Y como en las grandes producciones, cambiaremos los nombres de nuestros protagonistas para proteger sus identidades: a ella la llamaremos el amor de mi vida y a mí, un gran idiota.
Mi relación con Alicia se desarrolló muy rápido, más de lo que me gustaría aceptar. Yo lo sabía y la verdad no me importaba. No lo sentí forzado, de hecho, todo fue muy natural. Al final de cuentas, si nuestra relación no hubiera terminado, tendríamos una gran historia para contar a los amigos en una noche de copas y, por qué no en un futuro, a los nietos consentidos.
Hablábamos hace ya unos meses vía internet, nada constante, nada fuera de lo común, todo muy somero. He de confesarlo, ella era demasiado cortante… no sé en qué momento las cosas cambiaron: los mensajes se volvieron la constante y cada vez más cariñosos. Sin embargo, llegó el COVID-19 y con él la preocupación por su profesión de enfermera.
Mis posibilidades de tener algo más se desvanecían con cada alargamiento de la cuarentena, parecíamos condenados a la virtualidad, pero una noche, en contra de mi familia, salí en su búsqueda. Iba nervioso. No me arreglé mucho para parecer despreocupado y no tenía nada planeado. La transportaría del trabajo a su casa y con algo suerte me abrazaría en el trayecto por miedo a mi moto... pero no.
Alicia, como una mujer del siglo XXI, no era sumisa, ella tenía sus propios planes y no esperaba a que las cosas pasaran, las fabricaba. Después de ese día, todo cambió: los mensajes se hicieron más cariñosos y sin miedo alguno yo salía a verla en cada oportunidad. Desafiaba al COVID-19, la policía y a mi familia. Sentía un llamado a sus brazos que me hacía irracional.
Con tan solo dos semanas me propuso vivir juntos, pensé más en cómo empacar que en darle el sí. Días después, le pedí ser mi novia. Más tarde emanó de ella un "te amo", que yo con gusto correspondí. Creía que construíamos un hogar y por eso no me importaban los comentarios de terceros que creían que nos apresurábamos.
Durante tres semanas todo fue un idilio. La convivencia no pudo ser más perfecta. Aunque ambos venimos de hogares no precisamente modelos (a los cuales, a pesar de eso, queremos mucho), estos fueron la referencia que usamos para saber qué no hacer.
Vivíamos en un apartaestudio modesto, pero que para ambos era nuestro hogar. Llegó a llamarme su esposo y a preguntarme en cuántos años tendríamos un hijo. Entre chistes discutimos por el nombre, no nos pusimos de acuerdo, aunque sé que llegado el día yo habría cedido.
Un día, por desventura, mala suerte e impulso, cometí un error que ella consideró imperdonable y del que desde ese mismo instante me arrepiento. Con la velocidad de un rayo todo terminó y volví a casa de mis padres. Los amigos preguntan por ella y por nuestra vida de arrejuntados (como dirían las abuelas)... pero ya solo sé de ella por sus estados. Aunque me muera por hablarle, sé por la firmeza de sus palabras, sustentada en sus ojos, que las cosas nunca más volverán.
Somos una generación que, aunque tiene todo en un dispositivo del tamaño de la palma de la mano y las respuestas a un clic de distancia, vive en un mundo heredado que ya tiene una cuenta regresiva. Posiblemente, esta cuenta es la que nos haga vivir tan apresuradamente, tomar decisiones a la ligera o hasta no dar segundas oportunidades por miedo a perder el tiempo y creyendo que algo mejor se encuentra a continuación.