Cuando Leonel recibió la llamada en el teléfono de la pensión en el barrio La Estrada, apenas pudo dar crédito a la voz del otro lado de la línea. “Armero desapareció, ¡hermano vuélese para allá!”.
Al otro lado de la línea el jefe de redacción Alberto Uribe alentaba a Leo para que se pusiera en camino a la brevedad.
Tomó su libreta de apuntes grabadora y esperó que lo recogiera una camioneta del periódico para el que laboraba como reportero de deportes. Dueño de una voz portentosa, Leo se abría camino en la prensa deportiva, pero el destino y la tragedia que se llevó a veinticinco mil personas, lo puso es mañana del 13 de noviembre de 1985 en camino a una explanada cubierta de lodo y cieno que alguna vez había sido la segunda localidad del Tolima.
Lizcano Davila, quien para 1982, dos años antes de la desgracia, tenía un programa de radio en la Voz del Huila, visitó una tarde a su hermano infante de Marina, en la instalación ubicada detrás de la sede del periódico que a inicios de los ochenta dirigía el célebre Édgar Artunduaga. “ Yo regresaba de visitar a mi hermano quien se recuperaba de un problema que tuvo con una guaya en un buque, y me dio por preguntar por Artunduaga; el hombre me hizo seguir de una y me propuso que me encargaba de la página de deportes”.
Para el periodista nacido en provincia “era una oportunidad de oro” —me dice—, pues si bien es cierto se trataba de El Espacio, un medio que había apostado al modelo sensacionalista importado de Europa, competía en lectores con el periódico El Tiempo y era el preferido en sectores populares, en virtud de su eslogan de Diario del Pueblo Colombiano.
Sin vacilaciones, Lizcano encargó un almacén de ropa que poseía en Neiva a un allegado y aceptó el trabajo ofrecido por Arteonduaga en Bogotá, sin advertir que además de cubrir actividades de fútbol y ciclismo, sus especialidades, se vería enfrentado a cubrir las noticias más trágicas de la historia de Colombia. “Una tarde estaba terminando un nota del rentado colombiano, especialmente sobre las posibilidades de los equipos de Bogotá de llegar a finales, cuando me enviaron a cubrir una noticia de un atraco en un banco del norte”. Nervioso y sin ninguna experiencia acudió al lugar de los hechos para vivir una experiencia que lo marcaría de manera definitiva”.
“Eso fue muy duro porque en medio de esa escena, yo vi que uno de los 'muertos' parpadeó y decidí tomarle el pulso en el cuello y es cuando el muchacho, arrojó un escupitajo de sangre por la boca y se quedó inmóvil, murió. Quedé paralizado, ante esa reacción y regresé para escribir la noticia del atraco”.
Aquel “bautizo de sangre” precedió un mes de retos para los periodistas y para Colombia como sociedad. Noviembre de 1985, un mes difícil y agitado o “los días del Apocalipsis” en palabras de Lizcano Dávila.
Ese miércoles de noviembre de 1985, según recuerda el veterano hombre de radio y prensa. Lelio Pinzón uno de los fotógrafos del diario pasó a recogerlo de madrugada. Al reportero le sorprendió que Pinzón llevaba muchos rollos Kodak, no podía advertir que las imágenes del horror por cuenta del embate de la naturaleza, sin precedentes en Colombia, se registraría en más de 1200 fotografías que tomarían sus compañeros, mientras sus crónicas documentarían , entre otras historias, la muerte de la niña que se convirtió en símbolo de la tragedia, así como el nacimiento de un menor, luego del rescate de su madre, quien soportó colgada de un tubo para no hundirse en el fango que por veinte horas cubrió su vientre.
De esa mañana recuerda detalles mínimos como la ropa que llevaba puesta, y la imagen del momento en que persignó en la puerta de la casa donde vivía en el barrio La Estrada. Tras cuatro horas de recorrido hasta Armero se unió a un grupo de hombres de la Defensa Civil, contaba con que además de una vieja imagen de un sagrado corazón que siempre llevaba como amuleto, debía apoyarse en gente experimentada para no convertirse también él en una víctima; decisión le permitió además ser testigo de excepción de algunos episodios que fueron tejiendo la narrativa del pueblo que desapareció en cuestión de dos horas, una película que aún Leo repasa mientras observa las fotografías que lo transportan la luctuosa jornada.
