Todos los días a las 10 de la mañana los motores de la planta de sacrificio en el matadero Ble empiezan a rugir anunciando una nueva jordana de muertes. Afuera, en los corrales, unas dos mil reses esperan su turno.
Desde su oficina, Juan Pablo Uribe, gerente y uno de los dueños del tradicional matadero que fundó su familia hace 58 años, está atento a que todo marche sobre ruedas, también las cuentas. Desde hace ocho años el economista es a quien le toca resolver los chicharrones que se van presentado.
El gerente, un cincuentón bonachón, jugador de golf y buen fumador de Lucky Strike, viene de una familia muy bogotana y bien acomodada. Es heredero de los Uribe Holguín, fundadores también del Jockey Club, el lugar que a comienzos de siglo pasado concentraba la élite social y política de la época.
Le puede interesar: Así viven los pobres más pobres de Bogotá
El frigorífico fue levantado en 1964, en La Floresta, al norte de Bogotá, con el nombre de San Martín de Porres. Lo crearon socios ganaderos. Con el paso de los años y después de algunas disputas legales, los Uribe se quedaron con el control de la compañía que le quitó el dominio al frigorífico Guadalupe de abastecer la carne para Bogotá y sus alrededores. Hoy el matadero Ble, que pone el 40% de la carne que se consume Bogotá, factura al día unos 180 millones de pesos con el sacrificio de unas mil reses diarias.
Justo antes de entrar a la planta de sacrificio, los novillos —machos jóvenes— pasan en fila por un delgado pasadizo. Parece que algunos presintieran la muerte. Se rehúsan a seguir adelante y hasta buscan infructuosamente devolverse. El sonar de la pistola neumática que se escucha a pocos metros y que mata al que va adelante logra asustarlos. El grito vaquero de los corraleros y el retumbo de los palazos que pegan contra los tubos de acero con los que están hechos los corrales y aquel pasillo los hace caminar acobardados hacia la cámara de aturdimiento, donde comienza la faena.
En la cámara de aturdimiento, una cajuela donde cabe apretado el novillo, un hombre vestido de impecable blanco y delantal amarillo dispara contra el animal un émbolo de acero con la pistola neumática que le pone justamente en la frente. Es un tiro de gracia que tumba al animal dejándolo desmayado.
Luego de que una cadena de acero que va ligada a un riel alza de una pata al novillo que ronda los 500 kilos, un hombre que de pies a cabeza está embadurnado de sangre, con experticia y sin repulsión, con un filoso cuchillo de 40 centímetros corta el cuello de los animales que ahí colgados se ven más gigantes. Mientras aquel matarife va degollando otro igual de ensangrentado a él recoge el caliente líquido de rojo intenso que sale chorros de los cuellos decapitados. La sangre recogida, que es el 7% del peso del animal, la venden para consumo humano e industrial.
Dotados de cuchillos, la herramienta esencial dentro de esta planta de paredes blancas ataviada de máquinas y andamios y mesones de brillante acero inoxidable, tres grupos de trabajadores de atacan al novillo. Con una destreza mecánica y en tiempos perfectos, mientras las reses avanzan colgadas al riel, que nunca se detiene, un operario se encarga de quitar las cabezas, otros dos van quitando los brazos desde el codo; un par más, encaramados en un andamio, quitan las patas mientras que otro hace un corte vertical sobre la panza para irlos despellejando por el frente, trabajo que termina una máquina que hala y quita la piel tan fácil como si estuviera desenvolviendo un dulce.
Después de un baño a presión, un metro más adelante, esperan los encargados de abrir las panzas y sacar las vísceras. Uno corta la parte de arriba y otro la de abajo. Uno saca las vísceras blancas y otro las rojas. Queda desocupado. El sierrero es uno de los últimos en participar en la faena que sacrifica 900 novillos en 16 horas; su trabajo es partir al animal en dos pedazos iguales, de la cola al cuello, con una sierra mecánica. No dura más de un minuto rompiendo cada novillo. Cada mitad de res, que ellos llaman canal, va a parar al cuarto de oreo, una gigante bodega refrigerada donde las carnes reposan colgadas antes de volver a ser trozadas por la mitad, para ser entregadas a sus dueños. Ha terminado la faena en la que participan 45 hombres armados de cuchillos, al mando de un veterinario y una ingeniera que hace control de calidad.
Los clientes, que casi siempre son dueños de carnicerías o supermercados, y que le han pagado al matadero 184 mil pesos por cada novillo sacrificado, recogen sus cuatro pedazos de carne 24 horas después para ponerlo en los negocios de barrio o restaurantes donde termina la ruta de la carne que comienza en una finca ganadera a cientos de kilómetros de la ciudad que se consume al día un promedio de 2500 reses, según Federación Colombiana de Ganaderos, Fedegán.
Mientras que en la planta el equipo de operarios trabaja para convertir los novillos en carne, afuera, desde las tres de la madrugada de todos los días, sobre los puentes que están encima de los corrales, que sirven de vitrina, se vive la feria del ganado. Compradores y vendedores tranzan millonarios negocios con las reses que van llegando al matadero en camiones, provenientes principalmente de Arauca, Casanare, Meta. Un viaje de ganado, que son 14 reses, cuesta en promedio 60 millones de pesos. El intermediario entre el ganadero y carnicero de barrio se queda con unos cinco millones por camionado negociado.
El matadero está por fuera de las transacciones entre vendedores y compradores de ganado. El negocio del frigorífico, que cuenta con 600 empleados, está solo en sacrificar reses y cerdos, actividad que les permite mover uno cinco mil millones de pesos al mes, un negocio rentable que lleva 60 años en poder de la misma familia.