La Semana Santa es una tradición religiosa muy fuerte en nuestra cultura. A través de la representación muy vívida de la muerte de Jesucristo, convida a los creyentes a una catarsis de las emociones que produce la idea de la muerte en la mayoría de las personas. Y la mayoría de estos sentimientos se relacionan con el vértigo que produce el carácter misterioso e incomprensible de la muerte.
Aunque soy laica, tengo un respeto enorme por los sentimientos de devoción e intento ver el sentido adaptativo de muchas de las costumbres religiosas. Desde niña, he sentido una energía envolvente, como la niebla, alrededor del jueves, viernes y sábado santos. Es quizás una característica del misterio: no se deja ver, pero sí sentir; abraza, pero no toca. Es inasible para cualquier tamiz racional.
Y así mismo es la muerte. Esta semana murió mi bellísima abuela materna Yamile: llanera, hija de Mustafá Abdala y Emelina Flórez. Muchos de mis talentos los heredé sin duda y en gran parte de ella: la palabra, la afinación para cantar y uno que apenas estoy descubriendo en mí: el de pintar. Y ella tenía muchísimos más que desarrolló a pesar de ser parte de una generación muy cruel con las mujeres. No he visto un azul más bonito que el de sus ojos.
La muerte llega como un torbellino que se posa encima de la persona. Como esa niebla del misterio, la muerte es perceptible, sobre todo quienes para la experimentan, aunque estén inconscientes. Ellos pueden decidir aplazar su muerte hasta que un ser querido alcance a llegar a despedirse. Así lo hizo mi hermano con mi papá y mi abuela con mi tía. Cuando el vórtice del torbellino alcanza el corazón de la persona, se van ambas. La persona y la muerte. Y se siente el vacío, el silencio, la ausencia. E inmediatamente después se encienden otra vez los ruidos cotidianos, los afanes, las presiones, la burocracia.
No deja de sorprenderme que este salto al abismo del no tiempo que es la muerte ocurra en el paso del tiempo. La Semana Santa o la muerte de seres queridos invita a acercarse a ese umbral entre el tiempo finito y el infinito. Ese acercamiento nos permite entender que la muerte es infinitesimalmente misteriosa: entre más nos acercamos, menos la comprendemos.
Y eso me parece muy bonito. En la cultura predominante todo tiene o una explicación o una solución. El misterio es el gran paria. El destierro del misterio de nuestras vidas nos impide experimentar el halo de la inconmensurabilidad. La vida sin misterio es como atravesar un río por un puente pavimentado que nos ahorra la incomodidad de sentirnos inseguros frente al agua fría o la posibilidad de no tocar fondo. No nos sumergimos nunca y, por eso, la vida se nos va volando.
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Lo que le da vida a la vida es su constante baile con la muerte
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La muerte es el gran misterio, pero no solo nos podemos acercar a ella en tradiciones religiosas o en la muerte de nuestros seres queridos. Lo que le da vida a la vida es su constante baile con la muerte: las hojas que caen de un árbol se reciclan para nuevas plantas. Podemos tener un atisbo del misterio de la muerte en grandes y en pequeños acontecimientos. Por ejemplo, con la exhalación.
Cuando vaciamos nuestros pulmones nos estamos rindiendo, estamos entregando todo el aire indispensable para vivir. En nuestra cultura, respiramos muy mal. En gran parte porque no sabemos exhalar. Tenemos un miedo inconsciente a quedarnos sin una reserva de oxígeno, un miedo a morir, a soltarnos al misterio. Soltamos el aire de manera superficial y automática, y no dejamos todo el espacio disponible para que entre oxígeno fresco ni aprovechamos toda la profundidad y capacidad de nuestros pulmones.
Quizás usted no sea devoto de la Semana Santa, pero puede aprovechar estos días para darse unos minutos y observar a ratos tres exhalaciones seguidas. Intente ser consciente de todo el recorrido del aire que sale de su cuerpo y luego de cómo vuelve a entrar en la inhalación. Ponga el énfasis de su atención en la exhalación. Se sumergirá en el vacío, en la profundidad de sus pulmones y sentirá el gusto de volverlos a llenar. Quizás sienta deseos de observar este flujo constante entre la muerte y la vida a su alrededor: en las plantas del jardín, en el día que se acaba, en algo que hace por última vez. Separarnos por un momento de la saturación de certezas y seguridades, y rendirnos ante el vacío y el misterio de la muerte nos abre espacio para sumergirnos en la vida.
La Semana Santa termina con el júbilo de la resurrección. Sin suscribir esta creencia religiosa sobre el destino de cada persona después de la muerte, me parece que sí nos muestra una perspectiva distinta a la que solemos tener: la de vida que sucede a la muerte.