Juan Camilo Zapata era uno de los hombres de confianza en Bogotá de Pablo Escobar Gaviria. Manejaba el tráfico de cocaína en todo el centro del país. Su misión era proveer de sustancias químicas a Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El Mexicano y ocupar un lugar cómodo, pero de perfil bajo en la organización. Ganando, eso sí, millones de dólares por semana con su negocio.
Sin embargo, a El Brujo, como le decían al mafioso por su interés en lo esotérico, los nervios empezaron a fallarle después de que, en 1988, tras pagar cinco mil millones de la época, se quedó con la casa Marroquín, un castillo construido en 1898 por Lorenzo Marroquín Osorio, hijo de José Manuel, entonces presidente de la República.
Zapata no sabía que pisaba tierra maldita. En las amplias salas se dieron las reuniones que en 1903 desembocaron en la pérdida de Panamá cedido, por 30 millones de dólares, a Panamá. En los años veinte el castillo quedó abandonado. Un oncólogo llamado Roberto Restrepo, compró el castillo en 1952. Restauró sus pisos y le metió energía eléctrica a esta imitación de una construcción medieval.
Intentó llenar de alegría el lugar haciendo fiestas con potentes orquestas, pero nada pudo limpiar el beso del demonio y, de un infarto y a los 46 años dejaba este mundo, en la habitación principal, el médico. Cinco años después otro doctor, Francisco Gómez, construyó en ese lugar una clínica de reposo. Duró solo seis meses: dos de las pacientes se suicidaron. El doctor Gómez también se terminaría colgando del picaporte de su puerta.
Después de los suicidios la clínica cerró y entonces se convirtió en un cabaret, su dueño, de apellido Carrizoza, muró súbitamente en 1964. En 1970 un petrolero venezolano, llamado Guillermo Villasmil la compró, construyendo un pequeño lago que llenó de flamencos rosados. Llenó de caballos de paso fina y purasangre sus pesebreras. Allí, por ejemplo, pastó y se crio Tupac Amarú el caballo pura sangre de dos millones de dólares que el capo lo cuidaba como si fuera Calígula con su caballo. Uno de los socios de El Mexicano se quedó con la propiedad. Era Camilo Zapata, mejor conocido en los bajos fondos como El Brujo.
Le decían así a este experto en contrabandear los insumos con los que se crea la cocaína. Estaba rezado, ninguna bala le entraba en el cuerpo, ningún grupo de búsqueda de la policía podía detectarlo. Por eso, en solo ocho años penetró 180 compañías de diversa razón social para lavar dinero producto de los embarques de cocaína al exterior.
Cuando en diciembre de 1989 el Ejército mató a Rodríguez Gacha el cerco se cerró sobre Zapata. Paranoico, pensó que sus 20 empleados que trabajaban en el Castillo, eran soplones. Aupado por Alicia, su pitonisa personal, los fue matando uno a uno en las caballerizas del castillo. A todos los mató. Tres años después, en 1992 y mientras estaba en los Llanos Orientales mataron al capo. Era el sexto dueño del castillo que había muerto en circunstancias inusuales.
La maldición parece se ha limpiado con el tiempo. El castillo pasó en los últimos años a estupefacientes y ahí hicieron un próspero negocio como dos restaurantes y un lugar para recrearse las personas en un lago artificial. Ya nadie ve a la Zancona, la temible sombra de una mujer que no paraba de llorar y al feto que se arrastraba por las paredes del ático. Nadie sabe quién exorcizó la maldición.