Naturalmente, pasó desapercibido. Son pocos los hechos que logran atraer la atención en tiempos de pandemia y, sin duda, son pocas las personas que logran concentrarse en algo distinto al virus. Merecía, sin embargo, un final menos lánguido. Al fin y cabo, desde hace cinco años, Bernie Sanders lideró un movimiento que puso en la discusión pública una palabra que parecía prohibida en la democracia estadounidense: socialismo.
Ascenso.
Después de una larga carrera en la política de más de 40 años – compuesta por un período en la alcaldía de un pueblo (Burlington, Vermont), la Cámara de Representantes y el Senado-, en abril de 2015, Sanders decidió lanzarse a la Presidencia de Estados Unidos, compitiendo en las primarias del Partido Demócrata. Esa decisión en sí misma ya era una información: buena parte de su carrera política había sido como independiente y, el tiempo que pasó en el Partido Demócrata había sido, principalmente, como un crítico del partido, desde adentro. En 2011, estuvo cerca de lanzarse en contra del presidente en ejercicio, Barack Obama, en un acto que habría sido el de mayor rebeldía posible en un partido tradicional de Estados Unidos. Al final no lo hizo, en un gesto usual de la trayectoria de Sanders, transitando con gran habilidad las líneas que separan la revolución del pragmatismo; hábil siempre para ocupar un espacio en lugares que considera imperfectos como la democracia de su país y, en especial, el Partido Demócrata. Ese gesto inusual, lo define: hay más revolucionarios que él -que nunca ocupan ningún lugar de poder, distinto al de su propia conciencia- y hay más pragmáticos que él -que sacrifican algún principio o algún ideal, por más poder en términos tradicionales-. Sanders anduvo siempre por la mitad de esos caminos.
Así pues, en 2015, lo que empezó pareciendo otro acto para animar el circo de la democracia - los gringos jamás abrieron una puerta real a nada cercano al socialismo hasta ese año-, terminó siendo un movimiento multitudinario y parte fundamental del quiebre de la historia de la democracia estadounidense. El otro acto circense ese año parecía ser, por supuesto, la candidatura de otro tipo inusual en el Partido Republicano, nada más y nada menos, Donald Trump. Sanders, por un lado, Trump, por el otro, eran los animadores indispensables en las primarias que todo sugería, hasta ese abril de 2015, solo servirían para ambientar el enfrentamiento de los estandartes de dos poderosos clanes de la política gringa, Hillary Clinton y Jeb Bush. La historia desde ahí, es bastante conocida. No los tomaron en serio, y ambos veteranos resultaron con más energía, carisma, y audiencia del que cualquiera imaginaba. Los años de Obama habían cocinado, a fuego lento, poderosas fuerzas sociales que habían permanecido silenciosas. Se cultivaron, entre otras, corrientes de más y más racismo, desprecio por las élites intelectuales, un cansancio profundo con la globalización que destruyó sectores industriales que habían sido fundamentales en la construcción del imperio gringo, hastío con la inmigración, desprecio por la desigualdad creciente. En pocas palabras, una hipótesis que vale la pena revisar en otro escrito, el período de ocho años de Obama terminó por sembrar el campo ideal para que vinieran los populistas.
Y sí que llegaron. Por la izquierda -Sanders- y por la derecha -Trump-. Con una diferencia, a mi juicio, importante: Sanders con un fundamento ético y moral de profunda consistencia, mientras Trump dispuesto siempre a justificar su fin -ganar- con cualquier medio, sin ningún escrúpulo. Pero, más allá de gustos políticos, que no quepa duda: es imposible entender el ascenso de Sanders, sin reconocer que necesitó de ingredientes similares a los del ascenso simultáneo de Trump. Por eso mismo, además, el Partido Demócrata lo manejó con pinzas: aunque ofendidos por sus constantes ataques, no podían despreciarlo, Sanders era el único vehículo para acercarse a esas nuevas fuerzas sociales pos-Obama.
