Los periodos violentos afectan de muchas maneras a las comunidades implicadas. Sus gentes deben reaprender la vida, moverse en función de los límites que imponen los enfrentamientos, remplazar palabras o adaptarse a un significado nuevo.
Agudizar el oído, mirar con otra lente, sentir con otras carnes. Pero ¿qué pasa con los pueblos que se acostumbran? ¿Qué padecen guerras que dan luz a otras? En Colombia existe un lugar común: todo habitante se relaciona con el conflicto por algún extremo.
Existen formas sutiles de habitarlo y aquellas más descarnadas. Un millar accionan las armas y el otro muere sin entender las razones. Gobernantes, productos de las mismas, prometen exterminarlos. Las Instituciones se lucran, los estratos se alejan, las madres lo lloran y los artistas, un puñado desdeñable de bichos raros, extraen sus sonidos, pintan sus formas, narran sus historias.
El arte es un intento constante por sustraer belleza del mundo. Cada mirada ofrece una perspectiva y esta a su vez influencia otras, así como la forma en que entendemos la realidad.
García Márquez esbozó el drama de la zozobra en La mala hora y El coronel no tiene quien le escriba nos permitió comprender el horror de la cotidianidad secuestrada por la violencia.
Fernando Soto Aparicio, nos acercó al sufrimiento de quienes nacen, viven y mueren acribillados por un mínimo de dignidad en La rebelión de las ratas.
Arnulfo Briceño relató a través de trovas y lamentos llaneros, La toma de Paéz. Alejandro Obregón retrató en su obra El estudiante muerto, la realidad de generaciones de jóvenes, que se han desperdiciado en el intento por transformar o alertar sobre el exceso, derroche y vacíos enormes de las clases imperantes.
Sergio Cabrera intentó una película tierna y utópica llamada Golpe de estadio, quizá para hacer frente a demonios que avivó años antes entre fusiles y montañas, con otro de nuestros rasgos más populares: la desmedida afición por el futbol.
Una importante porción del arte no puede ser entendido sin la violencia. Colombia, con sus glorias y desgracias, no es la excepción. Hemos sufrido la guerra desde la colonización. Cada uno de nuestros periodos se cuenta con ese hilo.
Cuando un periodo de violencia muere, es sucedido por otro más violento o más complejo, contaminando así los espacios menos pensados de la vida.
Incluso existe un periodo denominado como era de la violencia. Numerosos autores intentaron plasmarla, algunos con maestría como Gustavo Álvarez Gardeazábal, que trascendió al suceso inmediato. Otros en cambio, fueron aplastados por la ilusión de los sucesos en caliente.
Posteriormente, Juan Gabriel Vásquez, dotado de sutileza, contaría los alcances de este germen: conflictos que trascienden del pasado a reuniones familiares, odios exacerbados que emergen entre desconocidos que coinciden en un café.
El rock, con sus formas extranjeras y citadinas, divulga entre lamentos, gritos y sonidos cavernosos, las formas más crueles y descarnadas del desamparo.
Aterciopelados, 1280 Almas, Masacre, Perpetual Warfare, son algunas de las agrupaciones que se han encargado de traducir este género al colombiano, a los matices diversos de las músicas, a las desgracias nacionales.
Los géneros populares, que surgen accidentalmente como producto de la efervescencia cultural, que se repiten para celebrar la vida y el amor, el habla y las fiestas locales, han debido prestar sus cadencias alegres para contar crónicas de guerrilleros y paramilitares, de narcos recién coronados, de políticos que ascienden por el favor de las drogas, de campesinos enemistados, de comunidades que descubren la violencia.
Herencia de Timbiquí, por decir algo, lamenta en una canción bella y nostálgica, como los frutos locales son remplazados por hectáreas de coca y los campesinos, que días atrás compartían un café, por enemigos.
Es posible enumerar en un texto los diversos matices contados, pintados, interpretados artísticamente sobre la violencia nacional, pero podríamos caer en la trampa de confundirlos con el arte.
La belleza generada entre la barbarie, se encarga de iluminar lo desagradable y sensibilizar a quien la consume. Estos fenómenos sociales afectan lo artístico y las obras nuestra capacidad para entenderlos.
¿Renunciaríamos a lo bello de poder terminar el problema? Estoy seguro que sí, pero seguro encontraríamos otra vía para complicar un poco la vida.
Parece que el aburrimiento, la falta de conflicto, es lo único que no soportamos, pues la guerra se ha transformado en un testigo de nuestra convivencia que, a medida que envejece, provoca menos escándalo.
En la posibilidad remota de darle fin, se soportan el millón de vidas que lamentan el origen de otra mañana, en la canción que provoca un llanto, en la historia que refresca un recuerdo, en la certeza de que existe un final.
Quizá el arte que enseña nuestras violencias, es todo lo que tenemos para creer que la violencia puede cesar un día, que encontraremos, pese a las barreras, el modo de poner un alto en el camino.