Llega otro aniversario, otra efeméride, otra conmemoración, un nuevo onomástico de la municipalidad de El Bagre, en fin, otra fecha para celebrar –aunque en el fondo no sepamos qué– y por eso es mejor echar mano de los recuerdos, poner un taburete contra la pared y dejar que la memoria sea como el río que vemos pasar y pasar…
En aquellos años muchas de las enfermedades endémicas, digamos viruela, sarampión, paperas, rubéola, varicela y la tosferina, se les tenían como una especie de vecinas y en esa calidad eran atendidas cada vez que llegaban; y llegaban cuando menos se esperaban, casi siempre en las tardes de la mano de un niño no mayor de 7 años, cargado de fiebre y que de buenas a primeras se le acusaba de haberse ido a bañar a escondidas al caño de la 8, pero en vez de la reprimenda del caso, tenía que ser llevado al médico.
Se trataba de su primera enfermedad, de aquellas que nos azotaron antes de que aparecieran las benditas vacunas.
Claro está que para esos tiempos las dichosas enfermedades no eran tan temidas, sino que eran más bien vistas como una escala sanitaria por la que todos: ricos, pobres, negros, niños, niñas y todos de cualquier índole, sin excepción de raza, clase o religión, debíamos padecer porque ya estaba escrito en cada uno de nuestros libros. Primero llegaba el sarampión, más tarde la visita era de la tosferina, luego la papera y días después la viruela, en ese riguroso orden, según pudimos establecer con quienes la superaron. Las mamás de esa época, aconsejadas por la experiencia de sus madres y estas por las de otras generaciones, le tenían a la viruela un buen baño frío con bicarbonato de sodio o, en su defecto, una avena finamente molida, la misma que se utiliza para remojar.
En caso de que se presentaran ronchas, lo mejor era usar loción de calamina y una dieta liviana y blanda por si se presentaban llagas en la boca. Me acaban de señalar que un buen baño en una ponchera con hojas de matarratón, que dejaba en el agua un color verde oliva, también servía para atenuar esta enfermedad, cuando todavía la medicina mundial no tenía la vacuna para erradicarlas de la faz de la tierra, como en efecto sucedió.
Para las demás se aplicaban leche con toronjil, una lana de chivo, agua de caracoles y una bolsa al cuello con barbas de cabro y café molido. Así lo decían, pero como en esa región eran escasos esos elementos, se aprovechaba un buen pedazo de algodón al que se le untaba mucha pomada Numoticine, que era de un color rosado, y el paciente quedaba parecido a un papá Noel hasta que las paperas se despidieran y el pobre no podía salir a la calle, y en todo caso hacerse invisible a sus novias. Y como aquellas mamás eran sabias de nacimiento, apenas despachaban una de esas pestes, se alistaban para recibir a la que siguiera en la edad de su hijo y se resguardaban en una frase que todavía recuerdo con mucho cariño y afecto: Dios no ha muerto ni hay noticias de que esté enfermo y por ello para combatir la tosferina no había sino que rallar o triturar tres dientes de ajo, agregar dos cucharadas de miel o azúcar moreno y tomar una cucharadita de esa mezcla tres veces al día. Y como sabían que el paciente podría salir retrechero para deglutir este remedio, le mezclaban la dosis con agua o una infusión natural sin azúcar.
Otra vez lo que escucharon mis castos oídos, y se los puedo asegurar como quien asiste a un juzgado con el libro sagrado en las manos y era que esa vez el personaje no se encontraba triste, ni afligido, ni flaco cansado ojeroso y sin ilusiones, sino que estaba sin ánimo de lucro. ¡Vaya uno a saber el alcance de esta frase y el impacto que tuvo en quienes la oímos!
Por esos tiempos también nos asistían las dolencias dentales y para eso estaba un señor en cuyo consultorio había instalado una fresa que sacaba su fuerza y su potencia por medio de un sistema de cables y poleas, un mecanismo que la hacía vibrar cuando el taladro hacía de las suyas –para no decir que trituraba el esmalte dental–. Aquel hombre tenía un pulso que no guardaba contemplaciones ni misericordias frente a lo que uno, sentado en esa especie de sillón hecho para el dolor extremo, pudiera padecer. Es más, cuando la situación se ponía dramática, del color de la hormiga, siempre se terminaba por agarrarle la mano o el brazo para que suspendiera la tortura y era cuando se dejaba venir con la anestesia en una jeringa enorme, la que al final dolía más que la calza de la muela. Ese era Toño Muelas. Atendía en sano juicio, porque lo normal era verlo con sus cuatrocientos ochenta y cinco guaros entre pecho y espalda.
