Mi hermana Jimena viajó a Barú el 18 de marzo. Su esposo cumplía años y se lo querían celebrar allá. Fueron meses de ahorro, años sin ir al mar. Pasaron cuatro días en un hotel. Celebraron en la discoteca del mismo. Allí coincidieron con un grupo de italianos que venían viajando por todo el Caribe. Jimena no lo pensó dos veces y salió a bailar con ellos. Bebieron juntos. Al otro día incluso almorzaron.
Jimena regresó a Bogotá el 21 de marzo. Cuatro días después me llamó asustada, tenía todos los síntomas. No quería salir a la calle, y menos que sus vecinos del barrio San Antonio del norte de Bogotá supieran. Ya se habían leído casos de estigmatizaciones, de insultos. A los dolores del cuerpo es mejor no sumarle otro tipo de preocupaciones. Soy auxiliar de enfermería de las ambulancias Subred Sur desde hace cuatro años.
Tengo 35 años y soy una persona sana. Estudié en el Instituto Las Mercedes así que ella consideró que lo mejor es que yo fuera a verla. Viajé desde Usme hasta la 180 en el norte, atravesé la ciudad para atender a mi hermana. Tomé todas las medidas necesarias. Llevé mis guantes, el tapaboca, el desinfectante. Después de atenderla me lavé las manos en alcohol. Seguí las reglas estrictas. Y sin embargo una semana después, el 30 de marzo, me tumbó una debilidad extrema.
No había fiebre, ni mocos, ni tos, sólo una debilidad terrible que no me dejaba ni pararme de la cama. Ese día no pude ir a trabajar. Decidí esperar, no llenarme la cabeza con pensamientos negativos. Al otro día, el 31 de marzo, apareció el dolor de cabeza. No era la clásica jaqueca que se alivia con ibuprofeno, no, sentía un taladro en la frente, un dolor en los ojos punzante, como si unos dedos invisibles me los hundieran. Vivo con Marcela, mi hermana mayor y su hija de 16 años. Me llevaron a la EPS, allí me hicieron la prueba. Cuatro días después, el 4 de marzo, salí positivo de Coronavirus.
Estoy encerrado en un cuarto de tres por tres. Por más que intenté aislarme ya Marcela tiene los síntomas. Lo que me ha afectado incluso más que esos pinchazos incesantes en las articulaciones, más que la dolorosa tos seca o de dormir sólo hora y media al día, del sudor nocturno y el escalofrío constante, es la culpa la que me atormenta, la culpa de saber que ella está mal porque yo le prendí el virus. Trato de no pensar en eso. Ojalá, si ustedes llegan a contraer el virus y contagiar a alguien, no piensen demasiado en el mal que causan alrededor.
En este momento no tengo internet ni televisión por cable. Paso los días conteniendo el dolor mirando el techo. Tres veces por semana mi hermana me recarga el celular y, cuando me siento bien, asisto a unas clases virtuales de Derecho que recibo de la Fundación Universitaria de Colombia voy en tercer semestre. Pero el virus no da tregua.
A veces amaina el dolor y uno al menos puede sentarse en la cama pero es mejor no hacerlo: es demasiado el desgaste físico y uno termina ahogándose. El ahogo es como si un gorila se parara detrás de ti y te abrazara, te estrujara. Tengo que aprender a respirar, nunca perder la calma. Si yo, que soy un profesional de la salud, que sé que esto no me va a matar porque soy joven y sano, estoy angustiado, ¿cómo será alguien que tenga problemas respiratorios? El Coronavirus está lejos de ser una gripita cualquiera como muchos la quieren ver.
Me quedan cuatro días más de esta tortura. Las horas son largas, interminables. Mi único consuelo es poder sentarme en la cama y respirar. Uno, con este dolor, aprende lo hermoso que es respirar sin dolor, pestañear sin creer que los ojos se te van a caer. La debilidad es extrema porque, de sólo pensar que tengo que comer, me dan ganas de vomitar. Todo me sabe a manteca. Todo es desagradable. Intento tomar acetaminofem y metocarbamol para que se reduzca la fiebre, pero todo es en vano. Tengo que convivir con el dolor. Esto va a pasar. Rezo para que no me queden secuelas, para que sea verdad que esto no me va a volver a dar. El Coronavirus es el infierno en vida.