En un parque llamado La Luna se escucha fuertemente:
— La humanidad entera, que entre cadenas gime…
Cantan los de rojo, los de blanco con rayas azules, los tres árbitros —que están en el medio de la fila de los 16 jugadores— y los amigos y familiares de los jugadores mientras toman cerveza. Cantan casi todos, excepto el dj del Bar La Luna que ha cantado casi todas las canciones que he oído. La mayoría, clásicos de la salsa: Héctor Lavoe, Oscar D’ León, El Grupo Niche, Frankie Ruiz.
Se termina el himno y los árbitros, Daniel (juez de línea hoy, pero en su registro de partidos, la mayoría fueron dirigidos como juez central), Julián Suárez (central hoy, pero toda la semana en el departamento de ventas de Multiproyectos—muebles para oficina—) y Rubén Rincón (juez de línea por izquierda, profesor de educación física en un colegio de Bosa de lunes a viernes) saltan un poco para calentar.
Es domingo y el sol pega en toda la cancha. Pitazo inicial de Julián Suarez, tiene una camisa color resaltador amarillo-verde, detestable para las miradas de muchos. También lleva puesto el tradicional calzón de árbitro profesional o pantaloneta negra. No ha pasado un minuto de partido y Julián ya se sube las medias hasta las rodillas, ya que se le bajan cada vez que corre.
Por la justicia de este encuentro y de todos los partidos de categoría única—la de los chinos de 18 a 30 años—, los tres árbitros reciben treinta mil pesos, cada uno, por parte de los dos equipos que juegan. A diferencia de la otra categoría, la categoría Máster, que es la de veteranos—mayores de cincuenta—que cancela veinticinco mil al árbitro que les dirige.
Un día mientras hablaba de la rentabilidad del oficio de árbitro con Daniel dijo:
—Esto de los torneos de barrio, es un rebusque de dinero. Pues usted sabe que cuando uno trabaja en una empresa nos descuentan casi la mitad. Para tener más ingresos, sin que nuestra empresa— se refería a una escuela de arbitraje—se entere, decidimos piratear.
Daniel acaba de levantar su brazo izquierdo con la bandera del juez de línea y señala saque lateral a favor de los ReAlcohólicos.
— Para la categoría de los veteranos, sólo ponemos a un árbitro a dirigir, porque se dice dirigir y no pitar, y es que la verdad… Para qué, si ellos juegan lento. Ellos saben las condiciones en las que están, por eso sólo juegan con un juez— dijo Daniel abriendo sus ojos, en el momento que mencionó el “no pitar”.
Diez minutos de juego. Ceros en el marcador. El dj del bar La Luna, bar situado al lado de la banda occidental de la cancha con otros dos bares, tiene afuera del bar la consola donde pone los discos y decide colocar más música para ambientar y quizás emocionar a los jugadores.
Hay un ebrio sin camiseta, con su acompañante—también borracho—, ambos están sentados en dos butacas de plástico verde. Parecen estar dormidos, pero el hombre canoso que no tiene camiseta se levanta de inmediato a cantar “Llorarás y llorarás, sin nadie que te consueleeee” mientras que su compañero de copas toma la otra butaca e imita el sonido del bongó con sus manos. Las finales en torneos de barrio son así: llenas de alegría, de música, de comida, de cerveza y de risas a lo largo y ancho de la cancha.
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A veces los perros, enérgicos, se meten a jugar a la cancha y entonces hay dos juegos en un mismo campo. En un partido de categoría máster, disputado hace una semana, entre Combo de niche y Amorcitos, un labrador—blanco, baboso y con una energía que causaba miedo— ingresó casi al centro de la cancha a dar vueltas en forma de óvalo. Después de que muchos de los jugadores lo asustaron con un “Shuuuu”, otros con el tradicional y detestable “chiteee”, el perro fue con sus amos, un padre de familia con su hijo, que se encontraban por la parte de atrás de la cancha en un rodadero de niños. Habían transcurrido unos tres minutos y apareció de nuevo en medio de un pase que alcanzó a golpearlo. Daniel dirigía como juez central aquel partido, y aunque estos torneos sean medio fútbol— sólo se cumplen la mitad de la reglas— él decidió sancionar un balón a tierra, que se usa cuando haya que atender algún jugador, alguien o algo entre a la cancha (aplica para el perro), haya dos balones en la cancha, entre otras cosas así. La escena del perro atravesado me recuerda la final de la Champions League (Liga de campeones) de hace algunos días entre el Bayern Múnich y el Borussia Dortmund, porque el árbitro que dirigió el partido, Nicola Rizzoli —italiano de 43 años— se atravesó en unas cuatro jugadas del partido. En algunas partes del mundo estas acciones involuntarias del juez italiano se toman con burla. Incluso el analista arbitral de Caracol Radio Rafael Sanabria, manifestó en la transmisión del partido que no era la primera vez que lo había visto atravesado en las jugadas de los partidos. Rizzoli dirigió su primer partido de Liga de campeones el 1 de octubre de 2008, se enfrentaban Sporting Clube de Portugal ante el Basilea de Suiza. Esa noche ganaron los portugueses.
