San Juancito había quedado despoblado desde marzo del 2002. Los paramilitares habían sometido y en sus cinco manzanas ya no quedaba nadie. La gente no estaba derrotada y quería levantarse a punta de música. Pero ni eso podían hacer. Los tambores estaban rotos, las guitarras deshilachadas. Queríamos ayudarles a recuperar su alegría, sus canciones.
Ese 25 de julio del 2010 viajamos desde Cúcuta hasta el municipio de Teorama, en Norte de Santander, donde quedaba San Juancito. Nos quedamos esa noche en la escuela. Yo estaba tan cansada que no podía dormir. No tenía malos presentimientos, cuando a las 10 de la noche tocaron a la puerta. Por instinto quería levantarme y abrir, pero los profesores, enruanados y asustados, preguntaron quién era. Sin pasar saliva, del otro lado de la puerta, dijeron que eran el ELN. Conmigo estaba Maria Ximena Ruiz, una historiadora que trabajaba con vicepresidencia y Helena Díaz que, como yo, trabajaba en la fundación Progresar de Cúcuta. Los guerrillos venían por la historiadora. La profesora era valiente y los encaró. Por la mirilla de la puerta reconoció a un eleno y recuerdo que lo regañó, que se acordaba de él, que había ido varias veces a misa con la mamá y que lo que estaban haciendo estaba muy mal hecho.
La profesora no abrió la puerta. A nosotros nos daba miedo ver cómo con los fusiles intentaban levantar el frágil techo de zinc que nos cubría. Al final, Maria Ximena se levantó de la cama abrió la puerta y se fue con ellos. Nosotros nos quedamos tiradas en el suelo con el alma en el puño. Helena se arrinconó entre dos paredes y lloraba y oraba a la vez. Yo no quería pensar en nada. No sabíamos que a esa hora los elenos le raqueteaban el bolso con brusquedad a la joven historiadora; que hasta le pegaron con las cachas de sus revólveres; que en la hora y media que dura el viaje hasta la vereda Honduras, se cayó dos veces en la moto. El rencor que sentían por el gobierno de Álvaro Uribe se evidenciaba en ese mal trato. Estábamos demasiado asustadas por lo que iba a pasar con nosotros como para pensar en lo que podría pasarle a ella. Y sin embargo lloramos por ella.
Dijeron que iban a volver y nosotros teníamos la esperanza de que si lo hacían era para decirnos que podíamos devolvernos para nuestras casas. La noche pasó lenta y cuando los primeros rayos del sol se colaron entre las ranuras de las lonjas de metal que nos cubrían no pude evitar sentirme contenta. Pensamos en escapar pero el ruido de las motos que rondaban la calle nos intimidaban. Afuera toda la vereda sabía lo que estaba pasando pero nadie podía decir nada. La única señal de celular que había era una mortecina de Avantel.
A las cuatro de la tarde volvieron y nos dieron la mala noticia: teníamos que irnos con ella. Helena perdió el control, se tiró al piso y a gritos suplico por su vida. Ni la determinaron. Nos subieron a cada una en una moto y nos internamos por una trocha. Durante tres horas andamos en ella hasta que, a la vera del camino, nos esperaba una camioneta. De ahí fueron tres horas más hasta que llegamos a un rancho al lado de un desfiladero. De ahí salió María Ximena. Venía fresca y relativamente tranquila teniendo en cuenta que la habían golpeado y se había caído dos veces de una moto. La tenían en ese rancho acostada en una cama estrecha. A su lado la acompañaba un hombre de civil con un fusil. Ella solo miraba para el techo y, a punta de rezos, logró mantenerlo alejado.
Una hora seguimos andando en la camioneta hasta que nos detuvimos al lado de una cascada. Debería ser la una de la mañana y no teníamos ni idea en qué parte del Catatumbo estábamos. Nos dieron linternas y a cada una nos subieron en una mula. Ellos, que ya eran 15, también hicieron lo mismo. Estábamos tan cansadas que nos daba miedo quedarnos dormidas en la mula y caernos. A las cuatro de la mañana, antes de que saliera el sol, nos detuvimos en una casa. Era una familia de dos campesinos y tres niños muy pequeñitos. Los elenos obligaron a la familia a darnos hospedaje y algo para comer. Nos dieron un rincón del único cuarto que tenían. Los guerrillos pusieron sus hamacas y se acostaron. Nos pasaron unas cobijas que olían a mortecino y sin embargo nos quedamos dormidas ahí en el suelo.