Foto: Diego Tellez Ochoa
“Por momentos debimos hacer la reportería mientras ayudábamos a la gente, tocaba apoyar a los socorristas que se daban con tanto trabajo”. Le impactó como en medio del caos, los socorristas- provistos de mangueras- retiraban el lodo de los rostros y cuerpos que parecían volver a la vida. En la zona donde se ubicaba el pueblo, los hombres de la defensa civil y la Cruz Rojas lanzaban chorros de agua a las personas que salían del gran pantano. “Quitaban el lodo pero no apartaban el horror de sus rostros”. El aluvión que llegó con las aguas del río Lagunilla, dio unas nuevas proporciones a la geografía donde por años prosperaron grandes plantaciones de arroz y algodón, y que esa mañana de noviembre era un campo gris y terracota, cruzado de lamentos y brazos suplicantes elevados al cielo, ojos enrojecidos bajo una sopa de barro interminable, fétido y azufrado como aguas del Estigia.
Leo apuntaba en su libreta palabras claves que luego el decodificaría en un relato de horror. No tenía tiempo de tomar testimonios completos por lo que optó por escribir esos datos enlace, una síntesis entrecortada de lo que iba viendo con asombro. Lo indecible ocurría ante sus ojos, cuando debió buscar refugio en un escampado para poder salir de una zona amenazada por una corriente de lodo y piedras.
En todos los rincones se respiraba miedo. ”Llegamos caminando a una casa que fue improvisada como una morgue. A mi lado estaba la fotógrafa Estela Póveda. Vi que llegaba un camión cargado de cadáveres. Ella volteó- para tratar de tomar una foto-pero no pudo, se puso a llorar y estrelló la cámara contra el piso”, Leo la abrazó y la llevó hasta la camioneta que los traería de regreso a Bogotá, donde la comunicadora renunció para internarse en una clínica de reposo. “Me la encontré cerca de la emisora Todelar, unos años después, se había retirado al parecer por el impacto de lo que vio en Armero”.
Leo y los demás reporteros del vespertino, madrugaban a las 4 de la mañana para desplazarse desde Bogotá hasta la zona de la tragedia y hacia las dos de la tarde retornaban a la capital para redactar las notas y crónicas, procesar las fotografías y descansar cinco horas en sus casas. “Apenas dormía porque ya en la casa, sobre la media noche seguía pendiente de las informaciones en las emisoras de radio”, recuerda Lizcano Dávila.
En Armero el cubrimiento era complicado. “Había que caminar por unos entramados de tablas que se iban haciendo con escombros de las casa; tocaba tener cuidado de no caer en el barro”. En medio de las precarias comunicaciones, cruzaban datos con sus colegas, nombres de personas y de barrios desaparecidos, cifras de fallecidos, el horror reducido a estadísticas. Los socorristas reportaban dramas de una crudeza extrema. Uno de los relatos venía desde el sector del centro, a cuatro cuadras de la iglesia. Allí Rosalba Hernández, compañera de Leo, había encontrado el caso de doña Sagrario de Suarez, una mujer que decidió quitarse con un machete una de sus piernas, apresada por una losa de concreto. La acción desesperada le permitió salir del lugar, aunque con pronóstico reservado. Leo recuerda que unas historia resultaba más abrumadora a la anterior, y todas empezaban con la alusión a un ruido extraño, un bramido de la montaña, un rumor de aguas y un ventarrón de ceniza, que le pintó canas a los niños que jugaban en las callejuelas y marcó más las arrugas a los viejos que recibían el fresco en las mecedoras. Esa llovizna gris y molesta que cubrió la Ciudad Blanca era el preludio de la tragedia.
—La instrucción que nos dieron fue buscar historias de vida, en medio de tanta tragedia, lo periodístico era encontrar esos testimonios de sobrevivientes, recuerda Leo. Su compañero el periodista Pedro Marquín, junto al fotógrafo Gerardo Chaves, había ubicado a un sobreviviente de nombre Isidro Bohórquez, un campesino que izado en una camilla de la Cruz Rojas fue retratado por Chaves. Leo recuerda la historia pues el señor tenía un hijo que era ciclista y la crónica de Marquín, destacaba que el campesino tuvo como compañeros en medio del barro “una veintena de trofeos que había ganado el muchacho y que lo motivaron para seguir batallando”.