Recuerdo, también, que por esos años El Bagre contaba con dos martines, ambos mochos de una mano; el primero de ellos atendía desde la entrada de un callejón que quedaba entre el almacén El Niño y la cantina el Salivón. Me parece verlo sentado en su trono, con unas puntillas en su boca y con las demás herramientas dispuestas en el suelo y en un cajón de madera todos los zapatos que tenía para entregar. Ah, eso sí, uno lo encontraba todos los días desde que el sol salía hasta que se ocultaba, menos los lunes, porque era el día del zapatero remendón y él, como buen representante de su gremio, respetaba ese día y lo celebraba por lo alto.
El otro Martín era un tipo serio, muy callado, de andar cansino, que no se metía con nadie y que se ocupaba de algunos oficios en la iglesia de Bijao, como tocar las campanas y en tiempos de semana santa, salir a repicar la matraca para espantar los malos espíritus. Por acá me recuerdan que hubo otro mocho muy famoso, o mediático en nuestro hablar de hoy, que se ufanaba ante todo el que quisiera oírlo cuando decía: primero me crece este ñoco, y mostraba la mano huérfana, que El Bagre ser municipio. Era el mocho Sopa de uy. Pedro Vasco, así se llamaba. Y cuando nos mencionada la prensa era cuando ocurrían aquellos hechos dolorosos, que por reales a veces uno quería echarlos al olvido y por eso rescato el inicio de aquella hermosa crónica que escribió el ya fallecido periodista de El Mundo de Medellín, Diego Medina Ochoa, cuyo relato tiene un comienzo formidable: “Primero se fueron las muñecas...”. Allí narra todo lo ocurrido la vez del paro del 27 de febrero de 1985 con sus cuatro muertos, veintisiete heridos y los tres aviones incendiados y la posterior militarización del pueblo.
“Ahora dice que no me quiere, ahora dice que me olvidó”, cantaba a pulmón abierto el gran Rafael Orozco, pero la canción que hoy quiero recordar es aquella que me aprendí para siempre en el aula de clases del segundo de primaria en la escuela urbana de Varones Simón Bolívar y que medio cancaneo así: Lunita consentida, colgada del cielo, como un farolito que puso mi Dios, para que alumbraras las noches calladas, de este pueblo viejo de mi corazón.
Y me acuerdo de la maestra que no se cansaba de repetir que preparar la yuca era lo más sencillo porque lo difícil era saberla comprar y era porque en J. Glottmann nuestra firma respalda su compra, como decía el letrero que colgó Manuel en su almacén, antes de que esta firma, dueña de Icasa y toda la parafernalia de electrodomésticos, se fuera a pique con deudas superiores a los 7 billones de pesos por allá por el lejano 1991. Cómo pasa el tiempo, no joda.
Bueno y también este es un espacio para la tristeza de la mano de Efrén Calderón, a quien se le acusó de causarle la muerte a su esposa, la abogada Liliana Margarita Ayola que en sus apartes dice: “Nadie sabe lo que llevo dentro, en la Biblia quedó un salmo abierto que alguna vez me leyó... fue a la cita sagrada con Dios, fue cierto, ya acabó el camino. Será que el ave sabe cuándo ha de partir y el árbol sin sus hojas pronto quedará... La última vez que yo te vi en los ojos nunca imaginaba que ibas a partir, querías vivir porque de todos modos aun en la tristeza tu querías reír…”.
Al fin y al cabo los que viven en la llanura es como si vivieran en el infinito, porque el horizonte es inalcanzable. Los que viven en las montañas tienen el horizonte en el cerro más cercano, en cambio no puedo olvidarte nunca”.
A todos quienes tuvieron la dicha de nacer y crecer en ese pueblo del Bajo Cauca, El Bagre, en especial a quienes se encuentran lejos del terruño natal, y un brindis para que algún día nos volvamos a ver...