Me fui para al país hermano para descansar en Isla Margarita con algunas amistades, y lejos de calmar mi mente en el tranquilo mar turquesa y el sol siempre en lo alto de su profundo cielo azul, aprendí mucho viendo y cuestionándome activamente las diferentes realidades que conocemos sobre aquella nación.
Se preguntarán dónde están las fotos para validar lo que digo. La inseguridad del país lo impidió la mayor parte del viaje, pero queda lo más importante que ha tenido el ser humano y que poco se valora hoy: la palabra.
Lo único que quería yo era descansar, y aunque pude hacerlo a ratos, había algo de la situación que me tocaba a mí, me afectaba. Mucho más, me inquietó vivir de cerca toda la situación que en gran medida “pintan” los medios.
El 12 de enero de 2019, al llegar a la frontera binacional entre Cúcuta y el Estado de Táchira, hice fila para sellar el pasaporte con agentes venezolanos de inmigración: alrededor de cuatro o cinco horas nos dejaron esperando, aun cuando no había más de 50 personas. La razón: en la larga ventanilla de atención tenían a un indiferente funcionario que fácilmente podía estar acompañado por otros cinco más para atender, pero, de esa manera, retrasaba la entrada. Entonces la gente perdía la paciencia, ellos se ofrecían a facilitar el paso si había dinero, y en complicidad con la guardia venezolana, se podía cruzar; lo comprendí porque fui testigo de varias personas que así lo hicieron. Al final de esta historia, y entre angustia, me tocaría ceder…
Tras larga espera y una vez dentro de Táchira, todo lucía como una galería (hasta el mismo paso por el puente fronterizo es insufrible): comida y desechos por todas partes, olor a podredumbre, orina y excrementos, gritos, bullicio, música llanera hermosa pero estridente y mezclada con otros géneros musicales de gente que por allí andaba; perros callejeros que deambulaban, personas de infinitas características que iban con cara de prisa de un lado hacia el otro.
Eran las 3:00 p.m. Teníamos hambre. Había cambiado 30.000 pesos colombianos por bolívares en Cúcuta y me habían devuelto 24.000 bolívares. A primera vista, pareciera que la moneda colombiana estuviera devaluada. Eso es puro efecto psicológico, mero sesgo cognitivo. Le eché mente y recordé, era obvio: Venezuela le había quitado cinco ceros a su moneda a mediados de 2018. Es decir que los 24.000 bolívares, cuatro fajos de billetes, eran en realidad 2.400.000.000 (dos mil cuatrocientos millones de bolívares), reflejando La inflación del país que, en noviembre de 2018, aumentó un 144.2%. Imagínese, una inflación de 1'299,724%.
Todos los gobernantes y sus gabinetes, cuando atraviesan los coletazos económicos más fuertes a causa, creo yo, de la corrupción de cada país, recurren a esa vieja estrategia de eliminarle ceros a su moneda. En Sudamérica, casi todos los países han tomado esa decisión; en Centroamérica, México es otro ejemplo. Colombia también va por ese camino. Santos lo intentó en 2012, presentando la propuesta al Congreso, argumentando que ello representaba un ponerse a “tono con la realidad internacional”, que porque manejar mil pesos era más fácil que cargar un millón, y demás. Pareciera tener razón Santos en cuanto a la facilidad del manejo, pero ¿quién carga un millón de pesos normalmente? La mayoría de los que vamos de a pie, no lo creo…
En fin, lo que veo detrás de esa jugarreta, pese a no ser economista, pero sí ser un ciudadano que se cuestiona mucho, es lo que comenté anteriormente: se quitan ceros de la moneda para generar un efecto psicológico cortoplacista. Sin embargo, si la moneda sube de precio es porque todo sube. ¿Y por qué suben las cosas? Porque la disponibilidad de recursos se hace más escasa, se imagina uno. Quizá a veces varíe la oferta de agua y energía por cuestiones propias de la naturaleza; también es posible que el calentamiento global tenga su factor de incidencia. Pero diría que en gran medida lo que sucede, es que las relaciones de poder en las que se enmarca la sociedad, tensan más los intereses de un lado que de otro, y la corrupción se cultiva más fácilmente a través de todas ellas.
Al haber exceso de corrupción, más gente, que suele ser la más pobre, trabaja más y contradictoriamente, menos dinero recibe; y los que más tienen dinero, pues ganan más y suelen trabajan menos, entonces hay mayor fuerza de trabajo y despilfarro de los recursos naturales. Con un billete, con un papel, y con una moneda hecha de cobre, níquel y zinc, se sustituye así a un recurso natural como el agua o los árboles, que realmente son invaluables. Y aunque es necesario tener un medio de cambio para que funcione la economía, la corrupción es la que lo hace todo inviable.
