Cuando era chiquita, yo quería ser cantante de Broadway. Había visto en películas que me mostraba mi mamá a estas señoras, bellísimas, cantar con una voz que no parecía humana canciones que decían todo lo que hablando no se puede decir.
Mis amigos, en Bogotá, no sabían bien a qué me refería yo con ser cantante de Broadway, no muchos al menos. No tenían muchos medios para saber, en verdad: a Bogotá, en ese momento todavía llegaban poquitas cosas. Crecí, y supongo que lo vi medio imposible, medio extraño y empecé a hacer otras cosas.
Claro, no es que no llegara nada (y sí, Misi es parecido pero no es del todo lo mismo). Mis papás me llevaron a ver muchas cosas de chiquita pero la escena cultural de entonces no era nada que ver a la de ahora.
No hay sueldo ni calendarios que aguante para ir a la reinauguración del Colón, a ver Mamma Mía el musical, los mil artistas renombrados que vienen al Teatro Mayor cada rato o el buen rock que (por fin) están trayendo. Y ni siquiera se trata de solo las grandes (y costosas) ligas: en la Gilberto Alzate Avendaño hay cada ratico gente increíble, en la Luis Ángel todos los miércoles hay música clásica y la escena del Jazz (medio alternativo) crece cada día más.
En otros tipos de arte, confieso, me muevo menos y conozco menos y no puedo decir con autoridad si está viniendo muy buen teatro o muy buenos artistas visuales. Vienen, de vez en cuando, exhibiciones buenísimas como la de Kentridge (que está estos días en Medellín) y teatro, bueno, ni hablar del festival.
Con todo esto voy a que de pronto, si yo tuviera 11 años en este momento, no sería tan descabellado querer ser cantante de Broadway. (No crean, no estuvo mal. Me encanta lo que estudié y espero que me siga encantando muchos años). De hecho, tener contacto con ese mundo “cultural”, si así quieren llamarlo, es muy enriquecedor, abre la mente y hace que todo sea mucho más ameno. Qué bueno que ahora eso esté llegando mucho más a Bogotá.
Porque, si algo, creo que el arte enseña a soñar y a ver el mundo de muchas maneras. Una Bogotá con más arte de pronto nos hace más tolerantes, más tranquilos, más optimistas. Enseñarle eso a los niños bogotanos, a los que hoy tienen 11 años, es muy importante. No solo para que sueñen con ser cantantes de Broadway (o bailarines, o directores de orquesta o bateristas) sino porque el arte enseña que la vida no tiene que ser solo como es. Enseña que el mundo es grande y maravilloso y que, en algún lugar, hay gente que escribe canciones y que sale a un escenario y las canta; que en otros lugares hay edificios gigantes, que parecen suspendidos en el arte, que hay gente que escribe novelas (buenísimas) de 600 páginas, etc. En fin, que la gente hace muchas cosas y que eso es posible.
Pero el contraste es fuerte, para qué.
Uno sale del teatro y Bogotá, como siempre, está llena de grafitis (y no, no el tipo “arte callejero” sino un “XX te amo” en una pared blanca en la Candelaria o un “Fulanito Terrorista” al lado de un “Muerte a YY”). Toca caminar con cuidado porque mientras estábamos en la función llovió, y como aquí parece que nunca barrieran, hay un barrial terrible en la calle. Las fachadas (de unos edificios que podrían ser divinos) además de rayadas están sucias y entonces se crea un ambiente fantasmagórico e intimidante —parece Ciudad Gótica— y no se acaba cuando nos subimos al carro, porque como las calles están llenas de huecos toca ir con cuidado, no se nos vaya a explotar una llanta en ese lugar tan maluco.
Ahí, uno se pregunta si el arte tiene algún efecto en Bogotá. No todos los artistas son coquetísimos ni pulcrísimos (eso es medio mito, creo) pero si son un poco más coquetos, un poco más cuidados, un poco más sensuales. De pronto quien sea que se encargue de esto no piensa igual que yo el por qué del arte, y traen artistas a Bogotá para… no sé. Porque lejos de ser, como tantos piensan, algo exclusivamente “elevado” e “hipersublime” el arte es alimento para los sentidos (la vista, los oídos, el alma) y con Bogotá así, es de sorprenderse que no tengamos los sentidos del todo adormecidos.