¿Por qué una generación que parece tener casi todo a la mano resulta tan vulnerable como para llegar al suicidio a través de “juegos” como la Ballena Azul? Quizá porque en realidad no lo tienen todo a la mano y carecen de muchas cosas: el amor, por ejemplo.
Lo cierto es que la vida, nuestra existencia, carece de sentido a menos que lo construyamos. Las religiones, la filosofía, los grandes proyectos políticos e históricos han buscado dotar a la vida de ese sentido que no se vislumbra a primera vista. En general, para un niño la vida tiene sentido en sí misma, no se cuestiona. Pero en la medida que un joven crece se hace consciente de las injusticias, discriminación y desigualdades. En un mundo consumista, en el que le han hecho creer que todo es alcanzable descubre que no, que no es verdad. Y aún si pudiera alcanzar, gracias a sus condiciones económicas, todo lo que quisiera, quedan vacíos: la insolidaridad, el desdén, el desafecto y la desesperanza.
Todos o casi todos los seres humanos hemos sentido ese vacío alguna vez en la vida. Y todas las generaciones han tratado de llenarlo de las más diversas maneras: solo que en algunos momentos históricos hubo un tejido social que hacía más tolerable el asunto. Estemos o no estemos de acuerdo, la existencia de familias más sólidas, los lazos comunitarios, la religión y el arte daban sentido incluso al dolor. En una sociedad en la que todo goce se halla en lo material, lo más íntimo de nosotros queda a la deriva. Al final, la sensación es de soledad y abandono.
El nuestro es un mundo detrás de unas riquezas prometidas y que en realidad sólo alcanzarán unos cuántos y aún a esos cuántos no les está garantizada la felicidad; felicidad que tal y como nos la han prometido no existe. Algunos entonces se refugian en el fundamentalismo religioso o político, las relaciones dependientes o las drogas (incluyendo el alcohol). Simples calmantes que en poco tiempo serán insuficientes y los devolverán a una realidad cada vez más cruda, más brutal.
¿Qué hacer entonces? Aún el suicidio debería ser un acto razonable y no sólo un impulso. Hay que reconstruir las relaciones entre las comunidades, cuidarse mutuamente, compartir con los amigos, con los familiares, charlar, demostrarse el afecto. Hay que aprender a apreciar lo mínimo, lo cotidiano, las alegrías y las tristezas. Hay que aprender que las frustraciones y el dolor hacen parte de la vida y que nunca se llegará a un estado de felicidad permanente. Ante todo, hay que saber expresar los amores y los desamores, las angustias y alegrías.
No podemos seguir en una sociedad en la que hay que evidenciar permanentemente que somos felices y no unos simples fracasados. También tenemos derecho a fracasar, a la tristeza, a sentirnos abandonados y sobre todo a expresarlo. Y en esto el arte cumple un papel fundamental. El arte y la poesía que hemos abandonado, que hemos sacado a patadas de las instituciones escolares, que nos permiten saber que hay otros, que hubo otros, que amaron y aman como nosotros; hombres y mujeres que en distintas épocas históricas y geografías también han sufrido, sentido angustia, reído, soñado y llorado. Cuando sentimos y expresamos lo que sentimos nos tornamos profundamente humanos.
Enseñemos a nuestros muchachos que “la vida es una única ocasión” como afirma Szymbosrka, la poeta polaca, y que hay que vivirla con intensidad, con sus aciertos y desastres. O como decía el poeta argentino Paco Urondo: “Sin jactancias puedo decir/ que la vida es lo mejor que conozco”.