Foto: Diego Tellez Ochoa
“Los que sobrevivieron al alud de agua y barro debían enfrentarse a la gangrena, no había antibióticos y la gente moría por decenas camino a los hospitales y en los centros asistenciales de Honda, Mariquita, Ibagué y Bogotá”, recuerda Leo quien a partir de datos apuntados de afán, construía las historias ya en la sala de redacción donde los reporteros inclinados sobre sus máquinas de escribir causaban un estrepito de teclas sin parar. El segundo día decidió aventurarse a un recorrido, luego de haber escuchado que su compañero el fotógrafo Camilo Álvarez, junto a otros reporteros había encontrado a una niña que requería atención, atrapada bajo unos muros. Era Omaira Sánchez la menor que se convirtió en símbolo de la tragedia.
Álvarez, había resumido el drama en los ojos sin luz de la niña, sus parpados inflamados, su gesto de impotencia, con el agua terrosa cubriendo sus hombros, simbolizó de alguna manera la sensación de impotencia y duelo ante la desaparición de 25 mil de los 40 mil habitantes de Armero.“ El último día nos quedamos varios periodistas acompañando a Omaira, ella hablaba constantemente. Llegaron dos helicópteros que trataron de mover los muros que la atrapaban, tirando con unas guayas pero no fue posible. A la niña se le pusieron los ojos negros y nosotros ahí mirando. Dijo unas palabras, agradeció a la gente que la había ayudado, luego se quedó calladita y por fin cerró los ojos…murió”.
Leo regresó a Bogotá y redactó la nota mientras en el cuarto oscuro se revelaban la más dolorosa imagen de la menor que “falleció ante los ojos de una sociedad impotente ante la furia de la naturaleza” como concluyó Lizano en su crónica. A la mañana siguiente, la foto de la niña, quien murió tras larga agonía, le daba la vuelta al mundo, Uno de los periodistas, ´acuartelados´ en Bogotá había ubicado un hermano de la menor, quien aparecía en la lista de sobrevivientes y fue enviado a un hospital de la capital colombiana. La historia del niño sobreviviente, fue apenas un paleativo al dolor de los colombianos que lloraban la muerte de la pequeña especialmente Leonardo Hernández el socorrista que intentó infructuosamente salvar a Omaira.
Además de las notas de prensa, Leo hacia reportes para radio por teléfono. Había que llegar a las estaciones de Telecom en Guayabal o en Mariquita, porque la reportería era muy complicada en medio de tanto drama y con lodo por todas partes”. En una zona intransitable, se las arreglaron para moverse sobre el entramado de madera que recuerda eran ‘caminos flotantes´ sobre una vasta laguna de lodo que con los días fue tomando un tono rojizo y ocre.
En esa vorágine de sucesos que escribía dolorosos episodios en cada paraje, un drama terminaba otro empezaba o se mantenía en suspenso como el de la mujer embarazada, encontrada en horas de la madrugada por otro de sus colegas fotógrafos, aferrada a una varilla. “Paralela a la historia de Omaira tratábamos de ubicar una señora que fue encontrada por el fotógrafo y periodista Alberto Uribe. La señora que fue retratada por Uribe mientras era auxiliada por un hombre de la defensa civil. Fue sacada con vida y teníamos datos en cuanto había tenido el bebe ahí muy cerca del lugar donde fue rescatada… La foto era impresionante”. Si la foto, el documento incontrovertible que Leo mira una y otra vez, mientras lamenta haberle perdido el rastro a tan conmovedora historia.
Mientras buscaba información con los socorristas, que a través de radios y walkies talkies, preguntaban por el destino de la señora y, por supuesto, el bebecito, escuchó que estaban rescatando a una mujer atrapada debajo del muro frontal de una casa. “Si una de las 4.200 casas” sepultadas recuerda. Después de una hora de trayecto llegó al lugar donde la sobreviviente soportaba el peso de la pared, rodeada de barro y hedor. Apenas pudo dar crédito al testimonio de la señora Blanca Garcés, quien en ese momento era atendida por dos elementos de la unidad de socorristas.
Doña Blanca tenía la cara cubierta de barro, ya se cumplían casi dos días de la tragedia y ella respiraba con dificultad. Leo se fijó en los grandes ojos de la doña, quien le soltó un testimonio estremecedor de cómo había sobrevivido a la falta de líquido, “gracias a que un perrito se acercaba ocasionalmente para lamer sus labios, y ella aprovechaba la saliva del canino para calmar la sed”—señala—, lo observo incrédulo y en respuesta me muestra el archivo donde la doña me mira desde la portada del tabloide, con los mismos ojos de orfandad que miró a Leo hace treinta y dos años.
El reportero salió del lugar donde desfilaban escenas que no tenía que esforzarse para describir en sus relatos como apocalípticas. Alcanzó a ver hombres, mujeres y niños con brazos y piernas destrozados, hombres, mujeres y niños que eran una polifonía de lamentos, hombres, mujeres y niños que se resistían a morir atrapados en la fosa común más grande de Colombia.
