En Colombia se volvió costumbre que cuando un político se lanza al Senado de la República, no calcula cuántos votos necesita para alcanzar esa curul, sino cuánto dinero va a tener que invertir para acceder a ella.
En un artículo publicado en el diario El Colombiano de Medellín, el analista político John González afirmó que una campaña para el Senado puede valer alrededor de $15.000 millones.
Ese monto equivale a casi diez veces el tope fijado por la ley para las elecciones del 2202, que en caso del Senado fue de unos mil doscientos millones de pesos. O sea que casi el 90 % de los recursos que llegan a una campaña no se declaran. Ahí comienza la corrupción.
Es decir, para llegar al Congreso no hay que preparar un sesudo programa, ni recorrer todo el país tratando de convencer a los electores, ni ser buen orador, ni tener carisma. Lo que requiere es billete. Y bastante.
La mayoría de quienes acceden al Congreso por la vía del billete, no cuentan con los recursos que se requieren para ello. Entonces, se los prestan “generosos” aportantes, casi siempre contratistas del Estado, que, como es natural, esperan que su inversión se vea recompensada con creces, cuando su patrocinado aterrice en el Capitolio Nacional.
Entonces, durante los cuatro años que están en el Congreso, estos personajes tienen que dedicarse a conseguir el dinero para cumplirles a sus patrocinadores. ¿y cómo lo hacen? Extorsionando al gobierno de turno.
El negocio es simple: el honorable congresista condiciona su voto a los proyectos gubernamentales a que el Ejecutivo les conceda determinada cantidad de contratos.
Pero no se los pueden entregar a cualquier contratista sino al que el congresista señale, que casi siempre resultar ser un financiador de su campaña.
Entonces, el gobierno accede al chantaje y le entrega al contratista la obra que sea. El constructor infla el valor de la obra de tal forma que esta se pueda financiar pero que también sobre alguito para el congresista que consiguió el contrato.
Los gobiernos tienen claro cómo operan los congresistas y por ello muchas veces no se sientan a esperar a que les pidan, sino que se adelantan a ofrecerles las dádivas necesarias para sacar adelante sus iniciativas.
Así funciona la política en Colombia. Y ese modus operandi fue el que se usó en el escándalo de la Unidad Nacional para la Gestión de Riesgos, que acaba de costarle el puesto al ministro de Hacienda Ricardo Bonilla.
Al inicio de este cuatrienio, el gobierno estaba empeñado en refundar el Estado y de cambiar todo lo que existía. Para ello debía sacar en el Congreso reformas de todo orden. Pero tenía un problema, no contaba con las mayorías en el Legislativo, donde esas reformas se debían avalar.
Entonces, altos funcionarios del Gobierno que estuvieron varios años en el Congreso y sabían cómo operaban los senadores y representantes se dieron a la tara de conseguir los recursos para sumar los votos que requerían.
Y encontraron la gallina de los huevos de oro: una entidad que maneja cuantiosos recursos y que no requiere de hacer licitaciones para adjudicar contratos. La Unidad Nacional Para la Gestión del Riesgo.
Esa entidad se dedica a atender desastres de toda índole, y esos desastres hay que enfrentarlos ya. Con lo cual, no se puede dar el lujo de surtir el tedioso proceso que exige una licitación. Papayazo.
Entonces, el gobierno puso al frente de la UNGRD a un hombre de la entera confianza del presidente Petro, Olmedo López, quien había sido coequipero del actual mandatario desde hace años.
López se dedicó, no por inspiración propia sino por órdenes del gobierno, a adjudicar contratos a lo loco. Los beneficiarios de esas adjudicaciones eran contratistas amigos de los políticos de que manejaban los hilos del Congreso.
Por eso, según afirmó el propio López ante la Fiscalía, le entregaron $3.000 millones al presidente del Senado Iván Name, que, al parecer en público era el más duro crítico del Gobierno, pero que en privado recibía sus pagos y $1.000 millones al entonces presidente de la Cámara, Andrés Calle.
Pero ellos no fueron los únicos que recibieron los giros del gobierno. Se calcula que para engrasar la máquina del Congreso se invirtieron alrededor de $100.000 millones.
Se calcula que para engrasar la máquina del Congreso se invirtieron alrededor de $100.000 millones
En este turbio asunto ya hay muchas cosas claras. Lo que está por establecer es quién ordenó esos pagos. Hasta ahora, y sobre todo después de su renuncia, todos los ojos se dirigen a Ricardo Bonilla.
Pero sería muy ingenuo pensar que semejante operación que se montó para aprobar las reformas de Petro se hubiera concebido a espaldas del principal promotor e interesado en que se aprobaran esas reformas: el presidente de la República.
En lo que tiene razón Petro es que este carrusel de la corrupción no comenzó a operar en el 2022, viene funcionando hace muchos años.
Pero, precisamente, millones de colombianos votaron por el actual Mandatario porque estaban convencidos de que él iba a cambiar esa forma sucia de hacer política.
Y para decepción de esos votantes, lo primero que hizo el gobierno Petro al llegar al Palacio de Nariño fue poner en marcha esa maquinaria corrupta para materializar sus iniciativas.
Mejor dicho, con Petro todo cambió para que todo siguiera igual. Y peor.
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