Volviendo al tema, en Táchira y en general en Venezuela, son pocas las personas que te reciben bolívares porque saben muy bien que, en el Estado paternalista del chavismo, no hay gobierno que regule la forma de generar ingresos. ¿A eso se refiere el ideal socialista-comunista? Porque lo que evidencia la realidad, es que más allá de la utopía de que los obreros estén fuera de la cadena económica impuesta por un dueño de una empresa, la corrupción se incrementa de manera increíble. Como quien dice: ya no tienes la corrupción del patrón que impone largas horas de trabajo y paga miserias a sus trabajadores; pero sí tienes individuos, aislados, que le ponen el precio que deseen a lo que comercian, y no les importa si a los que les venden o re venden también son pobres o más pobres que ellos, porque como el Estado regula la empresa, pero “no al individuo”, no hay una moneda fuerte que valga la pena trabajar para sobrevivir. Conclusión: las personas, son en su medida, su propia empresa capitalista que explota a los otros. ¿Esas son la nostalgia y el sueño de la izquierda? Pues se me parece mucho al capitalismo. Ya lo dice el filósofo surcoreano Byung-Chul Han: “Se vive con la angustia de no hacer siempre todo lo que se puede”, y si no se triunfa, es culpa suya. “Ahora uno se explota a sí mismo figurándose que se está realizando; es la pérfida lógica del neoliberalismo que culmina en el síndrome del trabajador quemado”. Y la consecuencia, peor: “Ya no hay contra quien dirigir la revolución, no hay otros de donde provenga la represión”.
Entonces la gente, las personas, seguimos siendo tan corruptas como las empresas, que también son creadas y manejadas por personas. Porque es que la corrupción no tiene partido político ni orilla ideológica; la corrupción es inherente al ser humano, solo que se manifiesta en mayor o menor medida. Y como allí hay un impasse, un punto muerto, un callejón sin salida, no nos basta la explicación de teorías económicas ni políticas, ni sociológicas que den cuenta de formas justas para generar valor (plusvalía) sin atentar contra las libertades del individuo y sin oprimir al pueblo, afortunadamente tenemos lo valioso y revelador que puede resultar el psicoanálisis analizando estas cuestiones.
Jacque Lacan, médico psiquiatra y psicoanalista francés, retomó las obras de Sigmund Freud y encaminó el nuevo curso del psicoanálisis: “En 1968, establece una relación de homología entre la ‘plusvalía’, tal como la define Marx, y el nuevo nombre que él le da a partir de ese momento al «objeto a», objeto a, que es la falta que todos tenemos como seres humanos, porque siempre sentimos que nos falta algo, somos seres incompletos: no lo podemos hacer, saber ni tener todo. A ese objeto a, Lacan la nombra ahora como «plus-de-gozar» -que no es otra cosa que la forma como un sujeto se satisface con un objeto pulsional-.
Es decir, que los intentos de relacionarnos, en este caso, con los modelos de gobierno de izquierda o derecha, son acciones nuestras desesperadas orientadas a colmar y llenar esa falta con figuras mesiánicas. Nos sentimos completos con Uribe o Chávez, hasta que nos damos cuenta que nos decepcionamos porque son imperfectos, que no eran lo que ellos vendieron y nosotros esperábamos, porque, al fin y al cabo, son seres en falta igual que nosotros.
Entonces, gracias al psicoanálisis, vemos que toda teoría política, educativa, económica, científica, y demás, en su intento por imponer un bienestar, felicidad, salud, y demás para todos, falla esencialmente ante el inconsciente. Porque a la falta no se le puede taponar y porque cada uno de nosotros, aunque a veces reaccionemos como masa, somos únicos a la hora de relacionarnos frente a esa falta, es decir, frente a esa sensación de vacío que proporciona la vida. Y de esta manera, ante el tipo de gobierno chavista de Venezuela, la gente se puede quedar, o se puede ir; unos pueden rebuscarse o crearse el trabajo con mucha dificultad ante la ausencia del mismo, y otros se pueden meter a una guerrilla; otros se suicidan; en fin, la decisión es personal y por eso la relación con la falta también lo es y eso nos hace ajenos a ser estandarizados como masa.
