Aunque Luis XIV comprendió que no era Dios quien lo había elegido como rey, sino que era el hijo de un noble invitado por la realeza a cumplir un servicio de ayuda seminal, no rebajó el peso de su tiranía contra los obreros de París ni contra los protestantes, a quienes “confinó” en sus cuartos del Palacio de Versalles y expropió sus bienes. A pesar de eso, le puso a sus actuaciones un viso popular al casarse con una mujer mortal como él, contrariando al Vaticano que le tenía preparada a una joven marquesa... entonces ya no hubo reina, sino esposa del rey. Se instituyó en creador de su libertad, que ahora no emanaba de dios sino de su propio designio, y mantuvo la lógica de poder todavía visible de que quien lo detenta no necesita nacer rey sino declararse y permanecer exento de coacción alguna, con la atribución de obligarlos a todos sin él someterse a ninguno.
Quizá entre líneas este sea un ejemplo de lo que pasa (en esta “época del hacer”) con presidentes que juegan a ser reyes tiranos y salvadores, promulgando decretos y protocolos, que hacen oscilar la política entre frágiles democracias y autoritarismos, a la sombra del enemigo común: la pandemia. Los demás, los de afuera del poder (los que estarían por fuera de Versalles), parecen ser retornados a la condición de súbditos (o de humanos en estado de naturaleza) sin existencia política, iguales ante la ley escrita y retórica, mientras los poderosos se “hacen” más iguales entre ellos, por sus posesiones materiales y sus posiciones de poder.
La pandemia ha producido una avanzada de biopolítica, como técnica del poder disciplinario y normativo, que “somete al sujeto a un código de normas, preceptos y prohibiciones, así como elimina desviaciones y anomalías” (Chul-Han, Psicopolítica). Está en experimento la creación del “sujeto obediente”, que suplantará al “consumidor” que había reemplazado ya al “sujeto de derechos”, a la sombra del COVID-19, que ya puso en cuarentena los principios de libertad e igualdad de las declaraciones de derechos humanos. Lo que está debajo de las decisiones son los designios de los dueños del capital, como se lee de las recomendaciones de la OMC, que al mando del comercio y del mercado, indica que: “La pandemia del COVID-19 representa una perturbación sin precedentes de la economía y el comercio mundiales, ya que provoca la contracción de la producción y el consumo en todo el mundo”.
A partir de ahí los países, empresas y sectores saben que quien deje de ser competitivo en un lugar tendrá que ir a otros y que el apego a un solo proveedor será menor y la oferta diversificada, que nuevamente hará que los más débiles queden lisiados, porque su lógica no respeta ritmos de salud o vida. La pandemia amplía los límites del mundo, rompe fronteras y trae necesidades y aprendizajes antes inexistentes, como usar tapabocas, caminar por calles más amplias y con menos coches, desconfiar de la respiración del otro, abandonar el reloj de pulso y la corbata, trabajar a cualquier hora de día o noche y combinar discursos rápidos hacia afuera con cotidianidad lenta hacia adentro.
Lo privado ocupa lugar público y lo público se produce en el viejo espacio despreciado y feminizado del adentro, que la economía liberal consideraba improductivo y sórdido. Emerge el hogar como escenario público y el cambio de las formas de mercado y de los flujos de mercancías incorpora al conocimiento como mercancía producida para ser vendida. Europa o China se alistan para crear “redes seguras” de relaciones entre países libres de contagio y seguro darán inmunidades personales. Ante esa realidad aparece como gran oportunidad, que los presidentes que no quieran jugar a ser reyes inicien la “recaptura o nacionalización” de una parte del patrimonio de la nación entregado al interés privado.
La recaptura más indispensable es la del sistema de salud, seguida de los recursos minero-energéticos expuestos al despojo y; quizás comprar algunos bancos desvalorizados. También merece pronta atención el sistema de educación pública y, en especial universitaria, empujada hacia una evitable reducción de matrículas, por pérdida de ingresos y recursos disponibles de las familias y acechada por la oferta diversificada de programas, que tiende a alentar el giro hacia la formación rápida en habilidades y competencias del hacer, antes que continuar la lenta titulación tradicional.
Colombia tendría disponibles hoy 12.000 millones de dólares de préstamos, más aportes solidarios decretados a empleados, donaciones y otros, que suman 50 billones de pesos, que bien usados podrán permitir atender la pandemia y empezar la nacionalización. Ojalá el gobierno de Colombia reenfoque su destino y abandone la ilusión de jugar a los reyes como lo hace Bolsonaro, que pasea en motonave e invita a un gran asado para celebrar que la pandemia es puro cuento, mientras en los cementerios de Sao Paulo y Rio no cabe un muerto más y para los llegaron antes solo hubo un número en su cruz, sin nombre, sin historia; o Trump, que llama a beber desinfectante para evitar la epidemia, mientras su país en el primer lugar del desastre tiene seis veces más muertos que el país siguiente.
Los dos “soberanos” se creen elegidos por Dios y como a todos los fascistas del mundo les gusta la guerra de cifras, de números sin memoria, y prometen cínicamente un camino de libertad con igualdad, porque creen que su mandato así lo dicta, basados en la absurda, machista y despreciable lógica de la legalidad formal respecto a que "quien tenga que obedecer (como el niño al padre o la mujer al varón) y otro mandar; la circunstancia de que uno sirva (como jornalero) y el otro pague salario; depende de mucho de la salud y de la voluntad del otro (del pobre respecto al rico). Pero, todos son, en cuanto súbditos, iguales entre sí” (Acerca de la relación teoría y práctica, Kant).
La pandemia les hace creer que su poder, como en el tiempo de Luis XIV, es inescrutable para el pueblo, sometido y acorralado por el temor, el miedo y las necesidades más vitales, que pueden terminar en descomposición ante la exposición del encierro a todo tipo de abusos y violencias, pero también de corrupción de clientelas políticas y decisiones que a veces parecen pensadas para gente sobreviviendo en estado de naturaleza, para la que se dictan leyes incomprensibles porque el rey así lo quiere en nombre de todos y exige obediencia.