A Hillary Clinton, se le salió de las manos el problema Sanders. No previó que Sanders iba a ser el que más duraría en la campaña contra ella, que iba a tirarle al alma de su campaña decenas de veces y que, por eso, a lo mejor sin quererlo, la iba a debilitar insalvablemente. A manera de comparación: en 2016, Sanders estuvo en la contienda hasta julio, varios meses más que en 2020. Cuando se retiró, y decidió apoyarla, ya el daño estaba hecho. No es fácil que un político que ha atacado con tanta vehemencia a un rival, dirija a quiénes lo apoyaron a cambiar de opinión, olvidar a los ataques, y pasar a hacer campaña -o, al menos, votar- por el antiguo rival. Se tomó la foto con Hillary, asistió a algunos eventos pero su gente, la que por primera vez había llevado a que la voz de un socialista se escuchara por todos los rincones de Estados Unidos, no terminó de apoyar del todo a Hillary. Algunos argumentan que fueron tantos los seguidores de Sanders que se fueron con Trump que, sin ellos, este no habría podido ganar.
No hay mayor novedad aquí: los extremos se alimentan.
Caída.
Sanders terminó entonces, en julio de 2016, un poco más de un año después de haberse lanzado, con una inmensa fuerza. Ya nadie podía pensar en lo suyo como circense y, aunque siempre es poco probable que un candidato lejos del votante medio en tantos temas pueda ganar, su candidatura para la elección de 2020 contaba con una fuerza de arranque imposible de despreciar. Sin dudas: la presidencia de Trump, su mejor apoyo; por eso mismo de los extremos que, además de tocarse, se necesitan. Condujo bien la post-campaña, manteniendo un espacio digital, algo de movimiento en las bases y, sobre todo, una organización programática importante con participación de especialistas, políticos y académicos de todo el mundo, especialmente, socialistas europeos.
Se lanzó de nuevo formalmente en febrero de 2019 y, a lo largo de la campaña, estuvo siempre entre los tres primeros favoritos, con un apoyo mínimo del 15 %. Tuvo diversos retos, uno muy fugaz a mediados de 2019, en el que Kamala Harris parecía consolidar una coalición parecida a la que ganó dos veces con Obama, y otro mucho más importante de Elizabeth Warren que, durante los meses finales de 2019, parecía iba a conquistar el espacio de la izquierda que Sanders se inventó, primero, y luego cuidó con mucho esmero. Ese reto de Warren, que había sido su amiga en la política – una contradicción en los términos-, iba a ser uno de los ingredientes que terminarían por acabarlo. Pero, no nos adelantemos. En octubre de 2019, Sanders tuvo un ataque cardíaco. Lo que habría acabado la vida de muchas personas y, sin duda, la carrera de cualquier político, no fue un obstáculo para que el socialista de 78 años continuara su batalla.
Contra todos los pronósticos, Sanders no solo recuperó la salud, sino que volvió con más fuerza a superar la competencia de Warren, Harris y, pareció por un par de semanas, de todos los demás. Esas semanas gloriosas, empezaron el 11 de febrero de 2020, hace apenas un par de meses, aunque en tiempos de pandemia, parecen más bien un par de siglos. Todas las encuestas empezaron a darlo como el demócrata favorito, tanto para ganar la nominación de su partido como para derrotar a Trump. David Brooks, reconocido columnista del New York Times, aseguró que ya era una certeza que Sanders iba a ganar: había logrado contar una historia que resonaba con la mayoría de los votantes demócratas. Y, con razón aseguraba Brooks, cuando un político logra contar una historia que los votantes entienden y comparten, tiene el camino a la victoria casi asegurado. Siempre y cuando no haya Ñeñes y Odebrechts, obviamente.
Sin embargo, varias cosas venían podridas por dentro. Un trino del 21 de febrero desde la cuenta de Sanders revela una parte del problema mortal que se encargó el mismo de incubar: “Tengo noticias para el establecimiento del Partido Republicano. Tengo noticias para el establecimiento del Partido Demócrata. No pueden detenernos”. Y, ahí, contrario a la más elemental intuición, terminó de mandar una señal definitiva: no estaba interesado en el apoyo del propio partido que decía querer representar. En los círculos políticos estadounidenses, durante años, se ha comentado que Sanders no tiene mayor interés en construir relaciones con otros líderes y que, además, se suele rodear de extremistas que atacan sin piedad a sus rivales, muchos de ellos provenientes de la esfera de Twitter. Sin embargo, lo que se habla en círculos políticos poco o nada tiene que ver con lo que se habla en los círculos de ciudadanos comunes y corrientes. Este trino, en particular, sí logró molestar a millones de demócratas, no precisamente del establecimiento, que no entendieron cómo era posible que el favorito de su propio partido los rebajara al nivel de sus rivales.
