Siglos atrás, cuando aún no se habían formado los países actuales, los geógrafos y políticos hablaban de tres arabias: Arabia Desierta, Arabia Pétrea y Arabia Feliz. Con la derrota y desaparición del Imperio Otomano al fin de la Primera Guerra Mundial y el reparto neocolonial del Medio Oriente entre Francia y Gran Bretaña, la primera pasó a ser Arabia Saudita y la segunda se convirtió en Jordania, gobernada por la dinastía de los Hussein.
A su vez, la tercera, lo que hoy son los países de Yemén y Omán, difícilmente puede llamarse ahora feliz porque afronta una cruenta guerra en aquél está invadido por su poderoso vecino saudita y por tropas de los Emiratos Árabes Unidos, en cuyo ejército militan más de tres mil colombianos reclutados a sueldo, en una compleja guerra civil que involucra a diversos actores regionales.
A pesar del gran desbalance, a las fuerzas sauditas no les está yendo nada bien en su aventura y han sufrido grandes pérdidas a manos de la resistencia yemení, representada en el grupo Ansarolá, que incluso ha atacado objetivos dentro del propio territorio del país invasor.
Lo que parecía una campaña militar fácil dirigida a afianzar el papel de potencia regional se convirtió en un pantanero del cual a duras penas se está saliendo con un arreglo negociado en el que se implícitamente se reconoce el fracaso de la casa real de los Saúd.
Esta situación ha agudizado la crisis del gobierno saudí, una de las pocas monarquías absolutas que quedan en el mundo, pues se suma a una grave problemática política y económica interna y al fracaso de su política exterior.
Entre los que pronostican un pronto colapso del gobierno saudí están los analistas Sarah Chayes y Alex de Waal, quienes en artículo recientemente publicado en el prestigioso sitio Defense One señalan que el rey saudí es como el director ejecutivo de una empresa familiar que utiliza las rentas del petróleo para comprar la lealtad política de sus súbditos, y de los propios miembros de la familia real, a la vez que en el exterior ha gastado miles de millones de dólares en promover en el mundo el wahabismo, una rama extremista e intolerante del Islam, de la que surgió Al Qaeda y el Estado Islámico.
Los planes de aumento de precios de los combustibles, establecimiento de impuestos, privatización de compañías estatales, entre ellas la emblemática Aramco, la Ecopetrol de ese país, son muestra de que se está intentando evitar la quiebra.
Por primera vez en la historia los jóvenes (que componen la mayoría de la población pues el 70% de las personas son menores de 30 años) temen quedarse sin empleo y empiezan a verse como ciudadanos y no como súbditos, lo que dificulta aún más el ejercicio de un poder absoluto por parte de las autoridades. De acuerdo con reciente publicación del periódico New York Times, por ahora, es la minoría chiíta la que expresa demandas políticas, pero la mayoría sunita, con una mejor educación que en el pasado y una mayor exposición al mundo exterior, es probable que comience a manifestar también pronto sus deseos de cambio.
La caída en los precios del barril de petróleo por debajo de los 30 dólares (en un estado en el que sus ingresos provienen de ese hidrocarburo en un 90%) cambió el panorama y rompió el contrato social que había dominado durante largo tiempo la vida en el reino, caracterizado por el no cobro de impuestos, salud y educación, entre otros elementos de bienestar. Según el periódico Financial Times, Arabia Saudí ha comenzado a pedir préstamos en el extranjero para cubrir su déficit presupuestario por primera vez. Este déficit, que alcanzará los 87.000 millones de dólares en 2016, es debido en primer lugar a la fuerte bajada de los precios del petróleo.
El descontento de gran parte de la población chiíta que exige derechos democráticos e igualdad adquirió nuevas dimensiones en enero cuando fueron condenadas a muerte 47 personas pertenecientes a ese sector, entre ellas el sheij Nimr Baqer al-Nimr, destacado clérigo que disfrutaba de una alta estima tanto en el seno de su comunidad como en la comunidad musulmana de todo el mundo,
Estas muertes ocasionaron grandes protestas tanto al interior del país como en naciones vecinas. De hecho, a principios de febrero se multiplicaron en la ciudad de Awamiya, recibiendo como respuesta el asalto manu militari con uso de tanques y otros medios bélicos.
Si bien la intervención armada de Arabia en apoyo del gobierno de Barein fue decisiva para sofocar las protestas en los años 2011 y 2012, siguen abiertas las heridas causadas por la despiadada represión que ahogó en sangre las exigencias de democratización surgidas en el marco de la llamada “primavera árabe” y aumenta el desprestigio de la casa real saudí, ya que muchos de sus vecinos recelan de su comportamiento agresivo.
A la vez el respaldo a los grupos integristas, a los cuales apoya abiertamente o de manera soterrada, como es el caso del Frente Al-Nusra en Siria y a Al-Qaeda en la Península Arábiga en el conflicto yemení o en su, para ser benévolos, ambigüedad con el Estado Islámico, es otro factor que viene erosionando profundamente la credibilidad de su política exterior. En ese terreno el reino quedó aislado, con la única y nada honrosa compañía del gobierno de Israel en su rechazo al acuerdo al que llegaron Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia con Irán en el contencioso sobre el programa nuclear de éste.
Como pastel de la cereza en esa comedia de equivocaciones, la revocación del programa de ayuda militar al Líbano, es una muestra de la frustración que le causa el fracaso total de sus intentos de influir en la política interna del país del cedro y especialmente de aislar al movimiento Hezbolá y castigarlo por su alineación con el gobierno de Al-Asad en Siria.
Finalmente, el enfriamiento de los vínculos con Estados Unidos, en medio de las exigencias de los familiares de las víctimas del 11 de septiembre y de otros sectores de la opinión pública de hacer público el informe secreto sobre la implicación de miembros del estado árabe en los atentados de las Torres Gemelas, es otro factor que complica la situación al interior del país y su imagen externa. La amenaza de retirar del mercado norteamericano las inversiones saudíes logró frenar un proyecto de ley que habría permitido a los afectados demandar a Arabia Saudita por su implicación en los atentados logró frenar esa iniciativa, pero no ha cauterizado las heridas en las relaciones mutuas y más bien muestra la fragilidad de una política exterior que no vacila en utilizar el chantaje aún con aliados cercanos.
Aún no sabemos si el barco del gobierno de Arabia se hundirá en su desierto, pero sí es claro que tiene grandes dificultades en la tormenta que él mismo creó.