A las ocho de la mañana nos despertamos. Los campesinos, muy atentos, nos iban dando consejos de cómo montarnos en las mulitas sin que nos causara tanto dular, nos dijeron que era un apero, nos dijeron cómo se manejan las riendas. Ese primer día andamos tanto que se nos hizo noche. Súbitamente, en medio de la oscuridad, la caravana de las mulas se detuvo. Nos quedamos ahí unas dos horas. Por más que preguntábamos nadie nos decía nada. Un niño como de unos doce años pasó al lado de nosotras corriendo, llevaba dos bidones de gasolina. Cuando, a lo lejos, escuchamos el ruido de las motosierras, nos dio pánico. Todo el tiempo habían dicho que eran del ELN pero no tenían ningún distintivo. Las imágenes de los paramilitares cercenando gente se nos vino a la mente. Afortunadamente era sólo un árbol que había caído en el camino y que tenían que cortar para seguir.
En el camino no todo fue una pesadilla. Siempre nos acompañó el cielo más estrellado que vi en mi vida. Los rayos que caen todo el tiempo sobre el Catatumbo se veían imponentes. De un momento a otro el cielo se cerró y empezó a caer un diluvio apocalíptico. Paramos, a las cuatro de la mañana, en otra casa. Nos cambiamos afuera porque veníamos empapadas. Entre las rendijas de la casa de madera podíamos escuchar el murmullo, las risas de hombres que nos estaban viendo. La casa era una habitación larga y al lado una cocina improvisada. Cuando nos terminamos de cambiar nos dijeron que siguiéramos a la cocina que nos iban a dar café. Había dos viejos desdentados y un hombre más joven con la mirada desorbitada. Nos tocaban los brazos y no paraban de decirnos vulgaridades. Esa madrugada se quedaron con nosotras tres guerrilleros y les advertimos del acoso. Nos acostamos en un rincón de la cocina y uno de los elenos acomodó su hamaca justo arriba de nosotras para protegernos.
Al despertarnos siguieron los problemas para Maria Ximena. Apenas despertó una gallina, que la miraba mientras dormía, la picoteó un ojo. Por primera vez la historiadora de la vicepresidencia se descompuso. Al intentar abrirlo la pupila era sólo una bola de sangre. Una de las mujeres que estaba en la casa le hizo un ungüento y recuerdo que la rezó. Así seguimos el camino, un día más a lomo de mula, pensando que María Ximena había perdido un ojo. Después de andar un día más llegamos por fin a nuestro destino, una casa abandonada en medio del Catatumbo en donde pasamos 15 días
La angustia era saber que se acercaba el 7 de agosto y habría cambio de gobierno. Llegaba Juan Manuel Santos a la presidencia. Afuera imaginaba que todo el mundo estaría muy ocupado como para ocuparse de tres oenegeras. Sin embargo, la diócesis de Ocaña se movía y ya los diálogos para nuestra liberación estaban muy adelantados. La Cruz Roja Internacional y Jesús Antonio Sanchez Clavijo, entonces personero de Ocaña.
En esas dos semanas en que estuvimos allí nuestro único miedo era un rescate a sangre y fuego y el aburrimiento. A veces jugábamos parqués con los elenos y otras tardes hablábamos durante horas sobre nuestras vidas. María Ximena se recuperó rápido y al final el remedio que le dio esa campesina le sirvió para no perder el ojo. Estábamos rodeadas de hombres e ir al baño era engorroso. Eso sí los elenos nunca se nos acercaban, mantenían la distancia. Nadie nos hablaba de las razones del secuestro. Me sorprendió la juventud y poca formación política de los guerrilleros.
El silencio se rompió cuando llegó un comandante con barba y gafas, el cliché del guerrillero curtido. Lo acompañaba otra persona en una mula. Se acercó a nosotras, nos hicieron unas entrevistas nos filmaron con una cámara y con toda la amabilidad nos preguntaron por qué no solicitaron el permiso para entrar. Nos mostraron video clips de vallenatos revolucionarios y panfletos.
Cuando se cumplieron las dos semanas nos dieron el mensaje: todas las entidades del gobierno nacional no podían entrar a la zona con la intención de sacar información de la gente, que debería respetarse esa zona y respetar los recursos nacionales, que la gente estaba bien y que los estaban fortaleciendo democráticamente, no había necesidad que nadie, desde afuera, les enseñara sobre derechos humanos. Después nos soltaron.
Andamos en lomo de mula todo un día hasta que nos dejaron en un descampado. Allí nos recogió el obispo de Ocaña y nos llevaron en un helicóptero a Cúcuta. Nunca guardé malos recuerdos ni sentimientos hacia la gente que me tuvo, igual no me trataron mal. No volví a hablar con Maria Ximena, no sé si ella piense diferente.