Partiendo esa cuestión fundamental de la falta y la posición personal de elegir qué hacer o relacionarnos frente a ella, más bien, la podemos analizar desde la otra orilla histórica enmarcada en la corrupción que es inherente al ser humano. Hablo del gobierno de Carlos Andrés Pérez, un presidente de derecha. Estuvo a cargo como el máximo mandatario de Venezuela desde 1989 hasta 1993 y durante su mandato, el país, en el cual el 80% de su población estaba en situación de pobreza, el alza de impuestos fue el detonante. Pérez decidió subir el precio del transporte público en un 50%, el de la gasolina en un 100%, y también ordenó incrementar el de los alimentos, por recomendaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), ya que acudió a este organismo para solicitar créditos que permitieran al país salir de la crisis. Pero, ¿impuestos a un país que no tenía cómo pagarlos? La corrupción, reída, hasta que la gente pobre bajó de los barrios más deprimidos hasta el centro de Caracas para protestar. No hay cifras oficiales de cuántos fueron realmente los desaparecidos. Centenares de personas resultaron heridas y otras tantas, muertas. Esto que cuento es apenas una fotografía de un país sumido en la pobreza y la violencia casi treinta años atrás, pues este 29 de febrero de 2019, se cumplen tres décadas de lo que en 1989 se denominó con esa toma popular, como “El Caracazo”.
En 1990, un año después de dicho acontecimiento, nazco yo. Casi 30 años después, vivo la situación similar que padece el pueblo venezolano, pero a costa de un gobierno desde otra orilla ideológica.
Alejándome de la historia de los libros y noticias y volviendo a la que viví en carne propia y que asemejé, tenía hambre y con el fajo de bolívares me encarté (no sabía qué hacer con ellos). Nadie recibía ese dinero. Tras mucho merodear, pude encontrar a una señora que vendía arepas y una especie de lo que acá llamamos Frutiño (jugo artificial). Le pagué y me sacié un poco.
Tras tres horas de viaje en bus llegamos hasta La Fría, ciudad del municipio García de Hevia, en el Estado de Táchira. El escenario se repitió: pobreza por todas partes. La arquitectura de las casas iba cambiando, las calles se mostraban cada vez más solas. Era una especie de pueblo fantasma. Pudimos ir a comprar algo de comida. Casi todos los bolívares se nos fueron en una hamburguesa de 13.000 mil bolívares (mil trescientos millones de bolívares). Unos compañeros, se pusieron a hablar en contra del chavismo y vaya sorpresa, dos hombres que allí departían, se pusieron a insultarlos por hablar en contra de su revolución que los tiene pegados de las tetas flacas del Estado. De no ser porque el dueño de la venta de comidas intervino, el conflicto fácilmente hubiera trascendido a la violencia.
Nos fuimos a dormir y al día siguiente, el 13 de enero, nos dirigimos hasta el aeropuerto de aquella ciudad. No fue mentira lo que muchos medios pintaban sobre el “lavado de cerebros” de la revolución: un par de paredes de aquel aeropuerto tenían pintadas las caras de Hugo Chávez. La oferta de alimentos allí disponible, era realmente precaria. No había conexión a internet, ni aire acondicionado. Los baños estaban colapsados por las necesidades fisiológicas. Después de una impaciente espera, llega el avión: una bala gigante a la que, sobreviviendo a su anacronismo, nos ofrece entrar por detrás como los aviones militares…-hasta esto-, pensé. Por dentro, no hay pantallas de tv en los asientos, se nota el paso del tiempo en las duras capas de sea cual sea el material en el que se haya hecho aquel transporte. Tras unos 40 minutos de vuelo, llegamos a Caracas, una ciudad que, entre el amarillo de su sol, el azul de su cielo y su mar, contrasta con el rojo de su sangre derramada por los gobiernos de derecha e izquierda.
Su aeropuerto era muchas veces más cómodo y avanzado que el de La Fría. Aproveché para alimentar mi pasión por los libros y busqué alguna venta de ellos, para, lejos de mi sorpresa, evidenciar nuevamente el lavado de cerebros: otra pared grande de Bolívar y Chávez. Pero, además, mi cerebro quería estallar ante la oferta de ideología chavista y programación neurolingüística (PNL) impresa en los libros. Entendí una vez más que el Chavismo es lo mismo que PNL: creen que, con la fuerza del yo, una persona puede hacer y deshacer. Pero sucumbe ante la persona inconsciente que bota su voto; y ante, el inconsciente que hace fallar a su yo. Punto para el psicoanálisis nuevamente.