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ReAlcohólicos domina más la pelota. La 86—su rival— aguanta más para el contragolpe. Veinte minutos. El juez, Julián, parece correr menos. Hace unos cuatro años era él el que atajaba los remates de sus amigos en esta misma cancha del parque La Luna. De vez en cuando se fuma medio cigarrillo en el entretiempo de algún partido; además, de lunes a viernes trabaja en el departamento de ventas de una empresa de muebles para oficina. Gracias a eso dedica poco tiempo al rendimiento físico y creo que necesita una nube milagrosa que oculte el sol que tanto molesta a algunos espectadores gritones, por al menos cinco minutos que faltan para que se acabe el primer tiempo.
A la media hora de juego, Julián con el rostro enrojecido, pita con fuerza. Los partidos de estos torneos solamente duran una hora dividida en dos tiempos de media hora. Además, los jugadores que ya fueron sustituidos pueden volver a ingresar y el que se deja expulsar deberá cancelar cinco mil pesos al organizador que tiene una ferretería a una cuadra de la cancha.
Daniel y Rubén se dirigen hacia el lugar donde se queda de pie Julián y charlan. Solamente Daniel es profesional en arbitraje. Cada semana, en la escuela de arbitraje, se prepara en lo físico— en una reconocida pista de atletismo de Bogotá— y en lo mental con un preparador que les enseña como tener una personalidad distinta y el manejo de grupo que incluye a los espectadores de un partido.
— Para el que quiera ser árbitro, que tenga fortaleza mental. Porque, sobre todo en torneos como esos de barrio, hay sesenta mil técnicos afuera de la cancha gritándonos y esa presión hay que aguantarla. Si el árbitro muestra debilidad, hasta la señora de las empanadas de la esquina viene y le pega a uno— dijo al hablar de la preparación mental.
Rubén no habla mucho. Él es el más bajo de estatura de los tres, está casi calvo, y así tuvo que enfrentar hace como una hora al jugador más grande del equipo de los Desordenados —equipo que se enfrentaba con Manchester, por el tercer puesto—. Todo inició con un balón dividido, es decir, un balón que no es dominado por nadie. King Kong intentó proteger el balón con su pesado cuerpo, pero el jugador del Manchester fue ágil y le quitó la pelota para luego arrastrarla medio metro; King Kong al percatarse arroja un manotazo al estilo de un Jab de Mike Tyson en la espalda. De ahí en adelante fue lo mismo que a veces, nos divierte en televisión, cabeza con cabeza, pechos juntos y groserías lanzadas por todas partes. Se empujaron un par de veces hasta que llegó Rubén, sopló el pito por unos siete segundos y los separó. Roja para los dos. Al frente del bar La Mona, otro bar situado al lado de la cancha, seguían los insultos; King Kong quería pelea, al final cada uno fue arrastrado por amigos de los jugadores que querían observar el partido, que al final ganaría Manchester 2-0.
A las dos de la tarde habrá nuevo campeón de este semestre. Inicia el segundo tiempo. Prefiero cambiar mi lugar de observación —banda occidental— a la parte trasera del arco de los ReAlcohólicos. Hay unos quince amigos del equipo de los que realmente son alcohólicos, todos aplaudimos la calidad de juego del Chiqui. Tiene que haber un estudio que compruebe que el 99% de las personas apodadas con el seudónimo Chiqui, tiene talento para el fútbol. La calidad técnica del Chiqui me recuerda mucho a Giovanni Hernández en el Cali, por allá en el 2003.
Daniel levanta la bandera y sanciona una falta, un planchazo cerca a la línea de banda. Julián detiene su cronómetro en cinco minutos diez segundos, mientras el jugador de La 86 se queja en el piso, que era para amarilla dice el joven. Daniel sonríe, mueve la cabeza, “No señor” responde.
