La movilización en Colombia nos ha generado muchas emociones encontradas: pesimismos, tristeza, rabia, indignación y esperanza. El entreverado emocional se agudiza con las responsabilidades de escuchar y conversar con nuestros estudiantes para tomar en serio sus preguntas y ubicar qué está pasando en Colombia.
Tratemos de ubicar lo que sucede como resultado del mediano y corto plazo, recordando la agenda histórica de las comunidades negras, campesinas e indígenas; asociadas con la aplazada reforma agraria y la posibilidad de acceso a la tierra y al territorio, matizadas con el reconocimiento cultural de algunos pueblos rurales. Esto en medio de la guerra desatada por las frustrantes experiencias de distribuir la tierra y la imposibilidad de la participación política, factores que hacen evidentes nuestras dificultades para consolidar una democracia económica y política; todos propósitos retomados en el proceso constituyente de la treintañera constitución del 91.
La profundización de la guerra durante estas décadas después de la constitución coincidió con la profundización de las reformas neoliberales y con ello el debilitamiento de las organizaciones de los trabajadores, diezmadas con la persecución política y con el deterioro de sus fuentes de empleo, en medio de la arremetida frente al sindicalismo. Cómo olvidar los hechos contra la UP: mientras la sociedad colombiana asimilaba estos asuntos, el narcotráfico y el dinero fácil se apoderaron de los imaginarios de diferentes sectores sociales, conformando esa incómoda noción de “la gente de bien”.
El narcotráfico se convirtió en la gasolina para recibir el siglo XXI con un país en llamas: las guerrillas ampliaron su control territorial y el número de combatientes, los paramilitares se fortalecieron en turbias relaciones con los dueños de la tierra y otros sectores productivos. En este rosario de noticias olvidadas de un lado y otro, de las víctimas y victimarios, aparecen los rostros de los mismos olvidados de siempre, los que colocan los hijos y los muertos de la guerra.
La primera década del siglo XXI, las organizaciones sociales repetían sin cesar diversas formas de manifestar la necesidad de una solución política al conflicto social y armado, en que las puertas parecían cerradas para una experiencia de paz. Uno tras otro intento de lograr diálogos se acompañaban de bombardeos y de noticias que conectaban las agendas de los años 60 y 70 con la primera década del siglo XXI; parecía que el siglo pasado se negaba a dejar atrás los problemas y la historia nos recordara los muertos de los años 50 y la configuración de las guerrillas en los 60.
Sus protagonistas ya mostraban sus impactos en el cuerpo, producto de sus marchas, y el peso de los años empezaba a cerrar ciclos personales que se volvían colectivos. Así, y bajo largas letanías de mujeres que con lágrimas exigían no parir más hijos para la guerra, apareció una luz de esperanza que llegó a sorprendernos. Se abría un proceso de paz con las Farc-Ep, en medio de noticias de bombardeos que señalaban que el camino no era fácil. Pero detrás de cada paso y conversación se generaron los encuentros en La Habana. El corazón de una generación y un sector social de Colombia ensanchó su corazón con esperanza de ver un país en el que disminuyera los ríos de sangre que nos acompañan desde el largo siglo XX.
Es aquí donde los nobles propósitos y deseos nos pusieron en el lugar de los románticos ingenuos que prefieren aferrarse al sueño y alejarse de la cruda realidad, a veces sin colocar suficiente atención también a los honestos pesimistas que tienen la capacidad de vivir tranquilos en medio de sus archivos con las peores noticias. Estos recodaban con sus lúcidos argumentos no olvidar que en este país cada constitución es una carta de batalla y que cada acuerdo de paz está acompañado del incumplimiento y de una serie de asesinatos de quienes dejan sus armas. En medio de estas esperanzas y razones se dieron los debates del proceso de paz que llegó a un primer acuerdo, el abrazo y la esperanza de unos fue el infortunio para otros, los sueños de la paz se pusieron en el centro del rencor y la rabia de otros.
