A menudo las notas periodísticas y la opinión pública internacional suelen enfocar la explicación del conflicto árabe-israelí en la reconocida Resolución 181 de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) de 1947. Si bien el plan de partición es un punto vital en el proceso del conflicto que continúa hasta la actualidad, la excesiva importancia sobre el catalogado detonante de la contienda entre árabes-palestinos e israelíes conlleva al marginamiento de otras reflexiones analíticas de suma importancia. Por ejemplo, se menciona que Gran Bretaña no pudo dar un adecuado manejo a las oleadas de violencia de una auténtica guerra civil. Al no poder frenar o controlar los ataques de ambos contingentes, delegó la responsabilidad sobre la recién creada ONU. ¿Realmente ocurrió así?
El objetivo de Gran Bretaña como potencia mandataria delegada por la extinta Liga de Naciones, sobre Palestina, Transjordania e Irak, no era otro que poner en adecuadas condiciones políticas, económicas y sociales a Palestina, hasta que su población pudiese aplicar plenamente la autodeterminación y el autogobierno.
Las revueltas árabes de 1936 solo hicieron acelerar la transición hacia un Estado independiente para los judíos, y a su vez, un Estado árabe-palestino que no figuraba en los términos iniciales del Mandato (de carácter transitorio) vigente oficialmente desde 1923. Claro está, a diferencia de los Mandatos vecinos que terminaron con gobiernos árabes, Palestina tenía la particularidad de desarrollar en su interior el hogar nacional judío prometido en la Declaración Balfour de 1917.
Ahora bien, ¿por qué Palestina?, ¿por qué el sionismo?
El sionismo es un auténtico movimiento nacionalista que inicialmente no poseía un territorio concreto, y cuyos miembros, a raíz de la diáspora que los forzó a dispersarse, están por todo el orbe. Al ser una directa respuesta política al antisemitismo europeo sobre los ataques que sufrieron los judíos tanto en Europa occidental como oriental, se marcó así una clara diferencia con el judaísmo: el judío salió del ghetto y desarrolló su propia nación.
Lo anterior implicó el desarrollo de un discurso histórico que reivindicada la presencia del elemento judío sobre Tierra Santa y la unidad cultural de los judíos entorno al uso del hebreo moderno. A su vez, se desarrollaron elementos identitarios que buscaron unificar al disperso pueblo judío. Aunque el antisemitismo había servido como elemento aglutinador, realmente los principales mecanismos para contrarrestar los ataques eran la asimilación cultural al país de residencia y la respectiva disolución de los valores religiosos judíos o la emancipación producida por el otorgamiento de derechos civiles, políticos y sociales tras la Revolución Francesa. No obstante, la caída del liberalismo político y económico en pro de los nacionalismos europeos, situaron a los judíos en un complejo panorama.
El punto de quiebre fue el affaire Dreyfus (1894-1906). Alfred Dreyfus, capitán del ejército francés, fue condenado por espionaje y alta traición al proporcionar presuntamente documentos oficiales de suma importancia al gobierno alemán. El trasfondo del juicio radicaba en que se adjudicaban tales cargos al militar por el mero hecho de ser judío. A pesar de considerarse plenamente un ciudadano francés, el elemento judío de su ascendencia fue más que suficiente para condenar a Dreyfus por cargos que nunca cometió.
La conclusión a la que llegaron muchos pensadores como Theodoro Herzl, padre del sionismo político y autor del Estado Judío, fue que por más laico, asimilado o emancipado que estuviera el judío, éste no podría escapar del antisemitismo. Dreyfus era la fiel ejemplificación de que el antisemitismo clásico (cultural, social, religioso) daba paso a un antisemitismo racial del cual no había escapatoria y cuyo máximo exponente sería el tercer Reich alemán encabezado por Adolf Hitler.
Si el origen del nuevo antisemitismo era el nacionalismo que recorría Europa, su respuesta no podía ser nada menos que una lucha nacional por la liberación de los judíos. Una nación daría pie de batalla en el concierto internacional ante la persecución y el abandono de formas de resistencia y lucha que, a los ojos del sionismo, era la constante en la historia del judaísmo.
Para concretar los objetivos del sionismo, se debatió en 1897 durante el I Congreso Sionista realizado en Basilea, Suiza, sobre instaurar el Estado en parte de un territorio de Argentina o Madagascar, para finalmente seleccionar a Tierra Santa como el destino del nuevo Estado moderno, por ser la cuna del pueblo judío y centro de gravedad del judaísmo. Así se legitimó su presencia masiva en lo que eran tierras árabes del Imperio Turco-Otomano a finales del siglo XIX.
Herzl intentó infructuosamente ganarse el apoyo de las principales potencias europeas sobre los planes sionistas ¿la razón? Un apoyo directo de Gran Bretaña, Francia, Prusia, etc, generaría un complejo clima de tensión en la diplomacia secreta europea y como ya eran previsibles las intenciones militaristas e intervencionistas de diversos países sobre los Balcanes y el Imperio Otomano, un apoyo al sionismo resultaría en una posible escalada armamentista que finalmente se daría en la Primer Guerra Mundial de 1914. Por parte de los otomanos la explicación es razonable, no querían otro movimiento nacionalista que disgregase más aún sus territorios.
El primer intento de fundar un Estado judío en Tierra Santa se debió entonces a cuestiones geopolíticas. Aun así, el sionismo no cesó de dar continuidad a sus objetivos políticos y supo canalizar satisfactoriamente los ataques contra los judíos en Europa del Este y la Rusia zarista.
