París es un polvorín. Lo mismo puede decirse de otras grandes ciudades francesas, donde un episodio como la muerte de Nahel Merzuk, un joven musulmán de ascendencia argelina en un retén de policía en Nanterre, puede desencadenar un incendio nacional. Lo que hay detrás de esos disturbios es el marginamiento social, económico, cultural, de vastos sectores de población de origen inmigrante y sus descendientes, que viven en condiciones precarias en los extramuros de las grandes ciudades (Banlieues).
En esos barrios construidos en los años cincuenta para franceses pobres que emigraban a la ciudad, quienes ahora viven en mejores vecindarios, se ha concentrado una población cuyo nivel de vida, de empleo, de educación, es inferior al común de los franceses. Ciudadanos que se sienten de segundo orden, empoderados de sus derechos, los más jóvenes de los cuales, que son los protagonistas de la violencia, creen no tener futuro. ¿Algún parecido a lo que sucede en otras partes, donde la juventud sin mañana se lanza a las calles ante los abusos de la autoridad, que ponen en evidencia su indefensión?
Como sucede también de cuando en cuando en Estados Unidos, la sociedad más próspera, poderosa y liberal del planeta, los medios de comunicación internacional dan un extenso cubrimiento a esos desórdenes franceses por tener lugar en un país del primer mundo, donde la pobreza y la falta de oportunidades no deberían ser un problema. Pero lo son y en materia grave. París ha sido un polvorín a través de su historia. Su gente se ha rebelado con furia en movimientos siempre ocasionados por el hambre y la reivindicación de sus derechos. En 1789 cuando el pueblo de París derroca la monarquía ( no es una revuelta sire, es una revolución, le dice su ayuda de cámara a Luis XVI, cuando lo despierta para informarle sobre la toma de la Bastilla); en 1848 cuando la primera comuna derroca a Luis Felipe de Orleáns y se establece la II República; en 1871 cuando la segunda comuna derroca a Napoleón III, derrotado en la guerra franco-prusiana que sitia a París, la comuna establece un gobierno obrero en la ciudad que dura 60 días, acabado a sangre y fuego; en 1968, cuando la mayor huelga general que se recuerde, iniciada por un revuelta estudiantil de provincia obliga al general De Gaulle a convocar un referéndum que pierde. Siempre el marginamiento de la población de una prosperidad excluyente detrás de todo ello.
Sociedades desarrolladas como Europa Occidental o EE. UU. exigentes para incorporar a sus ciudadanos al mundo del bienestar, quienes no están a la altura de los estándares son irremediablemente marginados
En sociedades desarrolladas como Europa Occidental o Estados Unidos pero exigentes para incorporar a sus ciudadanos al mundo del bienestar, puesto que deben tener competencias tecnológicas sofisticadas, idiomas, integración a la sociedad globalizada, valores compartidos, quienes no están a la altura de esos estándares son irremediablemente marginados. Quedan para ellos los pequeños oficios mal remunerados, los trabajos manuales y la pobreza.
Lo mismo sucede entre nosotros, proporciones guardadas. Somos una sociedad en vías de desarrollo, precapitalista dirían algunos, con una enorme concentración del ingreso y profundamente inequitativa. No es el origen extranjero, la religión o el color de la piel lo que crea el marginamiento, es la pobreza que no distingue origen, religión, ni raza, sino que abarca al grueso de la población, de todos los colores y creencias, frente a un sector próspero pero reducido que exige para ingresar a él más o menos las mismas condiciones que se piden en los países desarrollados con los cuales se hace el intercambio económico.
Y si la educación pública básica y media es deficiente, si las universidades públicas no reciben sino una fracción de los aspirantes, si sólo se gradúan la mitad de los que ingresan, si las oportunidades de empleo formal son reducidas y los salarios bajos, ¿Cómo sorprenderse de que haya estallidos sociales, protagonizados por los jóvenes, que no creen tener futuro?
Entender los problemas es el primer paso para solucionarlos, aquí y en Francia. El presidente Macron, dice hablando de los banlieues, que sus habitantes son receptores de toda clase de subsidios, solo que ni esa educación, esa vivienda, esas ayudas sociales, son una expectativa atractiva para los jóvenes que no ven como pueden salir de un círculo que perpetúa la desigualdad: ese es quizás el origen de la indignación y del desorden. No es aventurado decir que entre nosotros las causas pueden ser muy parecidas e intentar solucionarlas con acciones que de verdad incorporen la mayor cantidad de ciudadanos a la economía del bienestar, con la participación de la sociedad civil y del Estado en su conjunto, es nuestra mayor tarea pendiente como Nación. El poder será de quien interprete y ejecute esa tarea.