Así era la vida de los tripulantes en el submarino Ara San Juan

Así era la vida de los tripulantes en el submarino Ara San Juan

La disciplina de los 44 marinos era la única fórmula para soportar el hacinamiento de estar en el fondo del mar tal y como se cuenta en esta crónica

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noviembre 25, 2017
Así era la vida de los tripulantes en el submarino Ara San Juan

Un submarino es como una ciudad en el fondo del mar. Un submarino es el mecanismo de silencio más sofisticado del mundo. Un submarino está diseñado para no ser encontrado. El mayor valor estratégico es mantenerse oculto, indetectable. Cada pieza está construida para mantenerlo silencioso y discreto. Esas son las principales hipótesis que podría dar luego de tres años de trabajo de campo antropológico. Pero ante el extravío total del ARA San Juan S-42, el submarino con 44 tripulantes cuyo destino es peor que la incertidumbre, para mí de nada sirven esas definiciones: un submarino es, por sobre todas las cosas, la vida de sus tripulantes. La inmersión indetectable puede salvar la vida de los marinos en plena guerra, cuando se busca evitar el alcance de los torpedos y las bombas de profundidad que lanza el enemigo. Pero cuando un incidente lastimó la máquina y la convirtió en un animal ciego a la deriva o encallado en un punto imposible del mar austral, el silencio puede, como suele ocurrir, ser la muerte.

El primer submarino que abordé fue el ARA Santa Cruz S-41, gemelo del San Juan. Era 2013. Me había figurado un mundo en marcha, un tronar de máquinas que harían andar a esa ballena de metal. Había tenido una ensoñación cinematográfica en que unos gritaban a otros, apurados para evitar la catástrofe. Imaginaba acción, tránsito y movimiento. Cuánta candidez. El submarino que vi era un callejón angosto lleno de botones que aturdía de quietud. No lo sabía, pero estaba en un templo.

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La situación ineludible de compartir el destino, la necesidad de coordinar conocimientos con otros hombres y muchas máquinas, y la condición indispensable del silencio, hacen que en un submarino la vida de sus habitantes esté estrechamente ligada. Una vez el buque desciende, cada movimiento requiere la sincronización de muchos dispositivos. Operar sus mecanismos exige cambiar el lenguaje. Las palabras que usamos en tierra son obsoletas a bordo.

Es como vivir en una casa, una ciudad o una habitación, bajo el agua. Y sus tripulantes la habitan como tal. Van al trabajo, almuerzan, vuelven al trabajo, cenan, ven una película y van a dormir. Cada tripulante debe cubrir turnos de ocho horas divididos en dos. En ese tiempo cada cual está entregado a su especialidad: máquinas, electricidad, planos de proa, planos de popa, timones, armamento o sonares, como Serrano.

El suboficial Mayor Óscar Serrano es un hombre sereno, de pocas palabras. Retirado, veterano de Malvinas, la mitad de su vida como submarinista llevó auriculares en los oídos. Tripuló buques durante 30 años. Su trabajo consistía en leer el entorno del buque a través de los sonidos del mar. A la especialidad de Serrano se le dice sonarista. Y el último buque donde lo llamaron así fue en el ARA San Juan S-42.

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Hoy el San Juan está incomunicado en aguas del Atlántico Sur. Se sabe que zarpó el lunes 13 de noviembre desde el muelle militar de Ushuaia con 44 tripulantes hacia la Base Naval de Mar del Plata. Que perdió comunicación con tierra el miércoles 15 a una distancia de 430 kilómetros de la Península de Valdez. Y que se esperaba su arribo a la Base Naval de Mar del Plata el lunes 20 de noviembre.

Serrano maneja hasta la base Naval de Mar del Plata desde su casa ubicada en el sur de la ciudad. Baja del auto, camina despacio y a paso corto. Consulta las novedades oficiales, saluda a algunos familiares y regresa. Aunque la muerte es una hipótesis que angustia cada vez más a los amigos, a los hijos, a las esposas, a los cercanos de los cuarenta y cuatro, nadie quiere hablar de ella. Serrano mucho menos. Está seguro de algo, se dice, dice: si los cuarenta y cuatro siguen a bordo están trabajando para sacar el submarino a superficie.

