Es la tarde del lunes festivo en Popayán. La Carrera Tercera está inusualmente tranquila; unos pocos vehículos de desplazan lentamente. Las sombras de la noche caen perezosas y se encienden los primeros faroles. La brisa de agosto es fresca y agradable para dar un paseo, un escenario improbable en un lunes normal.
Un camión de la basura gira desde la calle cuarta y se detiene unos metros adelante para que los trabajadores, que no han tenido descanso, recogieran unas bolsas cerca de la esquina.
De repente, un vehículo se sitúa detrás del camión recolector que apenas lleva detenido unos segundos, no ha podido orillarse a la derecha porque hay un carro parqueado. La conductora del automóvil mira un instante el movimiento de los muchachos que levantan las bolsas de desperdicios, se llena de impaciencia y se pega literalmente de la bocina. Mi madre, de ochenta años, pega un brinco con el estruendo.
La tranquilidad del atardecer de ensueño de verano, se rompe como un cristal en mil pedazos. Miro a la conductora con odio contenido, paso a su lado y le hago una seña con la mano, moviéndola hacia abajo, como diciéndole tranquila señora, bájele un poco, deje el afán, que la calle no es suya, que el hecho de que vaya usted en su bonito carro no le da privilegios, no le otorga mayores derechos a esos trabajadores que se buscan el sustento recogiendo las basuras de los demás, y mucho menos de los ciudadanos que hemos querido salir a dar un paseo tranquilo por el centro. Bueno, al menos eso era lo que quería transmitir con un simple movimiento de manos. Pero creo que no recibió el mensaje, me miró con más odio que el mío.
Desde su cómoda posición me lanzó un insulto que no me llegó completo porque venía desfigurado por el maldito pito que ahora se hizo más estridente. Pitó aún más intensamente, con sevicia, vengándose; como diciendo, si no le gusta, tome más.
Como el que quiere tener la razón en una discusión sin argumentos, pero a punto de gritos, esta mujer se habrá ido a casa con la sensación de haber ganado. Como esta mujer hay cientos de conductores por las calles de la ciudad, que tienen sus bocinas como armas de guerra y que andan por ahí dejando toda su mala leche, su hiel, molestando a los demás, contaminando, haciendo la ciudad más difícil de lo que ya es. Cuándo aprenderemos.