En el Caquetá la paz ha abierto nuevas perspectivas: un día todo lo era la guerra y al otro parecía que lo acabado no era sino obra para el olvido. Ese sinsabor de una inocuidad obviada, de esa Colombia invisible, rezagada entre las luces de una nueva época, invita a indagar entre el territorio. Se conoce a voz de medios el Urabá, el Catatumbo y el Cauca qué pasa acá en el Caquetá donde las voces de guerra parece que pararon tan dramáticamente y en el silencio se sienten los murmullos de la incertidumbre.
La búsqueda no fue muy lejos. A tres horas de San Vicente, mula abajo, en un paisaje con olor a llano y bestia, se encuentra Las Damas. La historia me la contó Zulema, profesora hace años allá, vecina mía que a veces se le cruza a uno con la ansiedad de contarle esas penas ahogadas.
Para llegar a Las Damas toca pasar por Campo Hermoso, otro caserío inundado por el conflicto. Ella cuenta que en Las Damas toca entrar sin casco. Tienen que identificarlo o le quitan la moto y le ponen su multa. En Las Damas escasea el plátano y la fruta, impensable en el piedemonte. Lo que se mueve es ganado y coca, las casas de tabla tienen su televisor, su juego de sala y un buen equipo de sonido.
A diferencia del resto del Caquetá, a la gente en Las Damas no les gusta bañarse en sus quebradas. Dicen que están llenas de güios y serpientes así que mejor viajan hasta una hora y media buscando charco. Cerca se ven abandonados los campamentos de la guerrilla, donde se enfilaban más de mil hombres y los secuestrados vivían en pequeños compartimentos donde apenas si se podían parar. Dicen, porque hay que creerles, que hay un “cañito” cristalino, plagado de caimanes que añejo se alimentaban de los más desobedientes del pueblo.
Los muchachos estudian en el único colegio toda la mañana. Si dejan de ir, les mandan razón: o estudian o para el monte. Cuando acaban su bachillerato tienen dos opciones, la finca o la guerrilla. La mitad de los estudiantes de Zulema han desertado este año, de vez en cuando le llevan fruticas, carne de monte y saludos de excompañeros enfilados. Es común para el imaginario el comandante con sus muchachitas de 15 o 16 años, paseándolas como trofeos en una zona donde el conflicto carcome y alimenta otros factores contra los que aún se lucha en las sociedades urbanas, como el machismo.
El panadero, el carnicero, el arrendatario, el profesor, cualquiera puede ser guerrillero. A los nuevos los vigilan, los interrogan, les mandan saludos del comandante y les avisan que hoy no salgan después de tal hora porque bajan los “chulos”. Los chulos les dicen a los militares, que bajan cada mes o mes y medio, en camiones y helicópteros en operativos que siempre fallan; la regla general es que no hay que mirarlos a los ojos ni saludarlos, no se vaya uno a meter en problemas.
Entre miedos e inseguridades, Zulema cuenta esa violencia con estoicismo, con el mismo con que ella y sus compañeros lloran las noches de encierro, silencio y balacera. Zulema no se llama Zulema ni es profesora; Las Damas sí se llama Las Damas, sí queda a tres horas de San Vicente del Caguán y sí está plagada de violencia.
“La historia… es lo que le sucede al pueblo común y corriente todos los días…” decía Alfredo Molano en el epílogo de Del Llano llano. Esta historia es de él, es la historia de todos: la de Ángela, Sandra, Diana, José, Jhon, Wilmer y Abimiller, dados de baja en un combate que resalta la crudeza de un Estado brillante por su ausencia y un conflicto sin límites para corromper la institución de la niñez y el crecimiento. La del pueblo alejado, que nunca ha sido colombiano, que no vivió La Habana y que sigue nadando entre líneas de las grandes páginas de la paz.