–Un submarinista no se queda sentado esperando a que venga lo peor– cree, convence.

Entre marinos se sabe que los submarinistas son iguales en todo el mundo. No importa la bandera. Comparten los mismos pasillos angostos, las mismas camas estrechas, el mismo olor a aceite. La misma austeridad. Y al miedo a la muerte, nunca lo exteriorizan. Cuando la escotilla de embarque se cierra, todos son una sola cosa, el buque y ellos son una sola cosa, viva. Pelearán juntos por sobrevivir a un ataque de una guerra improbable, coordinarán sus esfuerzos para que esa máquina compleja de otra época funcione perfecta; pero si algo falla, si uno de esos mecanismos que deben ensamblarse como los de un cuerpo humano para que todo fluya no funciona, si ese error en la máquina la inmoviliza, por ejemplo, lo que sufra uno de sus tripulantes, lo sufrirán todos. En inmersión un submarino es un animal ciego. No existen puertas, ventanas ni claraboyas. No están la brisa, el viento o el sol. Y el mar que los rodea es ya una experiencia lejana. En inmersión, un submarino es un animal ciego:  un submarino sumergido solo escucha. Y ese es el metier de hombres como  Serrano. Los sonaristas son los oídos del submarino.

–Para un sonarista no existe otra cosa que el ruido del mar. Uno se pone los auriculares y se mete en otro universo.

El sonido más fuerte que Serrano escuchó en su vida fue como un palmazo en las orejas; un serruchazo de metal. Estaba en la guerra. A él le había tocado navegar durante 21 días a bordo del submarino ARA San Luis S-32. La máquina diseñada para calcular la posición del blanco estaba averiada y habían tenido que hacer los cálculos a mano. Una proeza que de nada valió cuando dispararon un torpedo contra los británicos. El tiro falló. Los ingleses detectaron la posición del San Luis. Con torpedos y bombas de profundidad hostigaron al submarino argentino durante treinta y seis horas: lo que se dice una efeméride de la historia militar argentina. Tras una maniobra de evasión, el San Luis tocó el fondo del mar y se mantuvo en él durante dieciséis horas como una estrategia de discreción. Entonces, lo único que escuchó Serrano fue el sonar de las piedras arrastradas por la corriente en el fondo del mar. Entonces supo lo que era ser indetectable, imposible de encontrar.

Después de pasar por la Escuela Anti-submarina para especializarse como sonarista y aún después de la Guerra de Malvinas, Serrano iba a la Base Naval a escuchar cintas con sonidos del mar. Entrenaba tardes enteras. Se sentaba frente al reproductor, tomaba los auriculares y escuchaba el ruido de fragatas, corbetas, pesqueros y submarinos. El ejercicio consistía en diferenciarlos, o como diría él: “clasificar el canto de las hélices”.

–Cada uno tiene ruidos característicos. Unos tienen hélice más chica, otros más grande; unos más rápida, otro más lenta y con ese movimiento ya sabés.

Los sonares son como los oídos del submarino en inmersión. Y los oídos son el único sentido del submarino bajo el agua. Funcionan a través de hidrófonos, como enormes parlantes que reciben sonidos escuchados únicamente por el sonarista. A través de ellos se arma un mapa sonoro del mar. Este mapa, sumado a los datos de las cartas de navegación y los estudios batitermográficos, le permiten al comandante tomar decisiones sobre la conveniencia del rumbo, la profundidad y la velocidad del buque, con un único y común objetivo: mantener la discreción, el silencio.

Los submarinistas pensarán en sus buques todos los días de su vida. Se preguntarán por su suerte, sufrirán cuando les falte algo y llorarán a solas. No se lo contarán a nadie, de la misma manera que no le contamos a nadie, cómo bajo una ducha de agua caliente apoyamos la cabeza contra la pared. Incluso, décadas después, en su retiro, estos hombres soñarán con sus buques. Y muchos años después, permanecerán dispuestos a entregarlo todo por un submarino. Todo. Todos.

