bajo las estrellas. La poesía de Arturo es un sonambulismo luminoso[2], y de ahí siempre la admiración por lo novedoso de su estilo y de su estro, tanto del escritor, como del hombre.

 

De su personalidad, diremos lo que recogen quienes lo conocieron e intimaron: Rafael Maya dice: Muy parco en la conversación, casi monosilábico. Álvaro Mutis: no tenía Aurelio ninguno de los signos convencionales que en nuestra juventud admiramos como propio del poeta. Rogelio Echavarría: Era un hombre lejano y silencioso, aun para sus más allegados. No logramos nunca entrevistarlo para la prensa. Decía que la poesía no es para los periódicos ni los periódicos para la poesía[3]. De ahí que distara tanto de los paradigmas impuestos y expuestos, no tenía el alo misterioso de León de Greiff, ni la prepotencia atávica de Carranza, ni mucho menos el dejo despectivo de Rafael Maya. No era el poeta por antonomasia que el imaginario colectivo había labrado en Colombia, fue diferente hasta en eso. Aurelio Arturo rompe con el estereotipo del poeta, no es bohemio, no tiene una personalidad arrolladora, ni es taciturno o ensimismado, no rompe las reglas, sino que más bien su ética profesional le traza un sendero de pulcritud y honestidad en todas sus formas; más bien serio, formal en el vestir y por sobre todo esquivo a las multitudes, parco en el hablar, huidizo a los reconocimientos y promociones, sólo ante las insistencias de sus amigos y allegados acepta el Premio Nacional de Poesía Guillermo Valencia, otorgado en 1963, y por sobre todo sustancial en una poesía brevísima, pues poco más de 30 poemas constituye la totalidad de su obra, en un país, que como reconocen muchos, se acostumbraba a la edición anual en grueso, las más de las veces en inversa proporción a la calidad de lo publicado. Es innegable el origen burgués del poeta, y para quienes no ven la conjugación entre lo real y lo ideal, es necesario acotar que en Arturo, dada su experiencia de meditado creador, su vanidad se hace elocuencia y su desdén por la figuración lo acercan a esa cotidianidad que él ve, siente y canta. Lo importante es que su vida se hizo poema, poema desde Nariño, desde Colombia, donde el verde se hace ensoñación para todo el universo.

 

Poco editado, sin embargo los noveles escritores y poetas se preciaban de contarlo entre sus colaboradores; en 1945 Jaime Ibáñez publica 13 de sus poemas en Cántico, y la Revista de la Universidad Nacional de Colombia, año II, No. 7, publica en el mismo año el poema Morada al Sur, el mismo que dará nombre a su único libro, que sólo será publicado en 1963 por el Ministerio de Educación Nacional. Las revistas Eco, Golpe de Dados, Espiral, serán las encargadas de publicar y dar a conocer sus poemas en vida del bardo, quien falleció el 24 de noviembre de 1974 en Bogotá.

 

Aurelio Arturo: entre lo provinciano y lo citadino.

Las palabras de Arturo se mecen entre los recuerdos infantiles y juveniles de esa telúrica tierra Nariñense en donde, como bien lo vislumbró, el verde es de todos los colores, y entre la magia del modernismo y lo coloquial que se vivencia en las grandes ciudades, encontrando especialmente en Bogotá el barullo con que aprendió a amar: la noche de los cristales/ en la que apenas se oye si agita/ el corazón sus alas azules.  La poesía de Arturo se mueve así entre la dualidad del recuerdo por lo pasado, encontrando en su lejana Nariño el pretexto de una pureza de sentimiento labrada en filigrana de añoranza y melancolía; ve en esa tierra mágica el sinfín de figuras y de personas que le marcaron el derrotero de su destino y que logra simbolizar en el consentimiento de lo racional con lo pulsional, creando así la magia de sus ensueños en la poesía: el viento como símbolo que recrea en el aquí y el ahora la magia de lo pretérito, ese viento que: viene, viene vestido de follajes/ y se detiene y duda ante las puertas grandes,/ abiertas a las salas, a los patios, a los trojes, o la geografía singular y generosa que le permite ascender desde el plano de lo concreto a un mundo de ensueño y fascinación, por eso se permite decir: yo subí a las montañas, también hechas de sueños,/ yo ascendí, yo subí a las montañas donde un grito/ persiste entre las alas de palomas salvajes, o su persistente y recursiva hoja capaz de formar un país, un mundo: este poema es un país que sueña,/ nube de luz y brisa de hojas verdes, y son también su madre hecha melodía y nota frente al piano que interpreta, o su nodriza entre cuyos muslos: el sueño me alarga los cabellos, o aquellos hombres que labraron la patria desde el sur, por ello: trabajar era bueno en el sur, y por eso en ese dualismo hay un eco que desde siempre le arrullaba al oído: Torna, torna a esta tierra donde es dulce la vida.

