La tarde del 16 de febrero de 2002, mientras estabas comiendo en el barrio Tierra Linda, en el municipio de Los Patios, en Norte de Santander, fuiste abordado por hombres armados. Te llevaron detrás de la iglesia del barrio Pisarreal, allí, luego de golpearte y humillarte, te propinaron cerca de 40 disparos bajo la acusación de ser un satánico, con esa imbécil excusa, acorde a su poca inteligencia, cegaron tu vida, nos negaron tu compañía y tu palabra.
Tenías 35 años y al parecer, los asesinos, miembros de un grupo paramilitar que delinquía en el municipio, te arrojaron de cara al suelo y te dispararon una bala por cada año de vida, empezaron por tus pies y fueron subiendo hasta llegar a tu cabeza. Cobardes que envidiaban tu nombre, por eso, el día de tu entierro, una multitud te lloró y te acompañó hasta el cementerio, te cubrieron de flores y lavaron tu cuerpo con sus lágrimas.
¿Qué pensabas con cada impacto? ¿Qué recuerdos llegaban y cuáles rostros acudían en tu última mirada? Eras un hombre grande y fuerte, con más de 1.80 de estatura y un cuerpo forjado por el trabajo desde niño. Tantas balas no eran necesarias para matarte, pero eran las suficientes para calmar la sevicia y perversión de tus asesinos, para apaciguar la enfermedad que los consume, ellos se alimentan del dolor de los hombres buenos.
Cuando nos enteramos de la noticia, al contemplar el llanto de mi abuela, quien te había visto crecer, por ser uno de los amigos más cercanos a la familia, empecé a recordarte, eras un hombre que, sin ser artista, se expresaba como uno a través de esculturas en chatarra y la decoración de las vitrinas en los almacenes de ropa de la ciudad; dejabas un registro, una forma de ver el mundo.
El primer recuerdo que llegó a mi mente era el de una misa. En la iglesia San Pablo, al finalizar el acto religioso, hacías una entrega simbólica de un fusil de madera, y ante toda la congregación prometías no volver a empuñar un arma. Un año antes habías sido reclutado como soldado bachiller, fuiste obligado a prestar el servicio militar, contra tu voluntad y tu espíritu pacifista. Te subieron a un camión del ejército y te condujeron a un batallón en la ciudad de Bucaramanga y de allí fuiste trasladado a Saravena para ver el horror que habita en nuestros pueblos y el miedo que inspira un uniforme, sin importar su color.
Eras un creyente que fue obligado a atentar contra la vida, a disparar contra el otro, a quien llamabas tu prójimo. En el ejército te enseñaron el odio, a forjar enemigos, y el absurdo poder que otorgan las armas; allí, donde los argumentos, el pensamiento y la razón son un estorbo para crear autómatas; t, en tu fe, rezabas para no matar como un imperativo, para que las balas no dieran en el blanco.
Años después, en una exhibición de boxeo en la cancha San Pablo, mientras los pugilistas hacían de los golpes un arte, ante la armonía de los movimientos y la coreografía de la exhibición, pidieron al público que escogiera a alguien para subir al ring y enfrenar a un boxeador. Los niños, como un coro, empezaron a gritar tu apodo: ¡Chamorra, Chamorra, Chamorra! Sorprendido, subiste al ring y te pusiste los guantes. Cuando sonó la campana, ante la sorpresa de los asistentes, levantaste los brazos al cielo y en un salto, arrojaste los guantes hacía arriba, mientras gritabas: ¡qué viva la paz! Muchos te llamaron cobarde, no entendían cómo un hombre tan grande y fuerte se negaba a pelear; pero, ese hecho era un acto simbólico y una afirmación de vida, era tu ¡No! rotundo a la violencia, sin importar los disfraces o los engaños que nos daban para aceptarla.
Luego, con motivo de la realización del festival de la canción El Cují de oro, que reunía anualmente a los mejores cantantes del municipio, en un año difícil para conseguir apoyo y dar a los participantes un recuerdo y un galardón, ante la negativa de la administración municipal y de los empresarios del municipio para apoyar el evento. Decidiste hacer los premios, con algunas manivelas, tuercas y tornillos hiciste figuras de cantantes y guitarritas. Cada niño, joven y adulto que cantó, se llevó a casa una pequeña escultura, una muestra del amor que repartías sin interés alguno, porque considerabas que era lo justo, que cada aprendiz de cantante debía llagar a casa con un recuerdo, con un galardón por compartir su voz.
La luna seguía tus pasos, velaba y cuidaba de ti, por ello te asesinaron antes del anochecer, porque sabían que no podrían tocarte. Tú que le rendías tributo a la compañera de la noche, mediante las lunadas, en que la música y la palabra, eran la posibilidad de reflexionar y de pensar una nueva vida, una forma bella de ser con los otros. En la vereda Los Vados, en una colina junto a la carretera, las notas del rock latinoamericano, la música de planchar y el vino eran una forma de celebrar, de perpetuar la amistad, de compartir los buenos recuerdos junto a una fogata hasta la hora de la madrugada, para ver al imponente sol y sentir sus primeros rayos sobre la piel, para sentirte vivo, pleno y en armonía con la naturaleza.
Estos recuerdos, aunados a los helados que regalabas a los niños que descalzos se paraban frente a tu heladería, soportando el sol de la tarde y sudando por los juegos. Tú los espantabas del negocio, no sin antes darles un cono o una paleta, veías en ellos a tus recuerdos, ese andar sin camisa y bajar al río para acompañar a mamá a lavar la ropa. Esos pequeños rostros eran un reflejo de tu infancia y de los sueños que poco a poco se fueron haciendo realidad.
Estos pequeños hechos narrados hoy día, trece años después de tu asesinato, dan cuenta de un ser excepcional, como lo son todos aquellos que forjan su vida en el compartir y en la entrega. Hablan de la bondad y del absurdo cotidiano de este país. Intentan dar cuenta de tu vida, que fue muchas otras cosas, que serán contadas a su tiempo e irán blindado tu imagen y tus recuerdos, para que permanezcan vivos en la memoria de todos aquellos que tuvimos la fortuna de conocerte, de hablar de ti, como una presencia que pervive en las calles del pequeño municipio de Los Patios.