Desde los insondables sótanos de la noche llegó el silbido humeante. Como un alarido aborrecible se internó en la niebla, atravesó los ramajes, cerceno árboles y vientos para incrustarse en el vientre del Cerro el Gordo. Los perros de la vereda aullaban , los motores de la aeronave se estinguían como una música remota y siniestra, mientras los hombres del grupo de rescatistas adscritos al Cuerpo de Bomberos de la Unión Antioquia, iniciaban su travesía hacia la gran cicatriz de la montaña, donde 71 vidas se apagaban de tajo, entre los muñones de hierros retorcidos del que fuera el avión de la ilusión Chapecoense.
Tras dos horas de recorrido desde la población del oriente antioqueño, los rescatistas advidinaban a la distancia la dimensión de la tragedia, esa atmósfera que han aprendido a reconocer, esa textura trazada por voces agonizantes, por el trepidar de sus pasos y de sus propias palpitaciones, por sus íntimas reflexiones de cómo los cuerpos más gráciles se trasmutan en átomos. Bajo la lluvia que perlaba sus cascos y empapaba los driles, se abrían paso por el descarpado trecho, tan oscuro y denso que se tragaba las lucecitas de las linternas, pero no impedía el paso de los decididos integrantes de la primera cuadrilla que llegaba a las entrañas de la tragedia.
Los focos soportados en las manos temblorosas de los socorristas fueron desnunando la crudeza del siniestro. Uno de los bomberos reportaba por el radio los detalles que confirmaban los presagios del puesto de mando, la sombrías sensaciones que llegaron a los más veteranos del equipo, quienes se quedaron en base para coordinar las operaciones de grupo de avanzada. El Avro 146 de la Aerolínea LaMia era un recuerdo. Caminado entre las alas estranguladas, y luego de superar la sección trasera de la aeronave, reducida a un amasijo de latas, los rescatistas advirtieron las vocecitas ténues, la tibieza de los pasajeros que se resistían a la muerte en medio de un olor húmedo y terroso.
Seis vidas, seis sobrevivientes, se decían los valerosos rescatistas de La Unión. Izaron sus camillas limpiaron las lágrimas y el barro de los rostros desconcertados. Trajeron a la vida a seis valiosos seres humanos, los incorporaron en las ambulancias que los llevarían a los centros de atenciòn mèdica. Despuntaba el 29 de noviembre, otra fecha imborrable, una madrugada que nos recordaba como la fatalidad es esa condición que termina vidas de manera temprana, que trastorna historias de sueños, de goles y campeonatos, en retratos a blanco y negro de cuerpos inertes, en registros forenses, en relatos de rabia e impotencia ante esas fatídicas coincidencias donde tiempo y espacio se conjugan para tronchar nuestros destinos.