 

Pero Arturo, sin dejar de amar la provincia, su provincia sureña, vislumbró en el norte el mundo de su siglo, el de los viajes espaciales y la informática, es el norte que irrumpe con la razón frente a lo entitivo de su corazón: Y en mi país apacentando nubes, / puse en el sur mi corazón, y al norte, / cual dos aves rapaces, persiguieron/ mis ojos, el rebaño de horizontes. Bogotá se convierte así en su morada permanente donde habita para trabajar, para ejercer su profesión de abogado, de traductor de los modernos poetas norteamericanos, es la que le permite prefigurarse como un hombre contemporáneo; aunque el Sur sigue siendo su morada constante, la de los pretextos que se convierten en texto, en metáforas casi aparentes para proseguir con su canto. Si el recuerdo hace de Arturo un poeta de añoranza en la provincia, el presente hace de él un poeta de la ciudad, cabe recordar que desde que salió de su tierra para Bogotá en 1925, sólo en 1950 y en 1955 con motivo de su viaje a los Estados Unidos y de su nombramiento como Magistrado del tribunal en Pasto, jamás abandonará esta ciudad por largos espacios de tiempo. Y él, amante del susurro taciturno de los secretos que le confía la naturaleza, en la metrópoli también encuentra el eco melodioso de las avenidas, capaz de seguirle susurrando sus cantos, por ello la ciudad se le vuelve instrumento: Yo amo la noche sin estrellas/ altas; la noche en que la brumosa/ ciudad cruzada de cordajes,/ me es una grande, dócil guitarra, no puede cantar donde no hay murmullo, por eso nuestra Bogotá le es propicia para sus cantos, donde en la singularidad se universaliza la experiencia del hombre provinciano en la metrópoli. Siendo Arturo el poeta de la atenta escucha, no podía pasarle desapercibida por entre su percepción creativa el diario trajín, pero en su oído hecha melodía, la música capaz de permitirle al hombre despertar una nueva conciencia, no la de la inocencia, sino la de la experiencia, por ello nos dice a todos: Tú (…) que encendiste en la ciudad tu corazón. Bogotá, la ciudad, le permite la acción en lo real concreto, pero cantado desde el ideal como advocación permanente de su quehacer como poietes, en donde, si bien pausado, una explosión de sensaciones le eran diatriba permanente para que las hiciera arte en la candidez de sus palabras.

 

La séptima también le es su Almaguer: en oro y en leyendas alzada, y los jóvenes caballos con seguridad se le seguían presentando en la fuerza mecánica de los automóviles que recorren la capital; el viento lo seguía acompañando desde la corriente gélida que desciende del gozne de Monserrate y Guadalupe: he escrito un viento, un soplo vivo/ del viento entre fragancias, entre hierbas/ mágicas; he narrado/ el viento; sólo un poco de viento; y las hadas se le siguen presentando: se han transformado en trajes de seda; Aurelio Arturo es el poeta citadino en añoranza de lo provincial, y hoy a cien años de su nacimiento en la lejana La Unión, la morada de su añoranza, así como en Bogotá, la morada de su existencia, seguimos descubriendo en él y a través de él, que hace siglos la luz es siempre nueva.

 

Aurelio Arturo, social.

En este acápite, haré simplemente un breve escolio frente a la temática social arturiana, pues requiere de un mayor detenimiento en el análisis de su obra completa –publicada y no publicada- para de ahí partir en el afianzamiento de la tesis que me mueve: descubrir la influencia de su primera época –la de la llegada de las ideas socialistas a Colombia, y especialmente al Externado- y desenmarañar el precepto social que se pueda encontrar en sus obras primeras. En un ejercicio puramente académico, no  haré referencia a la sintaxis gramatical de la obra, sino que será recurrente el contenido social en ella impresa, con el fin de auscultar el ánimo crítico que lo pudo animar desde su primera época, claramente social, hasta develar este sentimiento en el resto de su obra.

