La travesía llevaba cuatro horas y el barco era una fiesta. Francesco Schettino creía tener todo bajo control. Los tres bares y los cinco restaurantes que flotaban con el Concordia estaban a reventar. Era viernes y nada mejor para sobrellevar la embestida del mar que llevarse a su cuarto tres botellas de champagne y a una rubia moldava de 25 años. El único que tenía derecho a tocarle la puerta era el contramaestre, quien tenía la misión de avisarle cando pasaran cerca a las costas de Giglio, la isla mediterránea que ofrecía en las noches una vista llena de lucecitas fastuosas. Al capitán poco le importaron los riesgos que podía acarrear cambiar de rumbo. El alcohol y el “Volare” que retumbaba en toda la embarcación lo hacían creer que, al menos por esa noche, era invencible. Con la maniobra quería matar tres pájaros de un solo tiro.
Además de ofrecerle a su ocasional amante un momento mágico, quería rendirle homenaje, siguiendo una vieja tradición italiana, a un comandante jubilado que pasaba las vacaciones en la isla y al jefe de camareros del crucero, que es nativo del Giglio. Subió a cubierta y al ver la espuma debajo del barco, supo que habían piedras cerca. Ordenó enderezar el curso pero no había nada que hacer; el ruido sordo que estremeció a las 4.2229 personas que habían embarcado en el puerto de Civitavecchia, era la señal de que habían colisionado.
Los que estaban cerca lo vieron pálido mientras murmuraba en su dialecto napolitano “Madre mía, que he hecho”. Estaba desorientado y en shock. Los tripulantes bajaron al cuarto de máquina y, al ver el roto de cincuenta metros que había hecho la colisión, tuvieron la certeza de que en un par de horas el Concordia zozobraría en el mar irremediablemente.
La primera orden que le dio a Schettino a su tripulación fue tratar de mantener la calma que los pasajeros habían perdido momentáneamente ante el primer apagón. Había que distraerlos, no como para salvarlos, sino para que él y los oficiales de más alto rango del crucero, pudieran escapar del desastre sin sobresaltos.
Cuando ya estaba flotando en la costa de Giglio, Schettino dio la orden para encender la alarma. Entonces, dentro del barco, hombres robustos empujaban a niños y a mujeres embarazadas con tal de salvar el pellejo. Todo era caos y oscuridad. Desde la balsa de emergencia, el capitán recibió la llamada de uno de sus superiores en Livorno. La conversación quedó grabada y se presentó como una prueba contundente de su cobardía:
- Escuche, Schettino, hay personas atrapadas a bordo. Vaya con su lancha por debajo de la proa de la nave, por el lado derecho. Súbase a bordo y me dice cuántas personas están allí. ¿Está claro? Estoy grabando esta conversación, comandante Schettino
- Pero, ¿se da cuenta de que está oscuro y no se ve nada?
- ¿Y quiere volver a su casa, Schettino? ¿Está oscuro y quiere volver a su casa? Suba a proa por la escalera y me cuenta qué se puede hacer, cuántas personas hay y qué necesitan. ¡Ahora!
Pero el “Capitán Cobarde”,como se le conocería de ahora en adelante en el mundo entero, no regresó al barco que se hundía, al contrario, llegó a puerto, tomó un taxi y le ordenó llevarlo a un hotel. Antes de bajarse comprobó que sus medias estaban mojadas y temiendo que sus pies cobraran mal olor le preguntó al taxista donde podía conseguir una boutique abierta para comprar unas nuevas. A sus 54 años este apuesto napolitano podía perder el control, pero nunca la clase.
Mientras del fondo del mar los buzos sacaban 32 cuerpos, Schettino intentó borrarlo todo cerrando las puertas de su casa. Vino el juicio y el repudio de toda Europa. Le dieron casa por cárcel y mientras los familiares de las víctimas lloraban sus pérdidas, “El Comandante Cobarde” era descubierto tomando el sol junto a su escultural esposa en una playa napolitana.Un año después del naufragio fue invitado por la Universidad de Roma para dictar una cátedra en “Manejo de pánico”. Su teflón parecía resistir el odio visceral que sentían sus compatriotas hacia él.
Su buena estrella por fin se apagó esta semana cuando un juez lo condenó a 16 años de cárcel. Sus lágrimas de arrepentimiento no convencieron a nadie y hoy toda Italia celebra la decisión, aunque la fiscalía pedía 10 años más. Este parece ser el último capítulo de una tragedia que empezó hace tres años, cuando Schettino quiso tener un detalle con su amante moldava. Lamentablemente para él, el regalo le salió muy caro.