A la par que crecía el nacionalismo europeo, el Imperio Ruso estimuló fuertemente el paneslavismo, y empujó así a la comunidad judía a una franja territorial de las actuales Polonia, Ucrania y Bielorrusia. Las oleadas de violencia y persecución contra los judíos vistas allí permitieron hacer viable el proyecto sionista. Los fuertes pogromos de Kiev de 1881 generaron así organizaciones clandestinas como Hovevei Zion (Amantes de Sion) encargadas de enviar judíos a Tierra Santa.
Posteriormente la propaganda sionista recalcaría la frase de que tales pioneros hicieron “florecer el desierto”, con el fin de hacer creíble la idea de que estaban conquistando una tierra vacía. Lo cierto es que Tierra Santa estaba repleta de árabes. La razón por la que el sionismo pudo plantear con facilidad un programa político alrededor de la migración, defensa, instituciones paraestatales, desarrollo industrial y agrícola, y símbolos patrios sobre lo que sería la Palestina británica, radicó en que cuando los pioneros llegaron en la primera aliyah (1882-1903) encontraron un nacionalismo árabe muy incipiente, con una Palestina inscrita más en una Gran Siria o la Gran Arabia, más que en un Estado palestino independiente. Adicionalmente tal región no tenía una unidad territorial suficiente (dividida en el vilayet del Líbano, Siria y el Sanjak de Jerusalén) ni una fuerza política autónoma que hiciera frente tanto al centralismo otomano como a un ente extranjero. Con lo cual, si los judíos fueron expulsados por los romanos en el 70 d.C, ahora tenían vía libre para retornar a lo que consideraban legítimamente su hogar.
Aunque oficialmente los otomanos no otorgaron ningún territorio para establecer un Estado judío, no titubearon (por las necesidades fiscales) al momento de vender tierras a filántropos judíos como el Barón Edmond de Rothschild o el Baron de Hirsch, fundadores asociaciones de colonización judía en Palestina y en las cuales depositaron considerables sumas de dinero para comprar las mejores tierras en su costa mediterránea.
Las primeras fricciones con los árabes resultaron de la ventaja competitiva de los judíos que con capital de inversión, mejores semillas y técnicas de cultivo y principalmente mejores tierras, fueron desplazando paulatinamente a los árabes-palestinos a posiciones en las que tenía que abandonar su tierra o trabajar como jornalero en otra.
A raíz de que la mayoría de la población era campesina y no contó con apoyo para su desarrollo ni de los otomanos y los británicos, el sionismo pudo ubicarse estratégicamente en la costa mediterránea y en el valle que conduce hacia el lago Tiberíades, encontrando por supuesto los reclamos y la resistencia de la población árabe. Cuando se instauró oficialmente en 1923 el Mandato con una administración civil a cargo del primer Alto Comisionado de Palestina, sir Herbert Samuel (judío sionista), se catapultó el sionismo a un anticipado éxito sobre los árabes, dado que gracias al Alto Comisionado y por vía de la Agencia Judía para Palestina, encargada allí de los asuntos judíos, se estimuló la compra de tierras para la colonización judía, la fundación de empresas, la prestación de servicios sociales, el desarrollo de la autonomía local, la construcción de acueductos, redes eléctricas, fundación de ciudades y organismos legislativos y representativos que finalmente pasaron cuenta de cobro a los árabes en la Guerra de Independencia de 1948.
Los árabes-palestinos no estuvieron nunca a la par de los desarrollos del sionismo y no contaron con un apoyo real y estratégico de los países árabes (apenas en construcción), cuyas disputas buscaban el liderazgo del mundo árabe. Sin duda la división árabe fue un factor clave que se visualizó en el aspecto militar. Una vez Israel declaró su independencia el 15 de mayo de 1948, la carencia de un mando militar unificado, la escasez de operaciones coordinadas entre las unidades árabes y la sospechosa intención de la Jordania de Abd Allah ibn Husayn de no atacar fuertemente a Israel a cambio del control de Cisjordania o la West Bank, permitieron asegurar la supervivencia del naciente Estado judío.
Desde 1949 hasta 1967, tras los acuerdos de armisticio y el respectivo control de Egipto de Gaza y Cisjordania por parte de Jordania, no existió una intención considerable de desarrollar un Estado palestino autónomo. Por ello el statu quo producido tras la guerra en tales territorios, es algo que ha explotado masivamente tanto el laborismo como la extrema derecha israelí para ejercer el control efectivo de la población palestina en un considerable régimen militar sin garantías políticas, económicas ni de cualquier índole en un Estado que se autoproclama como la única democracia de Oriente Medio.
La actitud hostil de los israelíes hacia los árabes-palestinos y la inyección masiva de población judía en todo Israel en pro del ya asegurado giro demográfico, solo tiene un propósito: darle continuidad a una mayoría judía que impida que los mismos problemas que en Europa hicieron surgir el sionismo, recaigan paradójicamente en un nuevo antisemitismo árabe en su propio Estado. Desde las primer aliyah ese ha sido uno de los principales objetivos políticos.
Básicamente los hechos consumados en la compleja realidad israelí ponen en jaque cualquier intento árabe por un Estado palestino. Todo son proyecciones e intentos fallidos, tal cual como aquel mapa sobre la partición de Palestina que realizó la ONU. De esta forma la comunidad árabe en Israel está en un perpetuo limbo (perdidos en un archipiélago de territorios palestinos dispersos) en el que las diversas formas de resistencia solo hacen alargar levemente el control pleno y total de Israel sobre los territorios ocupados, dejando en el limbo cualquier acuerdo de paz que otorgue por fin una verdadera estabilidad en toda la región.