 

Antes he de precisar que el arte literario puede, en algunos casos, servir como testimonio de una época; así la pintura, la escultura, la música, y en nuestro caso el arte escrito, puede servirnos de referente para el estudio social de determinado momento y circunstancia; y esto es lo que sucede con Arturo en sus primeros poemas, en donde hay una clara intención de mostrar un quehacer social particular, experiencia que se trasciende en sus poemas -Arturo aquí no se ha convertido aún en interlocutor, no es aun la voz de la cosas- y que muestra una clara referencia situacional, es decir en clara correspondencia a su entonces y a su espacio, esto para verificar que en ésta época de su vida literaria, encontramos al verdadero poeta social, como apunta Sierra Mejía: la historia del arte, incluida la literatura, nos servirá sin duda para tratar de ver hasta qué punto las artes plásticas y verbales pueden dar información sobre la época y de qué naturaleza es la información que suministran[4]. En los poemas arturianos que denomino sociales, el autor intenta construir, como los modernistas, un esquema y un destinatario distintos a los de épocas anteriores, están dirigidos a la conciencia, pero tanto a la particular, a la suya propia, como a la de la colectividad; así como el noble cedió el paso al burgués, aquí se narra el paso -aunque temeroso e incierto en Colombia- que el proletariado empieza dar en un nuevo orden social, no se describen introspecciones abstractas o metafísicas, no se apuntala a un idealismo romántico de formas y tradiciones habladas y escritas, sino que se explora el continente utópico de las intensiones de una clase determinada, obreros y estudiantes juntos, tal y como se vivenció en esta década del XX.

 

No en vano durante el lustro del 25 al 30, es la fecha de su real producción de poesía social; en el 28, el país se conmocionó con la llamada masacre de las bananeras, ocurrida en Ciénaga, y que literalmente marcó al país en la lucha de las reivindicaciones laborales y las luchas estudiantiles que reprime Abadía Méndez, y en donde cae víctima del fusil su paisano nariñense Gonzalo Bravo Pérez. En su Balada de la Guerra Civil (1928), pareciera describir los infortunados sucesos del 28, por eso este es un canto de juventudes, de muchachos, quizá de los estudiantes alzados en protesta, de los campesinos inconformes; hay en el pensamiento de Arturo la expresión de un ideario social nuevo, fruto quizá de las enseñanzas del Externado de Colombia, abanderada social liberal que formó, junto con la Universidad Libre, a los primeros socialistas colombianos; en el canto, como se mencionó ya, confluyen campesinos y estudiantes, ya que aun permanecía fresco el recuerdo de los trabajadores del Sur, el mismo que se vuelve símbolo para expresar toda convulsión social, todo inconformismo, y en un ejercicio puramente formal Arturo equipara la experiencia de su tierra con lo que es nuevo para él. Sin embargo, también es un poema doloroso, de sangre, de violencia, en este canto esa es la única consecuencia, no puede asimilar que la revolución conlleve a la tragedia: Tras ellos viene la lluvia roja, la lluvia de sangre. / La lluvia roja. Es una clara alusión a la barbarie, al dolor y al exterminio, Colombia inaugura así una serie de sucesos que aun no han parado: la política de terrorismo, armada y refinada con la contribución de las nuevas ideologías totalitarias ha tenido las más diversas expresiones, desde el asesinato preventivo hasta el genocidio y la acción punitiva sobre regiones campesinas y aldeas[5], como bien lo anota nuestro verdadero radiólogo, Antonio García.

 

El poema Balada de Juan de la Cruz (¿1927?), nos muestra, de manera muy sucinta, la figura de un héroe, que a partir de lo dicho pareciera un revolucionario, un rebelde, el retrato de un hombre guerrero; no hay exactitud sobre el referente empleado, sin embargo cabe recordar que en el imaginario social de la época, para los jóvenes liberales de entonces, las figuras de los héroes revolucionarios mexicanos se habían constituido en sustrato de sus añoranzas y desvelos. Quizá Juan de la Cruz, es el epitome del héroe revolucionario, y Arturo muestra aquí una faceta poco explorada después, la de la vivencia real de unos ideales -los mismos que no se exponen, pero que se deducen populares, por el ambiente en que recrea al personaje-, lo factico en un ambiente social convulsionado, y la figura universal puede convertirse en un Emiliano Zapata o en un Francisco Villa: a Zapata lo seguían masas de comuneros pueblerinos despojados de sus tierras, mientras que a Villa lo seguían masas de peones, aparceros, arrieros y buhoneros que jamás habían tenido un pedazo de tierra como propio[6], descripción que nos remite a esos cien mozos con que parte también Juan de la Cruz, y también la referencia a la tierra es consustancial a uno y otros: Yo soy Juan de la Cruz, llamado el héroe,/ que perdió su alegría que era también/ un fruto de su tierra que bendijo el Señor./, sin embargo, es pertinente acotar las claras diferencias existentes en las primeras décadas del XX, entre el México de la Revolución y la pervivencia de la llamada República Conservadora en nuestro país. Sin embargo, durante la década del 20, Colombia experimenta unos cambios que se gestan dentro del seno del mismo liberalismo, con Uribe Uribe y de Benjamín Herrera; y no es raro que en 1925, año de la llegada de Arturo a Bogotá, las luchas estudiantiles y los movimientos obreros capitalinos, aun candentes, hayan despertado interés y curiosidad en el novel estudiante nariñense.