Así una sociedad afectada por el dolor, en medio de más de medio siglo en medio siglo de guerra, convierte su confusión en una pregunta obvia por la búsqueda de la paz, que se transformó en disputa y fue puesta en cuestión, vía plebiscito; que como ironía recibiera una repuesta negativa que ni sus promotores imaginaban. Golpe duro para los románticos ingenuos y una razón más para escuchar a los pesimistas con su realismo crudo. Nada podía ser peor: una renegociación para validar más los acuerdos y la esperanza, pero así aparecía la agenda, el plan y la posibilidad de hacer trizas los acuerdos.
A ello se sumó la reconfiguración económica, las finanzas asociadas al extractivismo los precios de los recursos naturales y las expectativas de la minería se desplomaron, el estado se endeudó y las promesas del proceso se quedaron sin finanzas. En medio de este panorama se inició la implementación, acompañada del rosario sin fin de muertes de quienes dejaron las armas y de quienes se la jugaron por construir el proceso de paz. Mientras los discursos cambiaban, se señalaba la paz de ilegal y el centro del acuerdo que buscaba llevar la paz a los territorios, caía en viejas estrategias del desarrollo dejando atrás y olvidando el reconocimiento de las comunidades y la apertura democrática. Así se fue cumpliendo con grados de diplomacia, cordura y el lenguaje tecnocrático que acompaña a realistas oportunistas, aquello de hacer trizas los acuerdos.
En medio de esta situación que minaba la voluntad de quienes trabajan por una paz con réditos para los más vulnerables, los asesinatos de los líderes continuaban, y de un momento a otro, todos nos vimos confinados: el covid llegó y el encierro y distanciamiento reprimieron las razones y los sentimientos que se manifestaban ya en la calle a finales del 2019. El 2020 fue un año largo de encierro con otro miedo a morir, nos recordó lo despojados y vulnerables que habíamos quedado con la privatización del sistema de salud. Las banderas rojas en el paisaje urbano nos mostraron el hambre que acompaña a miles de colombianos, encerrados, asustados y reprimidos. Vimos cómo el control de la pandemia de la mano de la estrategia inmunitaria profundizó el autoritarismo, el aumento de la pobreza, el desempleo y el sistemático asesinato de líderes sociales. Un conjunto de dificultades que acompañaban a los colombianos se hicieron más evidentes con los confinamientos de la pandemia y aun sin salir de esta situación, el gobierno decide hacer una propuesta para grabar alimentos y aumentar impuestos en medio de la pérdida de empleos y la crisis del comercio. Al mismo tiempo nos enterábamos de que el sector financiero durante en este largo 2020, incrementó sus ganancias, las desigualdades socioeconómicas se hacían evidentes y el panorama no podía ser peor.
En este panorama el gobierno se convirtió en un mal mayor que la pandemia y así la sociedad rompió las amarras del miedo y los que no tienen nada que perder salieron a la calle masivamente. Otros hicieron sonar las ollas, otros pusieron la bandera el revés en las redes sociales y recordaron el crecimiento económico del sector financiero en medio de ríos de sangre de un país en guerra que lucha por la paz desde hace décadas. La rabia y la indignación salieron a la calle, los jóvenes han mantenido y dinamizado la protesta animando a otros sectores, y el paro de este mayo del 2021 se ha mantenido por más de tres semanas en las calles, a pesar de la violencia, los muertos y heridos de estas jornadas.
La desesperanza, el confinamiento y el hambre se transformaron en dignidad en las calles y los sucesos han superado el olvido. Todo esto empezó a recordarnos que han estado haciendo trizas la confianza y la esperanza. La sociedad en su conjunto recordó que habíamos avanzado y que hace unos años pensábamos en un país mejor; que la pregunta por la paz es obvia, pero urgente; y que como sociedad parece que nos negamos a seguir viviendo en un país en guerra. Nos abrimos entonces a mejorar y superar tanto el diagnóstico de los pasivos y crudos realistas como el de los románticos ingenuos y/o oportunistas, que entusiasman con lecturas y salidas aparentemente sencillas y optimistas. Al parecer es el mismo proceso histórico y sus ritmos los que hacen un proceso pedagógico para madurar lecturas y propósitos que no se confundan con el deseo y que permitan consensuar propósitos que no generen expectativas frustrantes. Este será el reto de los próximos meses: un diagnóstico realista para construir caminos de esperanza responsable.