En el país del Sagrado Corazón, plagado de intolerancia y fanatismos, nunca está de más recordar que el ateísmo se basa más en la razón, mientras que la religiosidad se basa más en el temor…
Temor a un supuesto dios, temor al simple hecho de cuestionar su existencia y a hacerse merecedor a un “castigo eterno”, que en realidad existe solo en la imaginación del ingenuo, pues estas concepciones no resisten el más básico análisis.
Y esto aplica para todas las religiones, llámense catolicismo, islam, judaísmo o hinduismo, entre muchas otras, surgidas de una interpretación casi literal de sus libros fundacionales: la Biblia, el Corán, la Torá o los Vedas.
Desde la Antigüedad, buscando descifrar las causas de diversos fenómenos naturales, muchos filósofos ya cuestionaban la existencia de los dioses y, consecuentemente, la existencia de un mundo sometido a sus caprichos.
Pero en la historia de la humanidad, siempre han sido apenas un puñado de personas, incluidos científicos brillantes, quienes realmente han usado la razón, mientras que las masas han sido simples rebaños que se guían más por los prejuicios y el temor que por el buen uso de la materia gris.
Hay muchos fervorosos que aún conciben a dios como un viejito barbudo y bonachón (como se le representaba en la Edad Media para que resultara una figura más cercana) a quien, de manera casi infantil, se le ruega, invoca y agradece.
Pero si tomamos en cuenta los atributos esenciales que tendría ese dios si existiera, como la infinitud o la inmaterialidad, está claro que carece de oídos que escuchen esos ruegos o de ojos (entre otros rasgos humanos) que lo lleven a mirarnos con esa conmiseración que muchos quisieran.
Por ese mismo atributo de infinitud, tampoco hay un lugar disponible para ese “infierno” que atemoriza a tantos creyentes, pues si dios es infinito y bueno, ¿qué rincón en el universo quedaría disponible para ese lugar de castigo eterno y depositario de la “maldad” del mundo?
Estos son apenas unos argumentos ontológicos básicos, pero uno podría seguir y seguir. Con mirada antropocéntrica, es el ser humano el que a lo largo de la historia ha creado a los dioses a su imagen y semejanza, llámense Zeus, Júpiter, Cristo, Alá, Jehová, HaShem o Brahma.
Ahora que la pandemia reivindicó a los ojos de más gente la importancia de la ciencia –y la ciencia médica en particular–, que ayudó a descifrar al coronavirus para combatirlo, primero con medidas sanitarias adecuadas y luego con vacunas desarrolladas en tiempo récord, ojalá más gente deje de lado la superstición, los temores y los prejuicios para acercarse más a la ciencia.
Ese acercamiento científico a la comprensión del mundo también ayudaría a erradicar la intolerancia de millones de fanáticos religiosos que se consideran “gente de bien”, pero que con una mentalidad maniquea conciben el mundo en blanco y negro (en lugar de entenderlo en todos sus matices): quien no está con ellos, está contra ellos.
Eso incluye a millones de miopes e irresponsables que, con el entendimiento velado por el fervor religioso, siguen minimizando las alertas de los científicos y sus llamados a actuar de inmediato para frenar y revertir los graves daños que seguimos causando a nuestro planeta (nuestra única casa), al que la humanidad ha irrespetado por siglos.