Caminó entre los cuerpos inertes, provisto de una cantimplora y su libreta, intentaba sin éxito escribir detalles pero el entorno de desalación era una tribulación que lo superaba. La ciudad que había visto de paso en una flota Rápido Tolima —procedente de Honda— y que recordaba como un gracioso poblado rodeado de campos blanquecinos por la cosecha de algodón, era un amontonamiento de tierra, restos de muros y tejas, cuerpos de cerdos y vacas, cuerpos destrozados de animales y personas, autos desquiciados sobre viviendas, tractores sin llantas, árboles con la copa enterrada y las raíces al viento. Las que fueron casas y almacenes, heladerías y fondas ahora derruidas o anegadas de fango le parecieron cadáveres insepultos de un pueblo mutilad por el río de aguas tormentosas. El Lagunilla que descendió desde el volcán nevado cómo un cuchillo de hoja lacerante. “Recuerdo perfectamente que una de esas caminatas vi como rescataban a una mujer que sacaron del lodazal. Un helicóptero se fue elevando y la muchacha, era joven, iba ahí- agarrada de un lazo-, yo la miraba incrédulo cuando de pronto fue que se cayó desde esa altura. Después supimos que ella misma se había soltado del lazo, de pronto por la impresión de ver su pueblo convertido en un amasijo”.
Mientras apuraba un almuerzo de ración militar, entregado por un oficial que dirigía las actividades helicoportadas de traslado de heridos, Leo recibió la confirmación de las posibilidades de supervivencia que aguardaba la señora Blanca Garcés, pero en contraste no conseguía datos certeros sobre la dama embarazada, solo versiones encontradas de su paradero y un rumor sin confirmar en cuanto había dado a luz a su hijo. El panorama que se extendía ante sus ojos, era la fotografía que podría ilustrar la palabra cataclismo en cualquier enciclopedia. A esa altura del cubrimiento, tres días y veinticinco mil muertos después de la primera información sobre la avalancha, la opinión pública trataba de descifrar las causas científicas para explicar las fuerzas que desatornillaron las clavijas de la montaña que dormitó por siglos, un paraje de postal, que por la boca siniestra del cráter Arenas y durante meses, lanzó fumarolas, luego dibujó señales de ceniza sobre la nieves del Ruiz y finalmente escupitajos ardientes que derritieron toneladas de hielo.
Los helicópteros sobrevolaban los restos estrangulados de barrios enteros., también catervas de gallinazos cruzaban sin tregua el cielo de Armero, Leo recorría los puestos de salvamento que se diseminaban por el campo interminable. Pasaban las horas y el reportero no lograba confirmar el dato del nacimiento de un niño en medio de la tragedia, un hecho que dadas las circunstancias para Leo le resultaba más que una noticia una sublime y afortunada paradoja. Nunca la expresión primeros auxilios había sido tan fiel a su significado. Hombres y mujeres limpiaban pieles, suturaban heridas, proveían de suero - en resumen- se declararon en abierta guerra contra la muerte, un desacato al infortunio y a la falta de previsión de un Estado que no contaba con programas de atención de desastres, ni protocolos efectivos para enfrentar una emergencia semejante.
Absorto en sus cavilaciones de cómo el mundo se estaba cayendo a pedazos, se sentó cerca al cuerpo inerte de un hombre que era custodiado por su perro. “Eso fue muy extraño, el animal no permitía que se le acercaran a su amo, después de unos días supe que el perrito también murió ahí al lado del señor”.
Una semana después, el interés noticioso fue decreciendo. La naturaleza había mostrado su crudeza se dijo desde el reduccionismo, los más religiosos expresaron que:”¡Dios había mostrado su furia!”, mientras el racionamiento juicioso dejó la duda frente a la falta de conocimiento científico, la imprevisión y el manejo inapropiado por parte del Gobierno como agravantes de la tragedia. Desde las columnas de opinión se lanzaron misiles al presidente Belisario Betancurt, hasta que la tinta de los principales diarios se fue secando y la rabia nacional dio paso a los balances de año. En las emisoras se sonaba, con inadvertida ironía, el éxito salsero de Latín Brothers ´Sobre las Olas´, quizá porque a pesar del embate, el barco de Colombia seguía navegando. Leonel Lizcano guardó las crónicas y fotos que aún conserva, íntimas y descarnadas metáforas de aquel noviembre de 1985.