Arte y moral

Arte y moral

Por: Camilo Andrés Molina Saldarriaga
mayo 12, 2014
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Arte y moral

Hablar de arte y moral equivale a tocar la vieja discusión entre ciencia y religión. Ambas cuestiones han sido objeto de crítica y reflexión desde que las sociedades modernas comenzaron a experimentar cambios sustanciosos y complejos. No obstante, mi intención no es hacer una descripción de sucesos históricos. Eso más bien lo dejo en manos de historiadores y sociólogos. Tampoco es mi intención tocar el trasfondo de la historia del arte. El hacerlo me implicaría dar comienzo a la redacción de un libro, cosa que no pretendo realizar por razones prácticas y de salud.

La cuestión que intento abordar de manera sucinta —¿por qué no contradictoria?— recae en la pregunta acerca de si un artista, en el sentido amplio de la palabra, independientemente de cual sea su concepción estética o filosófica, debe conducir su arte según las tendencias morales de su época o si por el contrario debe hallarse al margen de estas como señal de su amplitud y de su búsqueda individual e interior de belleza. Mi respuesta, aunque parezca muy precipitada en este caso, se verá atraída por un no rotundo. La moral oficial cumple una función restrictiva, de censura, forma parte de los imperativos dominantes en una sociedad. Es un producto cuidadosamente calculado de las clases dominantes en el que se veneran y exaltan ciertos valores representativos de las aspiraciones económicas, políticas y culturales de los centros de elite social. Así funciona el juego del poder y que mejor manera de prolongar su existencia siendo el artífice por excelencia de las costumbres y de aquellas ideas que las sostienen y justifican. El orden en este sentido adquiere un nuevo sentido como aspiración máxima del comportamiento humano. Naturalmente toda pretensión divina del orden trae tras de si un conjunto de penosos limitantes. No se trata de un orden cuyo alimento se halla en la libertad creadora y de pensamiento y por medio de esta mantener viva la posibilidad constante de acoger con buen rostro futuros cambios útiles al espíritu humano, sino de una serie de normas rígidas y fofas que deben ser temidas y respetadas a fin de mantener a raya cualquier conducta que este por fuera del cuadro. A la moral le molesta vivir bajo las sombras, todo alrededor de ella debe estar plenamente identificado y debe estar libre de cualquier vaguedad. Lo eterno e inmutable es lo verdadero, lo demás se halla carente de sentido y tiende a la degeneración.

El arte por lo contrario se mueve en la esfera humana de lo incierto, lo misterioso y lo carnal, es decir, lo perecedero. Y dentro de esa laguna llena de ensoñaciones, pesadillas, belleza, crueldad, bondad y miseria, cohabitan fuerzas contradictorias que reflejan fielmente lo que encierra el ser humano. La transgresividad se halla inmersa en la pasión, la locura y la actitud desafiante contra los convencionalismos imperantes. De ahí el magnetismo eterno que transmite una obra artística.

La única regla imperecedera en el arte es la de transgredir lo establecido a través de argumentos que giran por fuera de lo comúnmente clasificado. La destrucción como condición creativa. El contenido de esa norma un tanto anárquica esta determinada por los ideales anhelados, los mitos y los dioses de la imaginación que retumban en las cavernas del espíritu.

En el momento en el que el artista cede sus instintos creativos por comodidades expresivas y comerciales este se convierte en una ficha estética del poder y sus obras se convierten en esclavas del tiempo. Seguramente esas obras no tendrán nada que decir a las posteridades artísticas, porque la luz y la fuerza que una vez reflejaron serán reemplazadas por la sumisión de lo expresivo a los dictámenes y demandas circenses del glamour y el mal gusto del jet set.

Sin embargo el hecho de que el artista no deba tener en cuenta dictámenes morales y estéticos a la hora de concebir sus obras no quiere decir que este deba asumir una actitud de indiferencia frente a las pulsaciones históricas que atraviesan su época. El arte en sí tiene su acto de rebeldía, su mirada de indignación ante las infamias sea en la forma, en la melodía o en la expresividad escrita siempre tendrá una intención de denuncia y de esperanza frente a las oscilaciones por las que transita la humanidad.

Las posturas artísticas en relación a un hecho político o social son necesarias y deseables. Deborah Arango lo demostró en sus cuadros sacudidos por la bendición antirreligiosa de la carne. Picasso, una vez consumida la brutalidad en Guernica, dejó plasmada su indignación en sus figuras abigarradas retorciéndose en la desfiguración ocasionada por los sonidos de muerte y desolación. Baudelaire en sus flores del mal se dio a la tarea de exorcizar lo normalmente considerado como bello y de embellecer ese bajo mundo tan despreciado por los círculos conservadores. Llenó con luces todo aquello que la mirada repele y se niega a aceptar. Y precisamente de eso se trata. De obligar al espectador a retener sus ojos y a posar sus manos en sus sienes en señal de asombro. En ningún momento el arte debe mostrarse compasivo. Su único fin consiste en llamar la atención sin esforzarse demasiado para ello y sin valerse de medios complacientes y mediocres. Engañar a la presa hasta ponerla a temblar. Ese es el poder del arte. Ese es su milagro.

El artista es un prisma que refleja las virtudes y los vicios de su época. Pone al ser cotidiano en los escenarios de su pensamiento y no lo juzga usando las medidas tradicionales. Expone a la luz la universalidad del dolor y la alegría sin necesidad de tensionar hasta el último extremo la cuerda de lo sensible. La sencillez de lo complejo es la alquimia en sí misma. El uso de artificios de grandes proporciones es tarea de magos y de demagogos. Sin embargo, los prejuicios siempre están al acecho. El arte no esta exento de ser presa de los radicalismos ya que en muchas ocasiones la diferencia entre revolución —llámesele como se quiera— y demencia colectiva es desdibujada intencionalmente. Muchas veces la voz de la mayoría no es la voz de la razón. A veces los perfumes esconden el olor de la carroña.

Una vez la obra es puesta en circulación o exhibida en salones multitudinarios el juicio de los públicos, el contenido moral y estético de sus apreciaciones pasa a ser una cuestión muy personal. Una obra puede no sincronizar con el espíritu de una época determinada y tarde años o siglos en ganarse el reconocimiento que en realidad se merece. Ese es un riesgo al que cualquier artista esta expuesto. El ejemplo más notable y claro se refleja en Van Gogh quien durante toda su vida de artista no logró vender ni un cuadro debido al rechazo y a la incomprensión de su arte por parte de los círculos burgueses y el público en general.

Así es el mundo del arte, aquel gravita entre lo fugaz y lo eterno. Muchos artistas penden de un hilo ya que se les conoce por unas cuantas obras, mientras el resto de ellas se dedican a morder el polvo. Tengo la esperanza de que algunas buenas manos en el futuro posean la nobleza y la perspicacia suficientes para rescatarlas del olvido y limpiarlas de toda mala observación.

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