El comportamiento de una persona, de un grupo de personas, suele revelarse cuando tiene poder. Y este trino, y lo que vino después, ratificó la intuición de un grupo amplio de moderados demócratas: Sanders no tenía ni la capacidad, ni el interés, de convocar a una mayoría amplia del país para, primero, derrotar a Trump y luego, gobernar. Un capítulo especialmente nefasto fue liderado por los “Bernie bots”, que en Colombia hemos llamado las “bodegas”, un conjunto gigantesco de cuentas en redes sociales, con un comportamiento bastante automatizado, encargadas de atacar con fiereza a cualquiera que no estuviera con Sanders. Sorprendentemente, las principales víctimas de la bodega de Sanders eran los mismos demócratas, los que eventualmente iban a tener que ser sus aliados para derrotar a Trump. El problema fue tan importante que trascendió la esfera de las redes sociales y llegó a los debates en televisión. Todos sus rivales se quejaron del comportamiento de los seguidores de Sanders y varios sugirieron que Rusia podía estar influyendo en la elección, a favor de Sanders. Al fin y al cabo, Sanders era el mejor rival para Trump, aliado de Rusia.
No es fácil de entender cómo es que Sanders y su gente se dedicaron a maltratar a quienes eran más cercanos. En política, es natural la táctica de buscar animar a la base propia en una primaria, pero es muy extraño que lo haga un favorito y, más inusual, a costa de destrozar el prestigio de quien va a necesitar, eventualmente. Pudo haber sido por soberbia, o por estupidez, o por la miopía de pensar que lo que funciona para agitar Twitter interesa a las mayorías que no participan activamente de esa red social. En cualquier caso, el avance de Sanders sugirió a las mayorías demócratas que había que buscar una alternativa única a su candidatura para tener un chance serio de derrotar a Trump. Cuando el rival es tan desastroso, hay que derrotarlo y Sanders jamás dio una señal de estar interesado en convocar a las mayorías de su partido en esa búsqueda. Inevitablemente, el día antes del Supermartes, el 2 de marzo, cuando las elecciones más importante estaban en juego, todos los candidatos moderados decidieron apoyar a Joe Biden. Biden terminó barriendo ese día y la campaña terminó. Unos días después, se retiró Warren y tampoco entregó su apoyo a un muy debilitado Sanders. El mensaje para la ciudadanía fue claro: Sanders no iba a ser capaz de convocar a ningún líder importante alrededor de su campaña. El golpe, sutil, de Warren fue la última estocada: fueron cercanos durante años y, en el momento decisivo, ella mandó la señal que Sanders no era el líder que el país necesitaba. En política los ataques de los rivales no suelen importar, el de un “amigo” suele ser definitivo.
Eso, sumado al coronavirus que redujo la campaña a un segundo plano, terminó por derrotar a Sanders.
Futuro.
Sanders merecía un final menos lánguido. Una lástima. Su movimiento logró conmover a millones de estadounidenses y dejó sembrado varios temas que ya serán inevitables en esa democracia: el papel del dinero de los millonarios en la financiación de las campañas, la aberrante desigualdad económica que lleva a que en el país más rico del mundo haya millones que -ni siquiera- tienen acceso a salud básica, el papel del Estado en el desarrollo económico, entre otros. El movimiento se ha mantenido, en buena parte, por la figura misma de Sanders y su carisma inusual, la del viejo despeinado, gruñón, auténtico, combativo. ¿Podrá sobrevivir ese movimiento sin su liderazgo? Ya hay un relevo generacional que el ha inspirado, empezando por Alexandria Ocasio-Cortez.
Sanders escogió su cerrar su campaña con una cita de Mandela, “Siempre parece imposible hasta que se hace”, y una de Luther King, “el arco del universo moral es largo, pero se inclina hacia la justicia”. Por momentos de los últimos cinco años, sentí inmensa frustración por la violencia en el mundo de las redes de sus seguidores. Me quedo con el respeto por el tono ético que Sanders entregó a la política y que buscó reivindicar con esos dos referentes en su intervención final. Dijo, también, que iba a apoyar a Biden, “un hombre decente”. Ojalá sea más exitoso esta vez en dar ese giro, de atacar a apoyar en poco tiempo. De eso depende, probablemente, que Trump no sea reelegido.
@afajardoa