 

La Revolución rusa de 1917, se convirtió en el icono del modelo revolucionario socialista, tanto para campesinos, como para obreros y estudiantes; Arturo no quedó ajeno a esta fascinación, de ahí su poema El grito de las antorchas (1928), inicialmente publicado en Juventud Socialista. Después de esta breve etapa de sus poemas sociales, Arturo no deja de explorar la experiencia del hombre inmerso en una naturaleza que desea transformar, pero no en el sentido de apropiación, en donde éste se siente superior a su propia esencia, sino en un alborozo permanente de sentirse parte de ella misma -así es cómo se convierte en su interlocutor, pues para Arturo existe un trinomio concreto: hombre-naturaleza-cosas, animados por la palabra, el verbo es espíritu de todo-, y es desde esta interpretación en donde seguimos encontrando elementos sociales en toda su obra. La evocación permanente en algunos de sus poemas es al trabajo, como preconización de un elemento propio del hombre, tanto para transformar el mundo que lo rodea, como para el sustento cotidiano; reconoce en ello su origen campesino y provinciano, como lo vimos ya, pero es un reconocimiento trascendido en el trabajo como posibilidad de encuentro, de amistad, pero también de reconocimiento en la labor las jornadas de lucha y de protesta, influenciado por las vivencias de las explotaciones agrícolas de inicios del XX –de las caucherias, tan cercanas a su propia raigambre, y de las bananeras-; hace de sus cantos un pregón al pueblo, a la raza de los trabajadores, de ahí su pregón, casi un grito de enseña de lo que puede llegar a ser la propiedad y el trabajo consagrados a en un solo fin: el servicio social. Y sin caer en una simbología rayana en el despego total del objeto de las realidades, también su metáfora es pretexto para cantar a la naturaleza que se transforma y que ayuda a esa misma transformación:

 

Y en su celebérrima Rapsodia de Saulo, se pregona el trabajo como posibilidad de sociabilidad y de socialización, es decir es la experiencia del hombre inmerso en la cotidianidad, pero fundante a la vez de realidades que se transmutan en mitos: Trabajar era bueno en el sur, cortar los árboles, / hacer canoas de los troncos. / Ir por los ríos en el sur, decir canciones, / era bueno. Trabajar entre ricas maderas./…/ Trabajar era bueno. Sobre troncos/ la vida, sobre la espuma, cantando las crecientes. / ¿Trabajar un pretexto para no irse del río, / para ser también el río, el rumor de la otra orilla?/ ¿No es acaso está última estrofa una síntesis del ejercicio psíquico de salirse de sí mismo para reconocer las otras posibilidades, no es una posibilidad de deconstrucción de los absolutismos que tanta mella han hecho en la humanidad?

 

Su esencia y su sustancia nos enseñarían a revalorar nuestro sentimiento hacia nuestra doliente nación, la tierra que el vislumbró buena, murmullo lánguido, / caricia, tierra casta, (…) / Tierra, tierra dulce y suave, quizá si escuchamos atentos su canto de hojas, de vientos, de distancias, de bullicio-silencioso en sus palabras, tal vez, solo tal vez su eco murmurante se nos haga grito de encantamiento, en una sociedad que ansía estar labrada con justicia y paz.

 



[1] Ospina, William. La palabra del hombre. En: Cuatro Ensayos sobre la poesía de Aurelio Arturo. Bogotá: Ediciones Fondo Cultural Cafetero, 1989.

[2] Palabras, Lluvias y Tambores. Bogotá: Fondo Cultural Cafetero – Corporación Gestión Nariño, 1999.p. 20.

[3] Luís Darío Bernal Pinilla y Lynn Arbeláez. Un soplo vivo. En: Cuatro ensayos sobre la poesía de Aurelio Arturo. Bogotá: Fondo Cultural Cafetero, 1989. pp. 58-59

[4] Rubén Sierra Mejía. Arte y testimonio. En: La filosofía y la crisis colombiana. Bogotá: Rubén Sierra Mejía - Alfredo Gómez Müller, Editores, Taurus, Universidad Nacional de Colombia, 2002. pp. 271-298.

[5] Antonio García. Hacía dónde va Colombia. Bogotá: Tiempo Americano, Editores Limitada, 1981. p. 56

[6] Arnaldo Córdova. La ideología de la revolución mexicana. México: Ediciones Era, 2003. p. 144.

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