Gary Ridgway asesinó a 49 mujeres en el Estado de Washington. Si lo buscan por Google encontrarán que su alias es el Asesino del río Verde y que empezó a matar prostitutas en 1980. Sus cadáveres aparecían en los bordes del río, desnudas y con signos de tortura. En una semana encontraron tres cuerpos, cifra que subió mes a mes durante dos años. Conformaron un grupo especial de la policía e incluso trajeron especialistas en perfiles psicológicos del FBI. Pasaron los días y los meses, pasaron los titulares de primera página y las declaraciones de los políticos de turno, pasaron más cadáveres por las corrientes del río. Nadie sabía nada.
Judith conoció en 1985 a quien luego, en 1988, sería su segundo esposo. Tuvieron un par de citas, hablaron, se entendieron bien, sintieron que se querían, se fueron a vivir juntos. Judith tenía hijos y nietos, agradecía a Dios haber conocido a un hombre tranquilo, caballeroso y que nunca se molestaba. Era feliz. La primera semana viviendo juntos él la dejó elegir la alfombra de la casa, “porque la vieja estaba manchada y había sido arrojada a la caneca”, le dijo. Era un amor a primera vista, era todo lo que la buena de Judith siempre había querido.
La policía de King County siguió buscando respuestas a los asesinatos del río Verde. Entre 1980 y 1985 aparecieron más de 35 cuerpos, algunos descuartizados, otros enteros pero con señales de una brutalidad inimaginable. Después de ese año los asesinatos parecieron disminuir hasta el punto de pensar, como hipótesis, que el asesino estaba, o preso, o muerto. Los expertos en el comportamiento de los sociópatas saben que un asesino en serie no se detiene así, sin más, sino que sigue matando hasta que alguien logre detenerlo. Si Gary no estaba muerto, ni preso, ni se había mudado de Estado, ¿qué había pasado?
En el 2001 Judith llevaba 13 años de un feliz y próspero matrimonio. No solamente su vida avanzaba en la dirección que ella quería, también la ciencia forense avanzaba a grandes pasos. Las pruebas de ADN al cuerpo de la segunda víctima permitieron cotejar una vez más las muestras biológicas de todos los sospechosos que alguna vez fueron mencionados en la investigación. Gary era uno de ellos. 21 años después del primer asesinato la policía del Estado de Washington había identificado al asesino en serie más peligroso de la historia de Estados Unidos.
Un día de 2001 Judith abrió la puerta de su casa. En la entrada había dos hombres de corbata y mirada seria. Se identificaron como detectives de la policía. Buscaban a su esposo, el pintor de camiones Gary Ridgway, para interrogarlo. Esa noche, mirando el noticiero, Judith se enteró que el hombre con el que compartió su vida en los últimos 15 años era, sin lugar a objeción ninguna, el Asesino del río Verde. Recordó entonces que Gary le había permitido cambiar el tapete de la casa y entendió que la alfombra antigua había servido para envolver a una de las víctimas. “Era amoroso con mis hijas y jugaba con mis nietas… yo estaba en shock, no lo podía creer”, declaraba Judith en una entrevista años después.
La primera vez que leí la historia de Gary me pregunté cómo podía un ser humano esconderse, camuflarse así en la sociedad. Cuestioné la tendencia que tenemos a verlo todo en blancos y en negros absolutos, comprendí lo poco que sabemos de las conductas y las motivaciones humanas. Sospeché de mi vecino del frente y no sin cierto temor entendí que la peor crueldad puede también tener una máscara amorosa y comprensiva. Cada vez que leo, hablo o redacto una noticia pienso en los miles de Garys que andan sueltos por allí, sin que nadie lo sospeche, esperando el momento de satisfacer sus fantasías más oscuras. ¿En qué piensa usted?