Luis Alfredo Ramos juega con el estuche abierto y vacío de sus gafas, mientras observa en silencio un blog de notas amarillo llenas de letras pequeñitas y desordenadas. Cansado de repetir la misma acción durante cinco minutos, se voltea y se encuentra con la mirada de su esposa, María Eugenia Maya quien ha venido a acompañarlo. Del rostro de Ramos no sale un solo gesto. Está a la espera de que los magistrados acepten la solicitud de su abogado Dagoberto Charria, de aplazar durante diez días la audiencia en la Corte Suprema Justicia que definirá su suerte.
En la zona de audiencia principal de la Corte se respira un ambiente de expectación. Los periodistas ocupan el piso de arriba de la sala mientras los allegados del acusado, y las personas interesadas en hacerle seguimiento al proceso, se sientan en el primer piso. Frente a ellos, ocho sillas vacías e imponentes esperan la llegada de sus ocupantes habituales.
Se abre una puerta y automáticamente el público de la audiencia se levanta ceremoniosamente, como si en cualquier momento fuera a sonar el himno de la república. El rostro del ex gobernador de Antioquia se torna aún más pálido al ver a los ocho magistrados de la corte salir con esas togas negras que los revisten de una extraña solemnidad. Los hombres se sientan y todo el auditorio a la vez los imita.
El magistrado Eyder Patiño, quien preside el juicio, como Presidente de la Sala penal, toma la palabra y con una voz muy suave, que no concuerda para nada con la autoridad que irradia su traje, le da la primera mala noticia del día a Ramos: su solicitud de aplazamiento ha sido negada. Resignado, y después de una tímida réplica de su abogado, que no fue tenida en cuenta por Patiño, el acusado se levanta de su silla y camina los cuatro pasos que le separan hasta el atril de madera en donde responderá las preguntas de los magistrados.
Durante hora y media Ramos hace una reseña de su carrera política, desde sus inicios como concejal, hasta el día en que tuvo en las manos las riendas de Antioquia. Mientras hablaba, el único de los magistrados que parecía ponerle atención a las referencias que hacía el político, acusado de haber aceptado la financiación de su campaña por grupos de Autodefensa, era Patiño. Al resto de los togados, los logros que se atribuía Ramos durante su declaración, que iban desde haber apoyado con recursos de su gobernación a cuatro deportistas que lograron medallas olímpicas para Colombia en Londres como fueron Rigoberto Urán , Marian Pajón, Catherine Ibarguen y Carlos Mario Oquendo, hasta su paso por la Universidad de Boston, pasando por su gestión como alcalde que permitió la limpieza del río Medellín de la contaminación y a sus orillas “de todas esas personas indeseables que la habitaban”, parecían importarles muy poco. Incluso el desinterés de uno de ellos, difícil de identificar su nombre a la distancia, pero alto, calvo delgado y elegante como un puñal, se hizo evidente con su cabeceada en una dura lucha contra el sueño.
Todo cambió cuando en su monólogo, el ex senador antioqueño que se asomó con grandes posibilidades a la Presidencia de la república cuando Álvaro Uribe lo ungió como candidato del Centro Democrático, empezó a hablar del cartel de testigos falsos que supuestamente habían actuado en su contra.
Su discurso hasta ese momento, dado con voz templada y segura, empezó a quebrarse hasta ahogarse en el silencio. María Eugenia de Ramos, concentrada en el tacón de su botín de gamuza, se sobresaltó, como todo el público que asistía a la audiencia, al notar que su esposo retomaba la palabra, entrecortada por el llanto. “Menos mal que padrinos míos tan honorables como Ignacio Escobar ya no están vivos para que no puedan ver esta infamia”. Dijo mientras se le escurrían las lágrimas.
El magistrado Patiño, con su voz adolescente, le recordó que ese no era el momento de presentar descargos y no de hablar de su trayectoria. Su esposa no aguantó más, se levantó de la silla y salió de la sala. Su hijo menor, Esteban, se quedó con aplomo en la silla, observando en silencio como su padre terminaba su declaración diciendo que si las acusaciones de parapolítica no hubieran caído sobre él, muy seguramente sería el actual presidente de Colombia. El primogénito, Alfredo, actual senador por el Centro Democrático no asistió.
María Eugenia de Ramos, más tranquila, volvió a ocupar su silla sin la chaqueta negra con la que había llegado. Esteban, siempre a su lado, le acarició con suavidad su cabello rubio y espeso. Vinieron un par de preguntas más en donde Ramos, siempre bajo la mirada expectante de su abogado, parecía diluirse como un cubo de azúcar en un charco de agua. No tuvo la convicción para identificar la marcha del automóvil en el que había llegado a la finca La Bellanita, en donde supuestamente sostuvo una reunión con Francisco Báez, Julián Bolívar y Alberto Guerrero en el 2005 para hablar de la Ley de Justicia y Paz. Ante el evidente nerviosismo de Ramos algunos rostros dentro del público se miraban con complacencia y picardía, otros tenían consideración por él.
A las 12 en punto del día, dos horas y medias después de su inicio, se dio por terminada la primera audiencia del juicio de este sonado caso. Lo primero que hizo Luis Alfredo Ramos, después de darle la mano a su abogado, fue buscar a su esposa y darle un beso. Ella lo abrazó y le pasó una mano por su cabeza, cada vez más blanca y despoblada. Sus allegados y amigos, que no pasaban de media docena, le dieron la mano y le decían que había estado brillante en su defensa. Los periodistas, como un avispero alborotado, esperaban afuera de la sala para tomar la declaración del ex senador. Custodiado por guardias del INPEC, Ramos salió por una puerta alterna y camarógrafos y reporteros tuvieron que conformarse con las declaraciones que daba Dagoberto Charria. Sin que nadie los mirara, Esteban y su madre salían en completo silencio de la Corte. Bajaron las escaleras y miraron la calle 12, en donde en una Toyota Prado de vidrios negros, salía fuertemente custodiado su esposo. Con la tristeza atenuada por sus anteojos negros, María Eugenia de Ramos vio perderse la camioneta en el perpetuo trancón bogotano.