La cotidianeidad submarina es bastante parecida a un hogar fuera del agua. En las horas libres los tripulantes leen, duermen, escuchan música, juegan al truco, ceban mate o se juntan en el comedor de personal, el lugar más amplio del submarino. El momento más esperado del día es el almuerzo. Si hay algo que reconforta a bordo, es la comida. Los cocineros son tan buenos que han preparado platos en hoteles afamados de Buenos Aires. En navegaciones largas, todos los domingos, quienes quieren, rezan. Alguno elige un pasaje de la biblia y lo lee al grupo. Piden porque todo marche bien. Cuando Serrano rezaba, pensaba en el accidente más peligroso en inmersión, un incendio. Pedía que no fallara nada.

–Y si tenía que ir al fondo, que fuera rápido.

El ARA San Juan S-42 es un submarino clase TR-1700. Pertenece a la quinta generación de buques de la Fuerza de Submarinos. Fue construido en el astillero Thyssen Nordseewerke de Emden, Alemania entre 1981 y 1985. Arribó a la Base Naval de Mar del Plata el 16 de enero de 1986. Navegó en aguas brasileras y costas argentinas, y en 2014 terminó su reparación de media vida en el Complejo Industrial Naval Argentino CINAR. Esta reparación le proveyó 15 años más de vida.

Serrano fue uno de los 35 hombres que vio cómo se construyó y estuvo la mañana helada de aquel invierno europeo en que se cumplió la ceremonia de afirmación del pabellón. Fue el 18 de noviembre de 1985. El sábado pasado, se cumplieron 32 años desde que aquel submarino construido en el astillero alemán fue nombrado ARA San Juan S-42. Las efemérides pueden ser crueles.

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Una ceremonia de afirmación de pabellón es un acto en que un astillero entrega un buque y la Armada que lo recibe le asigna un nombre. De acuerdo a la tradición argentina, todos los submarinos llevan el nombre de una provincia que comience con la letra S, seguida del número de su generación y antecedido por las siglas de la Armada: ARA San Juan S-42.

Desde que el buque llegó a la Argentina todos los años practicó ejercicios de combate con Armadas como las de Brasil y Estados Unidos. Los realizó con flotas de superficie y submarinos. Eran escenarios de guerra simulados donde se conformaban grupos de cinco barcos, se definía un núcleo y se desplegaba una línea de custodia de cuatro buques a la que el submarino debía burlar.

Todas las unidades de superficie navegaban emitiendo pines de sonar (pin…pin…pin) para generar ruidos y obstruir la escucha del submarino. Lo hacían horas antes de entrar al área simulada.

–Para pasar a los buques custodios detectábamos cuáles eran los más peligrosos. Nos alejábamos de ellos, hacíamos inmersión donde teníamos mejor alcance de sonido y tratábamos de pasar debajo.

Los ejercicios entre submarinos eran más difíciles. Era como un juego de espías en que el primero en delatar su ubicación perdía.

–Los submarinos son muy silenciosos y el que primero escuchó, listo, en el blanco. Una vez escuchaste a otro submarino, no hay tiempo para nada.

A bordo del San Juan, Serrano logró la mayoría de sus ascensos: de Cabo principal a Suboficial Segundo, de Suboficial Primero a Suboficial Principal, y de Suboficial Principal a Suboficial Mayor. Cuando navegó a bordo del San Juan desde el astillero alemán, tuvo el viaje en inmersión más largo desde la Guerra. El día que zarparon soplaba un viento fuerte sin mucho frío. Eran las 8:30 horas y en el muelle fueron apareciendo todos los constructores del buque y los amigos de la tripulación con sus familias. Se despidieron batiendo las manos hasta que los remolcadores que los halaban por el canal del astillero se soltaron. Nadie recordó sacar una foto ni un video como habían planeado.

La navegación duró veintiseis días. Cuando el Ara San Juan entró a la dársena de la Base Naval de Mar del Plata sonaron las sirenas de los buques apostados durante más de diez minutos. Todos con sus dotaciones ubicadas en puestos de honor. A medida que se acercaban al muelle reconocían la comitiva de recepción: sus familiares y una formación presidida por el Comandante de Operaciones Navales. La maniobra fue impecable. Es ese el momento glorioso que vuelve cada vez que Serrano piensa en el destino.

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