Finalizando la década de los ochenta Aung San Suu Kyi se convirtió en una auténtica celebridad internacional. Su defensa de los valores democráticos ante una dictadura militar le hicieron merecedora de un gran reconocimiento en occidente. Suu Kyi llegó a ser considerada como la “Nelson Mandela del Sudeste Asiático” y esa condición fue exaltada cuando la Academia sueca le otorgó el premio Nobel de Paz en 1991.
Sin embargo, en los últimos años Suu Kyi ha sido objeto de múltiples críticas y cuestionamientos; inclusive, a mediados de 2017 cientos de miles de personas firmaron una petición para que le fuera retirado el premio Nobel (le fue retirado el premio Sájarov).
¿Por qué cayó en desgracia quien llegó a ser considerada por la Revista Time como una “hija de Gandhi”?
Para responder esa pregunta se torna necesario acercarse a la biografía política de la líder birmana.
Más que una pacifista consagrada a la defensa de la paz o la protección de los derechos humanos, Suu Kyi es una dirigente política y la principal orientadora de la Liga Nacional para la Democracia, el mayor partido de oposición de Birmania. Su liderazgo político se forjó a mediados de los años ochenta como una acción de resistencia contra la dictadura militar.
Además, es la hija menor de Aung San, un célebre revolucionario de principios del siglo XX que fue clave en el proceso independentista birmano y que actualmente es considerado como el “padre de la Nación”.
Aunque Suu Kyi no conoció a su padre (fue asesinado en 1947) y su familia fue excluida del poder tras el ascenso de la primera junta militar en 1962, su participación en un levantamiento popular también conocido como el “Levantamiento 8888” la convirtió en una figura nacional e internacional de resistencia y defensa democrática. El levantamiento inició el 8 de agosto de 1988 y terminó el 18 de septiembre con un golpe militar y un saldo –todavía incierto– de cientos o miles de muertos. Debido a su papel protagónico en el levantamiento, Suu Kyi fue puesta bajo arresto domiciliario por la nueva junta militar.
Tras una enorme presión internacional, la junta accedió a convocar a elecciones libres para elegir una Asamblea que redactara una nueva Constitución.
Las elecciones se celebraron el 27 de mayo de 1990 y contaron con una participación del 72,6% del padrón electoral. La Liga Nacional para la Democracia –con Suu Kyi bajo arresto– alcanzó 7.934.622 votos y 392 asientos en la Asamblea; sin embargo, la junta militar desconoció los resultados y siguió gobernando como un Consejo Estatal de Paz y Desarrollo. Suu Kyi, a quien se le dio la opción de salir del país, optó por continuar presa.
A este punto, queda claro que la academia sueca le concedió el Nobel a Suu Kyi como un reconocimiento a su compromiso democrático tras el levantamiento popular y en rechazo a la junta militar.
Ahora bien, tras su liberación en 2010, inicia otro periodo en su vida. El fin de su presidio coincidió con un proceso de reconciliación nacional enmarcado en la intención de la junta militar de iniciar una progresiva transición democrática; así, se instauró un gobierno civil, pero encabezado por el ex militar Thein Sein –presidente de facto hasta las siguientes elecciones generales– , y se establecieron relaciones comerciales con los Estados Unidos.
Las elecciones se celebraron el 8 de noviembre de 2015 y La Liga Nacional para la Democracia alcanzó 13.100.673 votos y el 86% de los escaños en la Asamblea. Este resultado le permitió a Suu Kyi ser nombrada como consejera de Estado –equivalente a un cargo de primer ministro–; sin embargo, como la transición democrática no le restó mayor espacio de poder a los militares, quienes seguían controlando ministerios estratégicos y el presupuesto, a Suu Kyi, nominalmente investida como jefa de gobierno, le asistió la paradójica obligación de compartir el poder con sus antiguos verdugos.
Es en este punto donde el perfil de la célebre premio nobel se desdibuja para abrirle espacio a una política pragmática. Así, tras dos años en el cargo, Suu Kyi rechazó las acusaciones de genocidio hacia la minoría musulmana rohinyá por parte del ejército birmano; un genocidio ampliamente documentado por organizaciones internacionales y calificado por Estados Unidos como una “limpieza étnica”.
Esa persecución a los rohinyá ha sido de tal magnitud que desembocó en la creación del campo de refugiados Kutupalong (el más grande del mundo). Pero ante las graves acusaciones y desestimando la evidencia, Suu Kyi prefirió negarse a la realidad y defender al ejército.
Es en su negativa a tomar acciones para evitar el genocidio del pueblo rohinyá –seguramente en contravía de las disposiciones de los militares– que Suu Kyi “cayó en desgracia” ante la comunidad internacional que alguna vez la exaltó como un referente en la defensa de los derechos humanos.
Pero a Suu Kyi la terminaron traicionando los militares, pues tras las elecciones generales de 2020 en las cuales La Liga Nacional para la Democracia volvió a ganar, las fuerzas armadas desconocieron los resultados y propinaron un nuevo golpe de Estado. A Suu Kyi la confinaron nuevamente al presidio y le orquestaron un proceso judicial que concluyó en su condena por corrupción.
Tras su paso por el gobierno, a la “hija de Gandhi” no la acompaña el aura de santidad que la convirtió en un ícono del pacifismo en los años noventa. Al fin de cuentas, su apuesta resultó siendo más política que humanitaria, solo eso puede explicar su negativa a reconocer el genocidio del pueblo rohinyá, también es una caída en desgracia que lleva a formular la siguiente pregunta: ¿hasta dónde debe llegar el compromiso de un premio nobel en defensa de la vida?