Es en realidad sorprendente la contundencia de los mitos que pasan por verdades en las sociedades humanas. La misma ciencia, tan apegada a los hechos, no puede evitar que sus conclusiones pasen por el rasero del lenguaje y que en ese tránsito todas sus cuidadosas observaciones se vayan al traste. El cerco del lenguaje, según el decir de Roland Barthes, es ineludible y es allí donde hay que hacer el análisis de todas las decisiones que se toman aún con base en los cálculos más fríos y racionales.
Las falacias en las que creemos fundar nuestras más profundas convicciones han sido desenmascaradas desde siempre por los grandes sabios de todos los tiempos y aun así nos mantenemos en ellas. Desde Platón hasta Einstein, pasando por Zaratustra, Buda, Cristo, los mamos Kogi, Erasmo, Cervantes, Shakespeare, Nietzsche, Freud, César Vallejo, Shengor o Zsymborska, se ha insistido en que el mundo en que vivimos no es más que una apariencia. Y cuando me refiero al mundo, incluyo desde realidades materiales o aparentemente incuestionables, como la dureza de una bala de plomo que rompe vidas, hasta la más alta imaginería orquestada por Jorge Luis Borges.
Retomando en consecuencia el concepto de arqueología sustentado por Nietzsche, quien se identificaba más como poeta o arqueólogo que como filósofo, resulta pertinente su conclusión más revolucionaria: aquella según la cual todo lo humano se fundamenta en los intereses de quien se impone, y quien termina, en razón de esa imposición, construyendo o redireccionando en su favor los discursos de todas las disciplinas y campos de acción de la vida humana. Nietzsche, recordemos, desnudó a partir de esta realidad, de la absoluta soberanía del poderoso, todos los discursos, empezando por la filosofía, al menos en el ideal que esta se ha fijado de llegar al fin o principio último y esencial de las cosas. No hay tal esencia, no hay tal razón, y esta misma razón, en virtud de que solo el que manda decide lo que vale o no, aun cuando otro proponga lo contrario siguiendo los más rigurosos procedimientos, ni siquiera existe. No en sí.
Resulta por esto cuestionable y, mejor, risible, si nos atrevemos a ser consecuentes con el maestro de la gaya ciencia, el fin último al que parecen dirigirse todas las preocupaciones actuales y por el cual hay que seguir produciendo y llevar el trabajo al hogar, al espacio que debiera negarlo por excelencia. Con otras palabras: aquello de que la cuarentena a la que se han visto obligados casi todos los países va a llevarnos a la quiebra y se citan ejemplos como los años de postguerra o la famosa gran depresión de los treinta. Lo cierto es que si hay una quiebra, como dicen que la hubo entonces, no será, como tampoco fue en aquellos años, de los grandes capitales detentados por los poderosos que siempre buscan y consiguen la manera de mantener sus beneficios, empezando precisamente por la imposición de sus discursos. Si hay una quiebra es aquella de los que ya estaban quebrados —y lo seguirán estando— antes de que empezara la pandemia.
Trump, Bolsonaro y Jhonson pasan como los más notorios portavoces de ese discurso del cuidado de la economía a expensas de la salud que reproducen desde el más millonario hasta los más miserables. Pero, en realidad, estos últimos, aunque no tengan voz y menos voto, son los primeros en reproducirlo cada día cuando salen a buscar la forma de sustentarse, obligados por un sistema que los expone al contagio en aras de mover las monedas, así sea mendingándolas. Y basta mirar la curva de los contagios presentados a diario por el flamante Duque, quien ahora crece cada día en las encuestas realizadas por los medios serviles, en la cual se evidencia que si bien los primeros infectados se presentaron en los exclusivos condominios con nombres pretenciosos de Bogotá, hoy día pululan en el sector popular del barrio Kennedy y en los deprimidos confines del Amazonas o de Soledad (Atlántico).
No cabe duda: la arqueología del COVID-19 remite desde el comienzo a un mercado de Wuhan, adonde se supone llegó un primer agente que adquirió el virus de los murciélagos o de cualquier otro animal, pero no precisamente porque tuviera hambre o le apeteciera un guisado de alitas crocantes, velludas y cartilaginosas, sino porque, con su transacción, con su acto de comprar lo que fuere en el mercado, mantenía el esquema funcional de un sistema milenario cuya base, al parecer inamovible, es el negocio y el dinero.