En un evento reciente me encontré con una líder social de la ciudad. Nos saludamos y conversamos sobre la vida; estando en ello le pregunté: ¿Cómo ves las cosas políticas? Sin entrar en detalles me respondió: “Por todo lado escucho las mismas arengas repetidas; ya no quiero oírlas. La política se ha vuelto un foso muy desagradable; prefiero seguir en mi bingo y en las reuniones y trabajos con mis vecinos”. Después de compartir novedades sobre los barrios, nos despedimos, y me quedé reflexionando sobre el cansancio ciudadano frente a una comunicación pública saturada de arengas.
Observo que en un país marcado por conflictos y disputas sobre el rumbo de lo colectivo, es comprensible que el discurso predominante sea el de voces encendidas que buscan enardecer los ánimos para hacer reconocer sus reclamaciones y puntos de vista. En este escenario, la información, los argumentos y las emociones se convierten en herramientas claves para justificar y legitimar las orientaciones en pugna. Sin embargo, la hegemonía de la arenga en el discurso de gobernantes y opositores ha generado un ambiente ruidoso, dominado por ataques verbales, descalificaciones y un descontrol generalizado del espacio de comunicación pública. Esto ha llevado al hastío y al desgaste de la discusión política.
La arenga es propia de la disputa entre bandos y cumple una función cuando busca movilizar decisiones y acciones colectivas en defensa de la comunidad o la sociedad
La arenga es propia de la disputa entre bandos y cumple una función cuando busca movilizar decisiones y acciones colectivas en defensa de la comunidad o la sociedad, su tono enérgico permite delimitar posiciones y llamar a la acción sin ambigüedades; no obstante, puede volverse vacía y desagradable cuando se degrada el lenguaje, se carece de argumentos sólidos y se difunden ataques perniciosos contra personas o grupos. En estos casos, la expresión pública se convierte en un ejercicio repetitivo que refuerza estereotipos y estigmas, sembrando ignorancia y maledicencia que daña las posibilidades de reconocernos como parte de la comunidad local, regional, nacional, incluso como congéneres de la especie humana.
Si queremos avanzar como país, gobernantes y ciudadanos debemos cualificar nuestro espacio público, promoviendo un debate fundamentado en el entendimiento y la gestión efectiva de las políticas; de lo contrario, corremos el riesgo de caer en un ciclo de incomprensiones y malestares colectivos que distorsionan los intereses comunes, erosionan la virtud cívica y destruyen la confianza necesaria para evitar la agresividad y la violencia. Recordemos que la historia de Colombia está marcada por episodios de incomprensión y polarización, y que en el actual contexto global de autoritarismo mediático y excesos de marketing personalista, precisamente tenemos la necesidad y la oportunidad de superar esas dolorosas experiencias.
Dado el momento histórico que atraviesa el país, es fundamental que la clase política, independientemente de sus banderas e ideologías, esté a la altura del debate. Se requiere argumentación sólida, ética pública y sentido de responsabilidad. La ciudadanía está agotada de la violencia verbal que no aporta cambios reales. En estos tiempos, quizás lo más efectivo sea comunicar con hechos y gestos concretos. Cuando sea necesario hablar, ojalá que el discurso se base en la escucha activa de una sociedad diversa y en la capacidad de transmitir ideas de forma clara y efectiva. Solo así se podrá conectar de manera auténtica con los intereses y anhelos colectivos.
Del mismo autor: C risis de país y renuncias necesarias