Como Julián, que parece tener más aire para este segundo tiempo, Daniel antes de ser árbitro profesional y reconocido en la escuela de arbitraje tanto como en su trabajo como por su talento, también jugó fútbol. Él es sobrino de Raúl Castelblanco— delantero de Independiente Santa fe, campeón en 1975—, de ahí todo su amor por el fútbol junto con sus primos.
Daniel fue jugador de las reservas de Santa fe en el 98, jugó algunos partidos en la titular del León, pero no rindió lo suficiente para ser recordado por la hinchada roja. Luego, se preparó para ser educador físico, preparador físico de equipos y entrenador personal.
Quince minutos. Sol de almuerzo. Algunos a mi lado ya hablan de tiros desde el punto penal. Mi cálculo mental de remates y posesión da como superior a los alcohólicos con un 60% y los de La 86 con 40%. Aunque acaba de terminar una aproximación de La 86, un remate en el pecho del arquero, en un mano a mano (arquero vs delantero). Jugada que hizo que la gente abriera más los ojos y que se escuchara un fuerte “Uyyyysss” en las cuatro localidades, si es que a algunos bancos de madera por cada línea de la cancha —cabrán seis personas apretadas—se le puede llamar localidad. Los demás, casi todos, estamos de pie.
Lo inesperado
Faltan diez para el final y para las dos. Tiro de esquina, casi en los escombros — los cuales están a unos cinco metros atrás de la portería norte— que arrojan algunas personas que creen que los alrededores de la cancha y el potrero que queda hacia el otro lado, es un botadero. Pocos caminan el potrero para acortar sus caminos, allí han sucedido varios robos.
Después del cobro, los realmente alcohólicos rechazan la pelota. Ya muchos de ellos cansados. Vuelve el jugador más joven de La 86 por el lado derecho y lanza una pelota a media altura al área que el Chiqui quiere reventar, pero cuando lo hace su remate pega en su brazo, que hace que el balón quede dividido. Los que estamos detrás de la portería — los que, mejor, vimos la jugada, supongo—estamos callados. Mano involuntaria. Julián no lo cree así, aunque haya estado más lejos que nosotros. Dónde está mi abuela para que diga una ley de vida: “Así es la vida”.
El número cinco de La 86 coloca el balón en el punto blanco del área. Cobra. En la línea oriental se escuchan gritos de gol. Amigos del equipo de La 86, casi todos con la camiseta blanca que tiene azul por los lados. A unos metros de esa banda, se enciende la máquina aplanadora y poco a poco le diremos adiós al botadero de escombros que solía ser ese potrero. La Alcaldía Local de Engativá —localidad que comprende 123 de los 2.344 barrios de Bogotá— manifestó su interés por el arreglo de esa zona y además en dos semanas ayudarán, también, a nivelar la cancha. El torneo en la categoría Máster quedará aplazado hasta nuevo aviso. Pero esta zona estará más despejada y posiblemente, si la Alcaldía lo permite se construirá un parque para la recreación y el deporte de las personas.
Se va a terminar. El juego se vuelve monótono con los rechazos de La 86 por las alturas. Daniel, Julián y Rubén tendrán un poco más de cien mil pesos, cada uno, por el arbitraje de dos partidos de categoría única y dos de categoría Máster.
Termina el partido. Abrazos de amigos y familiares sobre cada uno de los jugadores de La 86. No hay reclamos de los ReAlcohólicos para Julián. A diferencia de un día en el que a Daniel, al estilo de Jackie Chan, le dieron una patada voladora en un torneo empresarial para el cual dirigía una semifinal. El jugador, nada parecido a un entrenador de artes marciales, se enfadó por la sanción de una mano en el área que luego en el cobro del tiro desde el punto penal, les cobró la clasificación. Daniel sólo tuvo la bandera para defenderse.
En nuestra localidad, silencio. El Chiqui llega hasta donde nosotros y le dice a un hombre:
— Qué cagada, qué pena. ¿Me gasta una gaseosa?
— Todo bien— le dice su amigo.
En media hora la premiación. Los trofeos de desconocido material y millón cuatrocientos para La 86. Julián habla con un grupo de veteranos que ya jugó a las nueve. Se abraza con uno de ellos. Le suben a la música. Le suben al Joe Arroyo con Rebelión. Dos niños como de cinco años rematan al arco norte, ya vacío, con una pelota de caucho amarilla. Mil botellas de cerveza Póker. Gritos de alegría, risas, empezará otro juego—categoría Máster—. La máquina aplanadora hace su tercera pasada. El mundo sigue.