Escribo esta columna a 35.000 pies de altura sobre el océano Atlántico.
Desde el momento en que descubrí que ya no creía en Dios y que ese descreimiento adoptaba una forma de afirmación positiva, es decir, que no me limité a dudar de su existencia sino que decidí que lo más honesto era afirmar que no había dios alguno, cada vez que subo a un avión me resulta imposible esquivar el recuerdo de aquella frase lapidaria que lanzan algunos de mis amigos creyentes para mofarse de quienes no lo somos: “en un avión fallando nadie es ateo”.
Y me pregunto si yo, que no dudo en calificar el desprendimiento de los dogmas cristianos como uno de los más importantes y satisfactorios logros de mi vida, que atribuyo gran parte de mis momentos de felicidad a la convicción de que esa alegría no proviene de amigo imaginario alguno sino de una construcción personal e interpersonal diaria, me pregunto, decía, si yo, tan ateo y tan feliz de serlo, regresaría a mi prehistoria intelectual aferrándome al dios de mis padres y gritando ¡sálvame Jesús! en la eventualidad de que el pájaro mecánico en el que escribo empezara a lanzar humo por el motor. ¿Rezaría? ¿Repasaría el santoral olvidado? ¿Rogaría por la protección divina?
La verdad es que no puedo descartar un SI como respuesta, pero les confieso que no encuentro contradicción alguna entre esa posibilidad y mi postura ante dios: nadie es patrón de sus miedos. Además, si aceptamos que un comportamiento momentáneo en contradicción con la creencia invalida la creencia misma, los que saldrían más perjudicados, debo decirlo, son los creyentes: no podría enumerar cuántos conozco que predican el amor cristiano y discriminan con odio o cuántos otros que se matriculan en una religión que les exige la monogamia y van de putas.
¿Qué cosa es un confesionario sino el palco donde, uno a uno, los creyentes desfilan para enumerar los momentos en que contradicen la creencia que pregonan?
A mi izquierda, más allá del vidrio de doble capa de la ventanilla están las nubes y más abajo el mar. Al frente, atrás y a mi derecha, más de doscientos desconocidos que, por mera inferencia estadística, imagino adscritos a alguna creencia religiosa.
Pero el cuadro que veo no es el de un ateo a punto de contradecirse sino, más bien, el de decenas de creyentes entregándose de forma devota a la técnica y a la ciencia que nos permiten cruzar el océano volando. Es más, me pregunto cuántos de ellos se subirían al avión entregados a la confianza en su dios si supieran, por ejemplo, que una pieza del motor tiene un imperfecto. (En realidad, si quisiéramos ver el mejor ejemplo de lo limitado que resulta para los creyentes el concepto de “confianza en Dios” bastaría con mirar el papamóvil.)
Lo que pienso, permítanme decirles, es que no conozco un ser humano que no se balancee entre la firmeza y la inconsistencia.
Lo que digo es que, en el día a día, el mundo de los creyentes me resulta, con sobrada ventaja, el más inconsistente de cuantos conozco.
Lo que respondo a mis amigos mordaces es que, en realidad, nadie es creyente a la hora de elegir entre un avión con fallas y uno en perfecto estado.