Decepcionado por no encontrar un libro decente, regresé con quienes iba. Bajamos en bus, y fuimos a buscar un restaurante para calmar el hambre. Durante el camino, Caracas fue igual de pueblo fantasma que La Fría. Vimos tanto la pobreza como lo más pomposo que un país en decadencia puede ofrecer. Algunas señoras con tantos quiebres en sus caras como las fachadas de sus casas agrietadas ya sea por los años o por los sismos, tenían lavadoras afuera en los andenes, como ofreciendo servicio de lavado. Las señoras permanecían sentadas, como resignadas. Pero pensé nuevamente que independientemente del gobierno que haya, siempre en últimas tendremos la decisión de irnos o quedarnos, sobrevivir, o morir. Y en eso reside la verdadera libertad, que ningún Uribe ni Chávez con pintas de mesías te va a proporcionar, porque solamente se accede a ella a conciencia de la decisión que se toma y teniendo responsabilidad para hacerse a cargo de lo que ella se derive.
Tras ver los contrastes radicales de Caracas, llegamos a un restaurante llamado Rompe Olas. Se veía muy lujoso. Hicimos cuentas de cuántos bolívares teníamos para hacer una “vaca” y así entre todos poner dinero y comer. La cuenta también se podía pagar en pesos colombianos, afortunadamente, y en dólares. Pedimos de todo. Cinco grandes platos con carne, arroz, maduro, limonada y demás, por un precio de 10.000 pesos en total, lo que en cualquier restaurante de tal ambientación y decorado nos hubieran cobrado en Colombia fácilmente, mínimo, unos 200.000 pesos.
Horas después regresamos al aeropuerto de Maiquetía en Caracas, y esperamos el nuevo avión que nos llevaría hasta el aeropuerto de El Vigía en el Estado de Nueva Esparta, que rige a Isla Margarita. Llegó el avión y con él, nuevamente la angustia de subirme a ese anacronismo volador. Solo me consolaba el saber que, si se caía en algún momento, ¿al menos caeríamos en el océano…con tiburones? En el vuelo nos acompañaban dos mujeres, que, por sus apariencias y vestimentas rojas, relacioné provenientes de Corea del Norte.
Por fin llegamos. Era de noche. 9:00 p.m. aproximadamente. Tomamos un bus hasta el hotel. El calor, similar al del municipio de Melgar en Tolima, en Colombia. Nos acomodamos todos. Durante mi estadía estuve hablando mucho de la realidad venezolana. Una mujer me dijo que el salario mínimo era de 18.000 bolívares (180.000.0000; ciento ochenta mil millones de bolívares), aproximadamente 2 dólares, 10.000 mil pesos colombianos.
Hablé con un compañero abogado y le decía que mi hipótesis respecto al por qué de los pueblos fantasmas que veíamos, giraba en tres puntos: 1. La gente no suele salir de sus casas durante todo el día porque se conforma con los escasos productos que el Estado le proporciona. 2. La mayoría de la clase media huyó del país y eso evidenció tal escenario apocalíptico ausente de personas. 3. La inseguridad aumentó tanto que también se volvió un condicionante para que la gente apenas y abriera las ventanas de sus casas. Coincidimos.
Se acabaron las vacaciones e hicimos todo el viaje de vuelta hasta otra entrada fronteriza en Puerto Santander. De regreso el camino también estaba repleto de pobreza. Ahora sí se vio un poco más de gente en las carreteras, pero también encontramos cambuches gigantescos usados como casas. Un sol abrasador, música llanera, el bus con asientos en que sentías las varillas tallando la piel. Niños pequeños trabajando, igual que acá en Colombia. Camionetas y autos de lujo, muy modernos, como los había también de épocas pasadas y que hoy transitan Cuba.
Por fin llegamos hasta la frontera. Pero la peor pesadilla fue más crítica que montar en un avión desvencijado. Había ojos clavándonos miradas. Los integrantes de una banda criminal estaban vestidos de amarillo. Había una fila, nuevamente, de no más de 50 personas. Los funcionarios venezolanos no nos dejaban pasar. Nos retrasaron alrededor de cuatro horas bajo el sol intenso de más de 30 grados. Desorden, suciedad, barricadas con postes de cemento y alambre de púas para controlar el paso. Fritanga, perros merodeando, basura en la calle, un grupo de rap cantando y su líder cristiano gritando a los cuatro vientos: “que se atengan, porque pronto seremos la República Cristiana de Venezuela”. Como si fuera poco el derramamiento de sangre provocado por un caudillista de la historia, ahora quieren meterle más candela poniendo a líderes religiosos en un país que no tiene cómo aguantar. Otras verdaderas venas abiertas de América Latina…
Era triste ver cómo los criminales con su desparpajo les cobraban “vacuna” hasta a sus propios paisanos. Nadie se salvaba de tener que pagar su impuesto: jóvenes, adultos, ancianos. Todo el que llevara algo desde Colombia hasta Venezuela tenía que pagar. El criminal sacaba un manojo gigante de dinero como para ostentar todo lo que ganaba. Durante un momento uno de ellos se acercó a un compañero y le dijo que le entregara el celular. Que era prohibido porque no se podían tomar fotos ni videos allí. Unos amigos de mi compañero llegaron hasta a él y lo defendieron de palabra. El tipo dijo: “no me lo va a dar? Listo, voy a llamar a que lo recojan”. Sacó un celular e iba a hacer una llamada, y con eso bastó para que el joven se lo entregara. El hombre revisó y evidenció que no había material probatorio. “No lo vuelva a sacar porque me lo llevo”, sentenció.
A unos 10 metros, había guardias venezolanos custodiando, hasta donde vi, sin armas, la entrada y salida de la frontera. Sus miradas y sonrisas estúpidas de cómplice al vernos bajo el sol padeciendo con la corrupción de los agentes de inmigración, evidenciaron todo, una vez más: el carácter criminal del aparato militar venezolano.
Si todo salía bien, teníamos hasta las 5:00 p.m. para salir corriendo hasta la Oficina de Migración Colombia y sellar pasaportes. Para quien no sepa, hay que sellar pasaporte en ambas oficinas de migración al entrar y salir de un país. Si no se hace, se viola la ley: es como si no hubieras entrado o salido del país y tiene consecuencias económicas. La impaciencia nos angustiaba más porque nos estábamos quedando sin tiempo, y los agentes de frontera no nos dejaban pasar. Si nos cerraban las oficinas, tendríamos que quedarnos en ese pueblo de mala muerte. Y aquí voy a lo de que el ser humano es corrupto en mayor o menor medida: cedimos. Nos tocó a 30 personas, reunir dinero y pagar cerca de 300.000 pesos colombianos que nos exigieron como extorsión para dejarnos pasar. Tras harto rato, por fin nos abrieron paso y salimos corriendo hasta los guardias fronterizos que nos revisaron las maletas mientras sonreían maliciosamente.
A algunos de mis compañeros los retuvieron más tiempo mientras les destripaban sus valijas. Otros corrimos con más suerte. Vimos pasar fácilmente a algunos tipos de amarillo entre frontera y frontera…
Con angustia logramos llegar a tiempo corriendo a la oficina de Migración Colombia y sellamos pasaportes.
Pasé por Venezuela y confirmé la situación de desigualdad económica y social que los medios pintan, sí. Pero también confirmé que la izquierda puede ser tan miserable como la derecha. Colombia, con la viudez de poder del expresidente Uribe y sus secuaces, ha sido tan perverso como Chávez con la economía y la sociedad. Y puede ser peor, ya que aviva tiempos de guerra no solo internos sino también por fuera.
Guaidó, hay que decirlo, puede traerle un respiro a su patria. Pero hay que recordar que viene de muy amigo con Estados Unidos que llega detrás del petróleo venezolano. Guaidó está tocando puertas para pedir más créditos: se aumentará su deuda externa. Venezuela se verá un poco mejor, pero estará maquillada. La crisis viene de 30 años hacia atrás, y resolver desigualdades tan profundas no se solucionarán en su mayoría ni en una década. Trump viene con cara de liberar a Venezuela pero alienta la guerra y justifica la incursión militar internacional, pasando así, es verdad, por la soberanía de otro país, así sea derivada de la desafortunada elección de la mitad del pueblo venezolano: pobres perezosos en su mayoría que no quieren trabajar y que han elegido a Maduro para que les dé de comer una que otra vez al mes sin tener que esforzarse. En resumidas cuentas: cualquier tipo de gobierno depende de sus mayorías para gobernar porque a eso le llaman democracia. La mitad siempre termina perdiendo ante la elección de los otros, así sea con elecciones un poco justas o explícitamente robadas, como en Colombia y Venezuela. Pero siempre nos quedará el poder de decisión frente a eso externo, así influya y mucho en nosotros para irnos o quedarnos, pero lo que es más importante: para reinventarnos.